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martes, 5 de noviembre de 2019

LÁGRIMAS POR EL MAR MENOR


Decía una de mis antepasadas: “Lloraría si no fuera porque en la guerra se me acabaron las lágrimas”. El tierno infante que yo era entonces, desconocía cuya era aquella guerra ni cuales habían sido sus devastadores efectos. Del tema se trataba en familia, sotto voce, interrumpido abruptamente en presencia de niños.
No he tenido que padecer ninguna guerra, como no haya sido la memoria recogida en algunos museos visitados, o en las lecturas imprescindibles para llegar a forjarme una idea clara de la doméstica que padecieron mis mayores. Me costó tiempo y trabajo desaprender las muchas falacias que sobre aquella desdichada contienda me contaron de una y otra parte.
Ahora, cuando veo la destrucción del Mar Menor, a la que he asistido como muchos de mis conciudadanos, con estupor y asombro, en un día a día prolongado a lo largo de muchos años, recuerdo aquella frase de mi antepasada y lloro con lágrimas del alma.
Lloro de rabia y de desánimo porque me siento responsable por inacción, por haber permitido la irrupción de políticos incompetentes a los que pusimos en sus puestos y no hemos sabido retirar a tiempo.
Recordando la época de mi infancia en la que aquel mar recoleto y familiar constituía un oasis de quietud y sosiego, me resulta imposible imaginar la vuelta a la placidez que los habitantes de la región recordamos.



¿Cabe en lo posible que el espanto arquitectónico de La Manga remita? ¿Que vuelva a su primigenio estado Puerto Mayor? ¿Que se abandonen las miles de hectáreas de cultivos con nitratos y “demonios coloraos” que acaban en el agua?  ¿Que se recompongan los tanques de tormenta que no han servido para nada? ¿Que se descontamine el acuífero superficial de agua dulce que acaba vertiendo nitratos al mar? ¿Que desaparezcan las desaladoras legales e ilegales? ¿Que se prohíban los barcazos de atronadores motores que surcan “la laguna” dejando un rastro de pestilente combustible? ¿Qué se retiren las arenas que las lluvias han de arrastrar inexorablemente hasta el fondo del mar? ¿Qué se dejen de verter los muchos emisarios que envían los detritus humanos al agua? ¿Qué se retiren los miles de “muertos” sembrados a discreción de cada cual en los muchísimos fondeaderos que abarrotan la costa? ¿Qué se construyan viviendas (muchas de ellas ilegales) en los cauces de las ramblas? Y sobre todo, ¿Que logremos poner al frente de nuestros recursos medioambientales a políticos eficaces y con formación suficiente, antes que a mequetrefes ignorantes atentos solo a la voz de su amo y a sacar el cuello una cuarta por encima de sus rivales políticos? ¿Qué las administraciones opten por un método más racional que echarse las culpas y responsabilidades, la local a la regional, ésta a la nacional, la nacional a la local, y vuelta a empezar?
Tantas circunstancias han contribuido a la colmatación de nuestro Mar Menor, y tantos disparates habría que enmendar, que justifican mi percepción de un futuro tenebroso. La vuelta a un ecosistema natural y sostenible como lo fuera en su día, es circunstancia que se me antoja harto improbable.
Deseo de todo corazón errar en mi vaticinio, sería una de las veces que con más alegría he aceptado equivocarme.
Para mayor ampliación de causas, véase el siguiente artículo de Ángel Montiel:


martes, 24 de septiembre de 2019

REFLEXIONES SOBRE EL DANA CON SANTOMERA AL FONDO

Vueltas las aguas a su cauce, en fase de lamernos las heridas, me parece adecuada una reflexión sobre los acontecimientos provocados por esta situación excepcional.
Fenómenos como el que ha acontecido, aunque poco frecuentes, no son desconocidos. Santomera ya sufrió con anterioridad riadas de efectos demoledores: septiembre de 1879 (800 muertos en Murcia y pedanías), septiembre de 1906 (31 muertos en Santomera), septiembre de 1947 (11 muertos en Santomera). Como remedio a las avenidas se construyó el pantano, terminado en 1966 –que probablemente nos ha librado en la presente de mayores males-, y el encauzamiento de la rambla salada.
Para más detalles, es interesante la página del Ministerio de Transición Ecológica que recoge las sucesivas y numerosas riadas ocurridas en la región desde el año 1259:  https://www.chsegura.es/chs/informaciongeneral/elorganismo/unpocodehistoria/riadas.html
Gozamos en la actualidad de una gran ventaja: la predicción de los fenómenos atmosféricos, que ayuda a que la catástrofe pueda ser anticipada, y en la medida de lo posible conjurada. Como decían los antiguos, más cercanos a la realidad que nuestra actual visión miope de la naturaleza, “cuando el agua viene, trae las escrituras bajo el brazo”. Hemos edificado en ramblas, escorrentías y zonas bajas, construido autovías y carreteras en parajes inundables con absoluto desprecio del trazado de los cauces tradicionales, hemos obstruido torrenteras, ramblizos y desagües naturales. Los consistorios de uno y otro signo que hemos padecido han mirado para otro lado cuando los arribistas han construido en medio de la huerta naves industriales sin más autorización que “el hecho consumado”, ayudando a la degradación del medio.
Nos sorprendemos de que cuando al cielo se le antoja soltar lastre –quizá aburrido de nuestra insensata interacción con el medio ambiente-, lo haga siguiendo sus leyes y no las nuestras. Nos limitamos a hacer la gracieta de dar al desastre el nombre del santo o la virgen del día que, por cierto, poco interés suelen tomar en el asunto.
En Santomera, las autoridades y los grupos de acción implicados, corporación municipal, bomberos, policía, guardia civil, UME, etc., han tenido una actuación impecable, generosa y abnegada. Sin escatimar esfuerzos y olvidando horas de sueño. El comportamiento del vecindario  ha sido ejemplar. Los cuatro tontos autores de noticias falsas y alguna alcaldesa de la Vega Baja desinformada e inconsciente, son solamente actuaciones que confirman el viejo dicho bíblico “stultorum numerus infinitus est”.
La cuestión de fondo es si los responsables que hemos puesto al frente de la gestión de los recursos públicos tienen los conocimientos y altura de miras adecuados para ejercer una política eficaz al respeto. Si son conscientes de que nuestra supervivencia y la de nuestros herederos depende de la gestión medioambiental que hagamos y no del politiqueo partidario, trasnochado y pueblerino. Unas palabras del director de la Confederación Hidrográfica del Segura, vertidas en los primeros días del DANA, reconocían el mal estado de los cauces como consecuencia de las restricciones motivadas por la crisis. Las próximas elecciones nos brindan la ocasión de reflexionar detenidamente.
Algunos municipios costeros han sufrido especialmente los efectos destructores de la riada. Hasta los menos informados saben que el curso natural de las aguas es hacia el mar, y no al revés. Si edificamos en ramblas y torrenteras difícilmente podremos confiar en que las avenidas cambien su curso natural para respetar las viviendas. Y si llenamos las playas del Mar Menor de toneladas de arena traída de lugares remotos no debería sorprendernos que, en caso de avenida, el agua las arrastre hacia el maltrecho fondo y acabe colmatándolo. Podemos maldecir a la naturaleza inclemente, pero sorprendernos de sus exabruptos es de tontos. Máxime cuando el cambio climático amenaza, según dicen los que de esto saben, con hacer que semejantes fenómenos se conviertan en habituales.
Al menos, serán predecibles y evitables en gran medida, si colaboramos con la naturaleza y no pretendemos vencerla. Eso, como en tantas ocasiones viene demostrado, resulta grave estulticia.
“Yo he visto cosas que vosotros jamás creeríais” diría remedando al personaje de Blade Runner, y como colofón dejo, este enlace con un artículo de Ángel Montiel que conviene releer cada vez que caigan cuatro gotas.


martes, 3 de septiembre de 2019

AQUEL MAR MENOR… (y II)


Soy “cliente” del Mar Menor desde hace muchos años, desde que tenía seis o siete hasta ahora, muchos decenios después. Primero lo cruzaba en un bote de aparejo latino llamado “San José”, ocasionalmente en veleros de amigos, ahora en un cayac que junto a mi reducida tripulación impulsamos, palada a palada, desde estaciones diversas: La Ribera, Villananitos, Los Alcázares, Los Nietos, Punta Brava, La Manga, dependiendo de dónde sople el viento de nuestro caprichoso destino. Y he asistido, al principio con indiferencia, después con estupor, ahora  con pena, al desastroso “desarrollo” de nuestro pequeño mar.
La Manga, una ligera lengua de tierra que lo separaba del “mar mayor”, se colmató en pocos años de edificios monstruosos, de miles de personas que la llenaban en verano con ríos de coches amontonados en el cuello de botella en que se convertía la única vía de acceso. Los pequeños barcos de pescadores se vieron desplazados por enormes navíos, seguramente diseñados para espacios de mayor envergadura, y de motos de agua –el artilugio más hortera y menos marinero del mundo- que aparecían inopinadamente a velocidades de vértigo, causando natural pavor a los descuidados bañistas.
Simultáneamente “el progreso” hizo que se desarrollara una agricultura intensiva en el campo de Cartagena, cuyos desechos y los de las desaladoras –en buena parte ilegales- vertían el subproducto salino a unas aguas que parecían digerirlo todo. Y no era así. Un espacio semi-cerrado como ese, tiene un límite. Quisimos hacer playas artificiales con arenas de procedencia ignota que pervirtieron el ecosistema, mientras los bañistas disfrutábamos creyendo que habíamos alterado la naturaleza en nuestro beneficio. Y tampoco era así. Llegó un momento en que el mar dijo “no puedo más”. Y se colapsó. Las aguas se volvieron pútridas, incapaces de digerir tanto vertido residual de los cultivos, tantos residuos mineros cargados de metales pesados, tantos emisarios que lo llenaban de nuestros detritus, tantos restos de combustible vertidos por los potentes motores que las surcan… mientras nuestras ineficaces administraciones miraban embobadas al feroz pelotazo urbanístico, a los rendimientos de una agricultura esquilmante, a la edificación sin tasa, a los beneficios inmediatos de tanto barco atracado por doquier sin orden ni concierto.
¿Catastrofismo? No, realidad. El daño ya está hecho. Los remedios, hasta ahora, han consistido en poner redes para que las invasoras medusas no se adhieran a las espaldas de los bañistas, o a propiciar autovías bancaleras para mayor afluencia del personal, que se hunden a los pocos años de su construcción convirtiéndose en peligrosa montaña rusa. La solución, otra chapuza, discos provisionales de limitación a 80 Km/h. que nadie respeta.
Hace poco, me comentaba un amigo viajero que en un lago alemán, de dimensiones parecidas a nuestra mal llamada “laguna salada”, solo estaba permitida la navegación a vela, a remo, o con motores eléctricos. Y uno se pregunta ¿no será posible –nunca es tarde- un plan integral y coherente capaz de revertir esta situación de la que todos somos responsables por inacción?
¿Cómo es posible que nuestros administradores –de cualquier signo que nos toque padecer- no escuchen de una vez por todas a los que de verdad saben del tema –que los hay, aunque no en abundancia- y se apresuren con la valentía necesaria a poner coto a este desafuero?
¿O será que estamos condenados para siempre a clamar en un desierto, esta vez marino?


