Nunca pudo recordar cuándo empezó a
manifestarse aquella extraña cualidad que habría de acompañarle para siempre. Las
imágenes más antiguas de su memoria eran un cuerpecillo regordete e indefenso
rodeado de sabanas espumosas y de la infinita panoplia de olores que le
invadían: olor a espliego de las sabanas, olor agrio y dulzón de sus orines,
olores corporales entremezclados con fragancias, algunas repugnantes, de las
personas que se inclinaban sobre la cuna musitando tonterías como si él las
entendiese. Pronto se dio cuenta de que el mundo estaba compuesto de elementos
que tenían un olor característico, un olor que solo él era capaz de percibir. Eso
lo sumió, al principio, en una extraña desazón. Sentirse diferente no resulta cómodo,
pero aprendió enseguida que no podía compartir aquella percepción con nadie. Sus
primeros amigos no sabían de qué les hablaba. Para ellos no existía el olor a comida
rancia, a polvo de siglos, a vetustez y carcoma que flotaba por todo el
colegio. Ni el acre olor corporal que salía de las sotanas con patina de siglos
de sus maestros, ni el pimpante olor a primavera cuando, a primeros de abril se
abrían las ventanas. Los demás parecían no tener narices; para él eran su medio
de contacto con el mundo. Los olores eran como un arco iris donde caben todos
los colores: cada cosa tenía el suyo y cada olor hablaba del objeto o la persona de donde procedía.
Los objetos hermosos tenían olores agradables. Los feos, olores “negros”, igual
que las personas; unas eran amables, acogedoras, buenas, atractivas; esas
tenían colores hermosos, blancos, olores que le llegaban hasta el fondo del
estómago y le hacían sentirse feliz cuando se acercaba a ellas. Otras tenían
olores oscuros, repugnantes que trasmitían sus sentimientos de mezquindad,
avaricia o egoísmo. Su cercanía le provocaba un malestar que lo hacía palidecer
y le bañaba la frente en sudor. A veces fantaseaba con la posibilidad de
asfixiarlas lentamente mientras respiraba todas las gradaciones de olor que
tendría el miedo a medida que la muerte fuera llegándoles al corazón. Era una
fantasía recurrente, y le agobiaba la certeza de que algún día, cada vez más
cercano, se vería obligado a realizarla.
No fue hasta muchos años después que leyó El perfume y supo que no estaba solo.
Este relato fue publicado en la antología Con un par de narices, editorial La Esfera cultural, Marzo de 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario