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martes, 5 de febrero de 2019

CHATOS Y NAPIAS


Cuando la conoció quedó prendado, aunque se dio cuenta enseguida de que ya nunca podría emplear una de las expresiones que le gustaba utilizar con frecuencia: chatilla. Y es que aquella chica lo era de forma extremada. Era chata como “la Chata”, popular hermana de Alfonso XII, chata como un japonés chato, el colmo de la chatez, chata del todo. Lo cual resultaba gracioso, porque él tenía una nariz de considerables dimensiones. En el colegio le llamaron “Napy” y arrastró el mote durante toda su vida. Era la suya muchísimo nariz, nariz tan fiera…, prominente y altiva, entre borbón, Cyrano o Pinocho, que le precedía como un heraldo y de la que se sentía orgulloso.


Encajaron como la llave en la cerradura y pronto fueron uno. Les sonrió la fortuna. Todo iba de maravilla, salvo el pequeño detalle del acoplamiento facial: a él le sobraba lo que ella no tenía. Cada uno fingía no advertirlo, pero allí estaba.
Ese verano decidieron pasar las vacaciones con las familias respectivas, él en su pueblecito de la Mancha, ella con los abuelos de Jaén.

Cuando se reencontraron en Atocha les paralizó la sorpresa. Ambos había pasado por el taller de las batas verdes: a ella le habían añadido y a él le habían quitado.
Pero no eran los mismos. Nada volvió a ser igual.




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