martes, 27 de agosto de 2019

AQUEL MAR MENOR…


Hace ya tanto tiempo que si creyera en la reencarnación, me parecería que fue en una vida anterior. El Mar Menor era entonces refugio estival de menos categoría que las elegantes playas de Torrevieja. Algo más asequible para una población murciana de posguerra que descubría tímidamente “el veraneo”. La gente más selecta se agrupaba en La Ribera (aún no se había descubierto La Manga), y los menos pudientes se desparramaban, hacia un lado por Los Alcázares, Los Narejos, Los Urrutias y Los Nietos. La Puntica y Villananitos hacia el otro. A mí me tocó esta última opción, entonces con escasos habitantes incluso en verano: el Castillo de Trucharte, hoy desaparecido; la taberna de Cruz “La Negrilla”, maestra velera y cabeza de una larga saga de pescadores; la casa señorial de los Sanz Quesada (¡el inolvidable “Pocholo”!), rodeada por un jardín abandonado donde resistían heroicamente unos escuálidos cerezos; los Yáñez constructores un poco más abajo, junto a la casa de la tía “Pereta”; algo más lejos los Clavel Escribano…Una suerte de desierto plácido donde los muchachos asilvestrados pasábamos el día de correrías infantiles a imagen de los piratas de la Malasia, cuyas fantasías devorábamos en las interminables siestas de silencio y sol implacable.
Los chiquillos nos dedicábamos a la captura tempranera de cangrejos para la sopa, a coger sin esfuerzo algún perezoso caballito de mar, entonces tan abundantes, o a surcar las aguas de aquel mar que nos parecía inmenso y limpio en un botecillo de remos. En el Mar Menor jamás hubo playas de arena. Los barcos de pescadores salían de madrugada, con frecuencia bogando a falta de viento, hacia La Manga desierta donde habían calado redes la tarde anterior. Acabada la pesquera, con la morralla invendible, un puñado de arroz, unos ajos y dos ñoras fritas, componían un exquisito caldero que reparaba de forma adecuada el esfuerzo del madrugón.
Con la mejora de nuestra autárquica economía a partir de los años sesenta, “el progreso” comenzó a extenderse y los avispados descubrieron el incipiente pelotazo urbanístico. La pinada lindera al Castillo de Trucharte y cuanto la rodeaba cayó bajo la piqueta que no se detuvo, casi por milagro, sino en el Molino de Quintín, donde comenzaban las primeras balsas de las salinas.
Cierto que el progreso es bueno (si supiéramos donde conduce), pero no es menos cierto que sus efectos secundarios (lo que los americanos llaman “fuego amigo”) pueden ser demoledores.
Lo que entonces eran unos miles de personas que ocupaban modestas casitas veraniegas, a veces sin agua corriente y con una electricidad precaria, se multiplicó de forma exponencial. Fueron centenares de miles los que acudieron a las riberas de nuestro mar doméstico. El progreso nos ha traído necesidades que multiplican varias veces las de entonces, y no hablemos de la agricultura extensiva en la zona cartagenera, los vertidos mineros, las motos y barcos que parecen trasatlánticos regando las aguas de petróleo, los emisarios que más o menos depurados tiran nuestros desechos al mar… El sistema, sencillamente, no da más de sí. Y se ha rendido. El agua se ha contaminado, la luz solar no llega hasta el fondo y las algas no prosperan, las medusas y los cangrejos invasores han descubierto un paraíso en decadencia, las arenas traídas de no se sabe dónde conteniendo no se sabe qué han alterado el ecosistema…
Podemos echarle la culpa a los políticos (que seguro tienen su parte) o a quien queramos, pero la responsabilidad es de todos. Somos hijos de la naturaleza y, en vez de adaptarnos a ella, hemos querido dominarla y ponerla a nuestro servicio. Ese error lo pagaremos caro. Si no nosotros (la vida del hombre es efímera), nuestros hijos o nuestros nietos. Este soporte, que con un orgullo ciego hemos creído dominar, un día, cada vez más cercano, acabará con nosotros.
¿Quiere eso decir que debemos desesperar? ¡No y mil veces no! Debemos luchar con todas nuestras fuerzas para revertir esta situación. Primero concienciándonos cada uno de nosotros, luego concienciando a los que nos rodean, después eligiendo cuidadosamente a quienes deben representarnos y cuidar eficazmente del patrimonio común. Y condenando al ostracismo sine die a los malos políticos que han permitido el deterioro de nuestro entorno y las construcciones megalómanas que solo han servido para que se enriquezcan ellos y sus amiguetes.
Los franceses tuvieron su revolución. Es hora de que hagamos la nuestra, pacífica y serena, pero tan contundente como aquella. Así empezó Gandhi y echó a los ingleses invasores de su país.

miércoles, 26 de junio de 2019

TRATOS Y PACTOS


Maurice Druon en la recomendable serie “Los reyes malditos”, hace referencia, entre otros muchos acontecimientos históricos, al acaecido en tiempos de Felipe V de Francia durante sus complejas relaciones con el papado.
A la muerte del pontífice Clemente V (1264-1314), resultaba procedente el nombramiento de otro papa. Dado el carácter de autoridad que la Iglesia detentaba en aquella época (y en las posteriores), la elección del jefe de la Iglesia Católica tenía importantes connotaciones políticas, de ahí que los príncipes cristianos procuraran arrimar el ascua a su sardina influyendo en el conclave para que la elección recayera en persona afín a sus deseos y objetivos.
Los cardenales de todo el mundo cristiano se reunieron en  el conclave de Lyon (1314-1316), pero las muchas presiones a que se veían sometidos hicieron que el conclave resultara fallido una y otra vez.
Felipe V, conocido familiarmente como El largo, que pretendía un papa de su país y a ser posible en territorio galo, incomodado por las disputas sin resultado de los cardenales, decidió prepararles una emboscada encerrándolos en la iglesia del convento de los dominicos de Lyon a la que había hecho retirar el techo para mejorar en lo posible la influencia del Espíritu Santo, actor imprescindible en ese tipo de negociaciones. A los cardenales encerrados solo se les permitió un sirviente por venerable cabeza, y escasas raciones de pan y agua por toda comida, lo que al parecer del monarca había de redundar favorablemente en la salud física y claridad mental de los ponentes.
La medida resultó altamente eficaz, hasta el punto de que surtió el efecto apetecido en breve espacio de tiempo, resultando elegido Jacques Duèze, a partir de cuyo momento sería conocido en toda la cristiandad con el nombre de Juan XXII, que fijó a renglón seguido su residencia en Aviñón, Francia.
Y hasta aquí el hecho-anécdota que nos proporciona motivo para reflexionar sobre las circunstancias políticas por las que atravesamos, en las que las sentadas, reuniones y pactos, se han convertido en el azote informativo de nuestros días. Imaginemos que, a modo del Largo, encerráramos a los políticos “pactables” en lugar inhóspito y sin techo, sin más alimento ni cuidado que el proporcionado a los cardenales de nuestra historia. Estoy seguro de que la medida podría alcanzar resultados tan halagüeños como los que obtuvo el conclave de Lyon de 1316.
Es idea que brindo desinteresadamente a cuantos tengan interés en poner a trabajar a los políticos en la difícil tarea de propiciar el bien común, por encima de los objetivos partidarios y al margen de las consignas de los “aparatos” de los partidos que, con frecuencia, confunden el bien común con el propio.




martes, 4 de junio de 2019


FELINOS MONTARACES
Para Juan Serrano

Dice mi amigo Juan Serrano que le gustan los gatos. A mí también. Tengo pactado con el artífice del futuro -de forma unilateral-, reencarnarme en gato llegado el momento, ser uno más de los que pasean por los alrededores de mi casa, que es territorio conocido y amable. Son gatos -los de casa-, grandes, rústicos, campesinos, habituados a buscarse la vida cazando roedores, ranas, pájaros, cuanto se pone a su alcance. Paren junto a brazales escondidos, de los que salen al cabo de un par de meses encabezando una recua de variopintos pequeñuelos. A juzgar por lo diverso de la capa, se diría que son hijos de padres diferentes; otro prodigio de la variabilidad genética, que diría el inglés de luengas barbas. No son gatos domésticos ni sobones, sería violentar su intimidad acercárseles demasiado, y menos acariciarlos. Buscan su espacio bajo la gran morera que da sombra al porche y se levantan despaciosos para alejarse unos metros, con lentitud estudiada, si me acerco demasiado. Me miran con displicencia, como diciendo: “cada uno en su sitio ¡eh!, vamos a respetarnos”. Y nos respetamos.
En un rincón habilitado al efecto, dejamos a veces sustanciosas sobras de pescado. Me miran desde lejos, sin inmutarse mientras sestean al sol, sin perder detalle. Ponen ojos de indiferencia, como si nada de cuanto les rodea tuviera la menor importancia, como si dejarse calentar por el sol fuera el único esfuerzo que vale la pena en este mundo de aceleración creciente. A veces me parece que su modorra fingida oculta cierta preocupación por las noticias que la radio, siempre activa, esparce por la placeta: el último feminicidio, la patera recién llegada, las elecciones de mi pueblo, los posibles pactos de unos y otros…
Y cuando la distancia de seguridad ha vuelto a establecerse, se aproximan al rincón de la pitanza, lentamente, aceptando el óbolo con dignidad un poco desdeñosa, “no creas que me mantienes porque me regalas unas migajas”, les adivino pensar. Don Rodrigo, en sus últimos momentos, debía tener pensamientos de gato.
Me han contado que los gatos de ciudad son sometidos a aberraciones quirúrgicas, que les quitan las uñas, los castran, los someten a “terapia” para que puedan convivir con los humanos. Puede que sean inevitable daños colaterales de nuestra amistad con ellos, pero sospecho que el de esos dueños y el mío no es exactamente el mismo tipo de cariño por los mininos.

martes, 7 de mayo de 2019

EL VENTANUCO


La luz del amanecer comenzaba a desvelar los contornos de la habitación cuando sonó el golpe. La portería era estrecha, un tabuco, pero ella se encontraba feliz en aquel espacio mínimo. Había sido su único hogar desde hacía más de veinte años; los vecinos del inmueble y los otros porteros del Ensanche eran la única familia que le quedaba desde que a su Paco lo atropelló el camión tres calles más abajo. Había ido reduciendo su vida a aquel entorno como una tortuga a su concha, y el mundo exterior le resultaba indiferente. La pequeña ventana que daba a la escalera era como un cinematógrafo por el que desfilaban los acontecimientos de la vida, y la función se repetía todos los días con una regularidad sin altibajos: la despertaba la luz del amanecer, que se iba tornando más viva a medida que avanzaba la mañana. Mientras preparaba su café, comenzaban a desfilar los actores de aquella película muda: la criadita del segundo que iba a buscar los croissants recién hechos para la actriz retirada, el mecánico del primero que bajaba a grandes y ruidosos trancos la escalera mientras se ajustaba la cazadora de cuero resobado, la profesora de francés cuyo rastro de perfume perduraba hasta el mediodía, el chico de los Bermúdez, con la boca llena de un plátano que comía a tragaloperro… Todos echaban una breve mirada hacia el tragaluz y esbozaban un gesto de saludo. Eran su familia, una familia con la que raramente cruzaba una palabra, excepto con el chico de la buhardilla. Él había sido la excepción desde que se instaló allá arriba hacía un par de años. Y no fue casual que escogiera las alturas.
Cuando escuchó el golpe supo que, por fin, el día había llegado. Pobre muchacho. Durante los últimos tiempos había confiado en que la aprensiones y temores que le confiaba en sus tardes de “terapia”, como ella decía, le hicieran desistir, pero ya ves.
Al principio se lo tomó a broma; aquellas monsergas le sonaban a existencialismo de chalina y pelos largos, trajes oscuros llenos de lamparones y angustia vital trasnochada. Luego lo fue tomando más en serio, cuando le contó lo del hospicio y la desgarrada historia de su amor imposible. Fumaba unos cigarrillos delgados que liaba con avaricia, escatimando el tabaco, único lujo que se podía permitir con el sueldo de mandadero en la linotipia. Ella le servía un café de achicoria con un par de magdalenas, posiblemente su única comida del día. Después lo escuchaba como una abuela comprensiva y paciente, a veces disimulando cabezadas, sin entender del todo las extrañas razones de su melancolía destructiva.
Cuando sonó el golpe, supo que ya no habría más charlas, ni cigarrillos misérrimos, ni café con magdalenas.    
El primer rayo de sol entraba por el ventanuco.

Este relato se publicó en Historias de portería de La Esfera cultural, Septiembre 2012

martes, 23 de abril de 2019

OLORES


Nunca pudo recordar cuándo empezó a manifestarse aquella extraña cualidad que habría de acompañarle para siempre. Las imágenes más antiguas de su memoria eran un cuerpecillo regordete e indefenso rodeado de sabanas espumosas y de la infinita panoplia de olores que le invadían: olor a espliego de las sabanas, olor agrio y dulzón de sus orines, olores corporales entremezclados con fragancias, algunas repugnantes, de las personas que se inclinaban sobre la cuna musitando tonterías como si él las entendiese. Pronto se dio cuenta de que el mundo estaba compuesto de elementos que tenían un olor característico, un olor que solo él era capaz de percibir. Eso lo sumió, al principio, en una extraña desazón. Sentirse diferente no resulta cómodo, pero aprendió enseguida que no podía compartir aquella percepción con nadie. Sus primeros amigos no sabían de qué les hablaba. Para ellos no existía el olor a comida rancia, a polvo de siglos, a vetustez y carcoma que flotaba por todo el colegio. Ni el acre olor corporal que salía de las sotanas con patina de siglos de sus maestros, ni el pimpante olor a primavera cuando, a primeros de abril se abrían las ventanas. Los demás parecían no tener narices; para él eran su medio de contacto con el mundo. Los olores eran como un arco iris donde caben todos los colores: cada cosa tenía el suyo y cada olor hablaba  del objeto o la persona de donde procedía. Los objetos hermosos tenían olores agradables. Los feos, olores “negros”, igual que las personas; unas eran amables, acogedoras, buenas, atractivas; esas tenían colores hermosos, blancos, olores que le llegaban hasta el fondo del estómago y le hacían sentirse feliz cuando se acercaba a ellas. Otras tenían olores oscuros, repugnantes que trasmitían sus sentimientos de mezquindad, avaricia o egoísmo. Su cercanía le provocaba un malestar que lo hacía palidecer y le bañaba la frente en sudor. A veces fantaseaba con la posibilidad de asfixiarlas lentamente mientras respiraba todas las gradaciones de olor que tendría el miedo a medida que la muerte fuera llegándoles al corazón. Era una fantasía recurrente, y le agobiaba la certeza de que algún día, cada vez más cercano, se vería obligado a realizarla.
No fue hasta muchos años después que leyó El perfume y supo que no estaba solo.

Este relato fue publicado en la antología Con un par de narices, editorial La Esfera cultural, Marzo de 2012.

martes, 2 de abril de 2019

COCODRILOS Y MCGUFFIN


Por supuesto que no había ningún cocodrilo roncando sobre la cama de la habitación de invitados cuando abrió la puerta. Ángel Zapata, en su estupendo manual "La práctica del relato", nos regala la imagen a modo de señuelo para mostrar la conveniencia de mantener la atención del lector con ese cocodrilo inverosímil entremetido en la historia. Los personajes, los objetos, las acciones y los escenarios que dan cuerpo a una historia han de ser únicos y peculiares y el autor de ficciones debe elegirlos con cuidado, huyendo siempre de lo previsible, nos dice. Y seguramente tiene razón, aunque no siempre se encuentre la habilidad necesaria para seguir tan sabias enseñanzas. Más cerca estoy de consolarme con las palabras de Cervantes: Yo, que siempre me afano y me desvelo/por parecer que tengo de poeta/la gracia que no quiso darme el cielo.
No solo los cocodrilos sirven para atrapar la atención mudable del lector. Enrique Vila-Matas, por cuya obra confieso cierta debilidad, utiliza una especie de cocodrilo en forma de mcguffin. ¿Y qué será eso del mcguffin, preguntará quizás el paciente lector que me haya acompañado hasta aquí? La explicación es un poco larga, pero no he tenido tiempo para hacerla más corta, así que parodiando a aquel entrañable alcalde de pueblo con voz ronca y sombrero cordobés, se la voy a dar en las letras del autor de “Kassel no invita a la reflexión”:
Como algunos saben, para explicar qué es un mcguffin lo mejor es recurrir a una escena de tren:” ¿Podría decirme que es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza”? pregunta un pasajero. Y el otro responde “Ah, eso es un mcguffin”. El primero quiere entonces saber que es un mcguffin y el otro le explica: “Un mcguffin es un aparato para cazar leones en Alemania” “Pero si en Alemania no hay leones” dice el primero. “Entonces eso de ahí no es un mcguffin” responde el otro.  Luego el autor nos recuerda el estupendo mcguffin que supone la estatua del pájaro en la película El Halcón maltés.
Nadie piense que lo del mcguffin es cosa de estos tiempos. Invito a quien tenga tiempo y ganas a leer la divertida poesía de Baltasar de Alcázar (1530-1606), “Una cena”, que arranca con un estupendo mcguffin: En Jaén donde resido vive Don Lope de Sosa…
Un antecedente más moderno del mcguffin fueron los inolvidables charlatanes que los días de mercado se aposentaban en la vereda del río Segura que entonces, si no caudaloso, era discreto cauce de aguas corrientes.
Muchos recordareis aquellos personajes que, para hacer corro, instalaban un pequeño chiringuito cubierto con un paño negro bajo el que decían tener un animalillo o alimaña misteriosa –quizás un lagarto traído de las lejanas islas de Comodo- que, pasados unos instantes efectuaría las más increíbles acrobacias. El personaje –llamémosle Ramonet por el momento- continuaba ponderando las habilidades del misterioso animalillo excitando la curiosidad del público que se iba añadiendo al círculo. Cuando la afluencia era suficiente, el astuto vendedor cambiaba el sentido del discurso hacia su verdadero objetivo: ponderar las excelencias de sus mantas de las que hacia lotes que malbarataba, según él, en un afán solidario de aliviar los fríos habituales en la época. Algunos chiquillos bobalicones –apártate nene que no me dejas trabajar- que como yo, esperaban ansiosos la aparición del misterioso lagarto quedarían para siempre defraudados. Los de Ramonet constituían estupendos mcguffin, aunque probablemente él
no lo supiera.

Ahora ya sabemos lo que es un mcguffin, para qué sirve un cocodrilo roncando sobre la cama de la habitación de invitados; que la estatuilla del halcón de porcelana era solo una excusa para los interminables diálogos de la película; que el criado portugués de don Lope de Sosa no tiene nada que ver con la cena que luego describe el autor y que Ramonet fue un precursor del mcguffin oratorio. Otra cosa es que tengamos la habilidad de emplear mcguffin, cocodrilos, criados portugueses o dragones de Comodo con el acierto suficiente para atrapar la volátil atención de nuestros lectores.


martes, 12 de marzo de 2019

MUJERES EN LA TERTULIA


 Al llegar esta mañana al Centro Municipal de la Tercera Edad (conocido familiar y cariñosamente como “Hogar de los viejos”), una sorpresa nos aguardaba. En la mesa que ocupamos habitualmente y que Pepe el camarero nos reserva en acuerdo tácito con los demás parroquianos, el Cacaseno conversaba animadamente con Maruja la del tío Paco “el Tutuvía”. En varias ocasiones habíamos tratado el tema. Dadas las circunstancias actuales y la inevitable y justa irrupción de las mujeres en la vida pública, resultaba anacrónico que esa circunstancia no se viera reflejada en la tertulia. Lo que no sospechábamos era que el Cacaseno se iba a mostrar tan diligente.
—Si hay que hacer algo, cuanto antes mejor.
—Escrito está, Cacaseno: “Lo que hayas de hacer, hazlo pronto”.
—No me saques a Getsemaní, tío Juan, que yo también fui monaguillo.
—Haya paz, señores –debuta Maruja- yo he venido, según me ha dicho el Cacaseno, invitada por todos, para poner una voz femenina en la tertulia…
—Que falta nos hace, tercia Fernández el conciliador. Lo que siento es que no esté Mateo, seguro que le hubiera gustado verte.
— ¡Tiempo habrá! Este es un buen momento, el 8M de este año fue día clave, con mucho éxito de participación a pesar del señor Casado y los del diccionario. Parece que la cosa va animándose, ¿no, muchachos?
Juan de la Cirila arruga el morro. Los cambios, de la clase que sean, le cogen un poco a contramano, y si le nombran a su señorito, más.
—Los que vosotros llamáis conservadores o inmovilistas, siempre hemos tenido claro el papel de la mujer: ahí está la Virgen, las santas y las monjas, al mismo nivel de los hombres.
—No digas tonterías, Juan -el Cacaseno se atraganta con su media tostada- no te lo crees ni tú. Eso es una mentira como una casa ¿acaso las mujeres  pueden decir misa, administrar sacramentos o subirse a un púlpito?
— ¡Hombre, pueden ser nazarenas!
—Eso sí, pero igualdad quiere decir igualdad en todos los aspectos -tercia dulcemente Maruja-, se trata de cambiar el viejo paradigma judeo-cristiano que adjudica papeles diferentes a hombres y a mujeres. Hasta que no eliminemos eso, no habrá igualdad real. Los hombres se arrogarán el derecho de decidir por las mujeres y si se ponen bravas darles una somanta o matarlas.
— ¡Mujer!
—Sí, sí, Juan. Todos los años hay un montón de muertas a manos de sus parejas. Para desdichada muestra, el mismo día 8 y siguientes. Eso es lo que hay que evitar.
— ¿Solución?, dice Fernández.
—No se me ocurre ninguna inmediata, por desgracia. A largo plazo está claro: la educación adecuada e igualitaria, aunque es preocupante la actitud de algunos grupos de jovenes. Igualdad en las fábricas y en los tajos. Igualdad de salario a igual puesto de trabajo, imprescindible. Soy optimista, creo que por ese camino vamos. Por eso debe ser bienvenido cualquier acto encaminado a que todos nos concienciemos: manifestaciones, huelgas, batucadas, cualquier cosa, aunque pueda resultar onerosa en otros aspectos, la cuestión es urgente.
— ¿Y lo de la paridad forzada, los actos exclusivos para mujeres y las listas cremallera? Si fuera a la inversa, ¿Qué diríamos? Creo que hay que respetar lo que la gente vota sin más manipulaciones. Para cambiar las cosas, hay que convencer, no imponer.
—Juan, las cosas están sujetas, inevitablemente, a movimientos pendulares y en el transporte siempre se rompe algún huevo, pero la mayoría llegan a puerto felizmente.
—Leches, Maruja, ya estas aprendiendo de Fernández.
—O Fernández de mí, vaya usted a saber.
— ¡También tienes razón, Tutuvía!



martes, 5 de marzo de 2019

SUGERENCIA PARA SALIR DE LA CRISIS (O las cosas cambian poco)


Leo en el periódico que la corporación municipal de Murcia, en pleno “y bajo mazas”, acudió a renovar el Voto del Concejo a la Virgen del Rosario.
¿De qué va esto?, puede que se pregunten ustedes, como me pregunté yo. Pues va de que en el año 1677, entró por Cartagena (riesgos de los puertos de mar) una peste de lo más dañino, de esas que trasmiten las pulgas, que a su vez la han adquirido de las ratas, causando la muerte a 1314 personas de las 26.000 que poblaban entonces  la región. En el documentado estudio de Juan Hernández Franco “Morfología de la peste de 1677-78 en la ciudad de Murcia” no se alude a tal Voto del Consejo, sino que se postula que la dura tarea de reprimir el mal se encomendó a las instancias gobernadas por los santos Sebastián y Roque, y como apoyo extraordinario, dada la gravedad de la situación a San Miguel Arcángel, como recoge el acta de la reunión del Concejo de 28 de julio de 1677: por las noticias ciertas que se tienen de que en muchas ocasiones imbocando su patrocinio a librado a muchas ciudades de la enfermedad pestilencial y contagiosa. No debía confiar mucho en el remedio el Obispo de la diócesis, D. Francisco Rojas y Borja, que seguramente había leído el Decamerón y optó por quitarse de en medio para refugiarse en su palacete de La Ñora hasta que pasara el temporal.
En la actualidad, las pestes medievales han sido sustituidas por plagas más a ras de suelo. En nuestra región, las calamidades se abaten sobre el personal como el granizo que azota periódicamente el Altiplano.
Tenemos un aeropuerto en Corvera que, además de no servir para nada, nos va a costar una ruina, como ha pasado con los de Burgos, Albacete, Castellón y Ciudad Real, pero el presidente Valcárcel dijo en la Asamblea que ya se hablaba de ese aeropuerto en 1935, cuando los aviones iban todavía a pedales. Él no ha hecho más que ponerlo en marcha (con la aquiescencia, por cierto, del PSOE); el AVE llegará cuando llegue si es que llega algún día. Por lo pronto, el Director General de Murcia Alta Velocidad y Cartagena alta Velocidad se ha quitado de en medio antes de que lo salpique el desastre; en la Asamblea Regional, las mociones de PSOE e IU tardan hasta dos años en sustanciarse, en un alarde de agilidad democrática; este año no se convocan plazas para oposiciones de secundaria, porque solo se podían sacar 47 y “para poca salud, ninguna”; el alcalde Cámara, en una pirueta legal, pide la nulidad del caso Umbra desde Enero de 2011, arena sobre el yacimiento, como se ha hecho en San Esteban, y aquí no ha pasado nada; la variante de Camarillas entra y sale de los presupuestos como si bailara la yenka, no se sabe si acabaremos por verla terminada en este siglo; pasa lo mismo con la autovía del bancal, que desemboca de forma abrupta en un huerto de limoneros para sombro de los que por ella circulan.
Y digo yo, vista la eficacia manifestada, bien por la Virgen del Rosario, bien por los santos Sebastián, Roque y el Arcángel San Miguel en la feliz resolución de pestes ancestrales, ¿No sería práctico que el actual Consistorio que tan buenas relaciones con las alturas mantiene, los conminara a echar una mano en este desbarajuste que nos aqueja?

(Este artículo se publicó en VEGAMEDIAPRESS el 11.10.2013)

martes, 5 de febrero de 2019

CHATOS Y NAPIAS


Cuando la conoció quedó prendado, aunque se dio cuenta enseguida de que ya nunca podría emplear una de las expresiones que le gustaba utilizar con frecuencia: chatilla. Y es que aquella chica lo era de forma extremada. Era chata como “la Chata”, popular hermana de Alfonso XII, chata como un japonés chato, el colmo de la chatez, chata del todo. Lo cual resultaba gracioso, porque él tenía una nariz de considerables dimensiones. En el colegio le llamaron “Napy” y arrastró el mote durante toda su vida. Era la suya muchísimo nariz, nariz tan fiera…, prominente y altiva, entre borbón, Cyrano o Pinocho, que le precedía como un heraldo y de la que se sentía orgulloso.


Encajaron como la llave en la cerradura y pronto fueron uno. Les sonrió la fortuna. Todo iba de maravilla, salvo el pequeño detalle del acoplamiento facial: a él le sobraba lo que ella no tenía. Cada uno fingía no advertirlo, pero allí estaba.
Ese verano decidieron pasar las vacaciones con las familias respectivas, él en su pueblecito de la Mancha, ella con los abuelos de Jaén.

Cuando se reencontraron en Atocha les paralizó la sorpresa. Ambos había pasado por el taller de las batas verdes: a ella le habían añadido y a él le habían quitado.
Pero no eran los mismos. Nada volvió a ser igual.




martes, 29 de enero de 2019

BOINAS, GORRAS Y SOMBREROS


García Márquez nos relató en su momento la importancia de colocar un letrero explicativo sobre cada cosa o animal cuando los habitantes de Macondo perdieron la memoria afligidos por la peste del insomnio. Explicaba como ejemplo el letrero que José Arcadio Buendía había colocado en la cerviz de la vaca: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche.
Mi abuelo, modesto terrateniente de la zona de Nerpio, tenía colocado en el zaguán de su casa este otro letrero sobre una percha situada detrás de la puerta:
Percha: adminiculo que sirve para que el visitante de esta casa deposite, mientras permanezca en ella, la boina, gorra o sombrero de que venga provisto.
Pretendía mi abuelo, como enseguida habrá colegido el sagaz lector, que sus visitantes del entorno no permanecieran durante su estancia en la casa con la prenda de cabeza encasquetada en ella, lo que era a la sazón costumbre generalizada por aquel territorio. Creía mi abuelo que, como el Emperador Carlos cuando implantó en nuestro país la etiqueta borgoñona, en lugar cerrado suponía una descortesía hacia el anfitrión permanecer cubierto. Ignoro si mi abuelo, al igual que el Emperador, eximía de esa formalidad a los Grandes de España cuando le visitaban.

Han cambiado los tiempos, seguramente para bien, y esas exigencias protocolarias y otras normas de conducta social se han desleído como los antiguos azucarillos se disolvían en el café. Por fortuna, hoy día, nadie se extraña de que las prendas de cabeza utilizadas, bien como adorno, bien como imprescindible prótesis, permanezcan en su lugar cuando el usuario se encuentra en sitio cerrado, banquetes, espectáculos, incluso en actos públicos o en tertulias televisivas. No es extraño verlos en esos lugares con la gorra encasquetada hasta las orejas, como si se la hubieran embutido a presión.
Seguramente es un avance de nuestras modernas sociedades dar al traste con costumbres añejas y eliminar de nuestra convivencia diaria normas antediluvianas y protocolos sociales anticuados, como los saludos mañaneros, los usted perdone, ceder el paso a las señoras o el asiento en los autobuses a los mayores o disminuidos. No puedo por menos que regocijarme de ello y animar a los “engorrados permanentes” a que no prescindan de tan útil prenda ni en los momentos más íntimos, pero me reservo el derecho de despojarme del sombrero cuando entro en un lugar público, llego a casa de unos amigos o saludo a una señora. ¡Que le vamos a hacer! Como ustedes habrán deducido, pertenezco a una raza coetánea del Tiranosaurius Rex.



martes, 15 de enero de 2019

ALTERNANCIAS


Los gobernantes romanos en las diferentes fases políticas por las que atravesó la nación Monarquía, Republica e Imperio, se aplicaron con tal denuedo a producir leyes que aún hoy son la base de la legislación de muchos estados europeos. El estudio del Derecho Romano es materia que por lo compleja y minuciosa sigue proporcionando innumerables dolores de cabeza a los estudiantes de nuestras facultades. Después de los romanos, siguieron los visigodos la misma tónica de abundancia legislativa, esta vez conciliar; se cita, como ejemplo de inoperancia de la legislación visigoda el excesivo volumen de normas reguladoras sobre los mismos asuntos. La abundancia de leyes, como la de cualquier otra cosa, no resulta medida de su excelencia, es preciso que sean también de calidad, es decir, justas, oportunas y reflejo de la sociedad que pretenden regular amén de estar dotadas del necesario presupuesto para que su implantación las haga viables. Dictar leyes por meras razones ideológicas o represivas suele conducir a la ineficacia y el ridículo.
Las leyes solo se cumplen, son oportunas y culminan su función primordial de regular las conductas de los ciudadanos cuando son justas y aceptadas sin reservas, proporcionando a la sociedad los cauces adecuados para una adecuada convivencia.
Hemos vuelto, por desdicha, a los tiempos de alternancia partidista en los años de Isabel II. Puede que aquel sistema de gobierno respondiera a una exigencia histórica o a una mera cuestión de supervivencia política, pero hoy las circunstancias y los hombres son bien diferentes. Aquellos eran pactos entre caballeros (especie en vías de extinción), cuyo primer compromiso era no echar por tierra lo edificado por los adversarios políticos en el periodo anterior. Hoy asistimos a todo lo contrario: unos y otros prometen a sus seguidores derribar el edificio legislativo que no les parece adecuado en cuanto logren hacerse con el poder. Así, como en una triste parodia de Sísifo y su peñasco, jamás daremos por acabada la toma del Palacio de Invierno, nos interrumpiremos en el camino teniendo que acatar nuevas reglas que se cambian a mitad del partido. En los tiempos que padecemos, con unas administraciones sobredimensionadas, unos reinos de Taifas cuyo ineficaz mantenimiento es insostenible, unos reyezuelos locales que, en su megalomanía dilapidan nuestros ahorros en proyectos ilusorios y  ansían hacer del pueblo ciudad, de la ciudad emporio y de la región nación, este vaivén legislativo es solo otro más de los disparates que se ciernen sobre nuestro maltrecho esqueleto.
Pluga al cielo que logremos ver tiempos mejores.



martes, 8 de enero de 2019

VOX EN LA TERTULIA


 Las fiestas navideñas han mantenido la tertulia bajo mínimos. El Cacaseno se adelanta de ordinario para hacerse con uno de los periódicos locales, aunque según reflejan los manchurrones de aceite que adornan sus páginas, alguien madrugó más.
Después de los saludos y deseos de fortuna para el año que acabamos de inaugurar, el Dr. Mateo, que disfruta de vacaciones en el pueblo, inicia la conversación:
— ¿Algo nuevo este año, Cacaseno?
— La esquizofrenia de siempre; abro el periódico y me encuentro un titular que dice: “Ha llegado el momento de que las mujeres sean escuchadas” ¿a estas alturas aún no las escuchamos?, me pregunto. JxCat, renacida de las cenizas de la antigua Convergencia presiona para investir de nuevo a Puigdemont, al parecer, quiere ser otro Guadiana. ‘La manada’ disfrutando de libertad como si lo suyo hubiera sido una leve broma de mal gusto. Garre confía en una ‘despertá murciana’ frente al auge de Vox. El aeropuerto de Corvera –al que algunos llaman el parto de los montes-, terminado desde el 2012, parece que por fin se va a poner en marcha, facilitando a los murcianos que lo deseen viajar hasta los más recónditos lugares del universo, menos a España de la que solo se podrá visitar Asturias. He oído a un periodista de la SER: “El hecho de que Vox exista es suficiente para quedar invalidado como socio ante los ojos de PP y Ciudadanos”. Por si fuera poco, ya tenemos la primera víctima de violencia machista en Laredo con veinte puñaladas. La esquizofrenia total.
Juan de la Cirila salta.
—Te veo venir, Mateo, estás contra Vox, ¿a que sí, Fernández?
Fernández se concentra en la tostada como si el asunto no fuera con él. Cuando el Dr. Mateo asiste a la tertulia, prefiere dejarle el papel de moderador.
—No estoy contra nadie, no me gustan las palabra ‘contra’ ni ‘anti’. Baste decir que “ese partido del que usted me habla” está muy lejos de mi postura política y que, desde luego, no se me ocurriría votarlo jamás.
—De acuerdo, Mateo, es una decisión personal y respetable, lo que no me puedes negar es que se trata de un partido igual de legal que todos los demás.
—Ahí está el busilis de la cuestión, Juan. No acabo de entender como un partido que traslada la carga de la prueba a las mujeres violadas, por no hablar de otras cuestiones contempladas en su ideario, pueda ser legal. Por cierto ¿Has leído los cien puntos del programa de Vox?
—No
—Pues por ahí habría que empezar. A lo mejor cambiabas de opinión y en vez de votar con las tripas (en el curso de una mala digestión), votabas con la cabeza.
—Tampoco es eso, Mateo –tercia Fernández- no entremos en el terreno personal. El asunto es complejo y algo de responsabilidad habrán  tenido los partidos de izquierda para dar lugar a este fenómeno que recorre Andalucía a caballo, con grande sorpresa de tirios y troyanos. No he oído el menor atisbo de autocrítica, ni en Andalucía ni en Madrid. Y me hubiera gustado.
—Lo más sensato que se ha dicho esta mañana: ‘el asunto es complejo’. Si no nos ponemos de acuerdo cuatro viejos amigos en una tertulia mañanera ¿Cómo queremos que haya una miaja de buen sentido en un país de opiniones tan diversas?
Ahí las dao, Mateo, dos caminos tenemos: o el ruido y la furia, o respeto y dialogo. Y si estos políticos no lo entienden, a tiempo estamos de poner otros.






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martes, 1 de enero de 2019

POSTRIMERÍAS


 Fue incapaz de reaccionar cuando aquel grandullón salió corriendo con la mitad del polo que aún le quedaba. Se quedó quieto, experimentando por primera vez la sensación de pérdida definitiva. Y de injusticia. Y el ansia de venganza cruel y despiadada. Le afloraron lágrimas de impotencia.
Olvidó pronto el incidente (cuando consiguió de su madre el dinero para otro helado). Pero un sentimiento extraño se le quedó para siempre anudado a las tripas: nada dura eternamente, no existe lo definitivo, cualquier cosa es susceptible de acabar en forma abrupta e inesperada. Hay que estar preparado para cuando las cosas lleguen al final inexorable.  Quizás a eso se referían los curas cuando le hablaban de “las postrimerías”. Acaba el manjar que nos resulta placentero, y el amor, el sexo, la dicha, el dolor. Acaba siempre el placer por más que nos empeñemos inútilmente en prolongarlo, pero lo último también forma parte de lo primero; entonces nada empieza ni acaba, todo continúa, como un círculo que no tiene principio ni fin. Habrá que estar preparado para tomar el final con la misma alegría que se tomó el principio.
Creció con ese sentimiento, que lo fue volviendo temeroso y taciturno, con frecuencia ensimismado. Comprendió por igual a los que se negaban a considerar lo efímero de las cosas humanas viviendo en la inconsistencia evanescente, y a los que hacían de las postrimerías el reflejo permanente de su vivir diario, a los botarates y a los monjes de clausura. Entre la cigarra irreflexiva y la hormiga conservadora, intentó encontrar una tercera vía de la que siempre acababa cayendo hacia uno u otro lado.
Y continuó buscando, creyéndose un inquieto privilegiado sin saber que la búsqueda es el estado natural del hombre y que no hacía nada que lo diferenciara de los demás mortales. Visitó muchas creencias y acabó entendiendo que todas eran la misma, que el afán de trascendencia era tan potente que inventaba mundos y dioses con tal de distraer la atención de la única verdad. Pero aprendió algo de cada una de las creencias: que jamás ninguna de encontraría cobijo en su corazón.
De maestros budistas aprendió el no-ser y la contemplación de la única realidad: considerar la muerte como parte de la vida y experimentarla en cada acto, en cada momento, en cada pequeña muerte que late en el sueño diario y en el final definitivo de las cosas queridas.
Supo que un día, tarde o temprano, estaría liberado de aquella sensación de pérdida que conoció cuando le arrebataron su helado. Nada de lo que tuvo era suyo y nada de lo que perdiera podría dañar su corazón.


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