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sábado, 6 de agosto de 2022

ENCUENTRO EN WILLIAM

(Foto cortesía de Miguel López Guzmán)
 

A mi amigo Juan, donde quiera que se encuentre.

La tenue luz del amanecer se colaba por los intersticios de la ventana mal ajustada dibujando contornos fantasmales entre los muebles de la habitación: la lámpara holandesa de seis brazos regalo de sus padres que nunca le había gustado a su mujer pero que allí seguía años después de que ella ya no estuviera; el tocador con el amplio espejo donde la recordaba cepillándose el pelo antes de acostarse; el cristo sangrante de brazos enclavados que tantas veces se había prometido donar a alguna asociación caritativa pero que no encontraba el momento de quitárselo de encima; objetos que ahora le parecían ajenos pero que formaban parte de una existencia a la que no se decidía a renunciar.

Le asaltó una sensación amarga recordando retazos del último sueño: las imagines de Los Soprano que había estado viendo en la televisión hasta que se quedó dormido, mafia, injusticia y crimen, mezcladas con sus tiempos de estudiante y la angustia de unos exámenes a los que siempre se enfrentaba con la sensación de fracaso. Se esforzó en hacer memoria de algunos detalles más y recordó unos exquisitos gazpachos en El Asilo. Entonces apareció Juan, el compañero entrañable de aquellos lejanos tiempos. Un hombre del que siempre había envidiado la seguridad, el aplomo y la capacidad de decisión. Mientras los demás estudiantes se esforzaban asistiendo a las soporíferas clases de una universidad cutre con profesores sobrevivientes de época glacial, Juan, que asistía a las clases de tarde en tarde, aprobaba con facilidad asignaturas en las que los demás se clavaban durante años. El temible monstruo de Conocimiento de Materiales famoso por la larga tradición de suspensos que lo acompañaba desde tiempo inmemorial, había sido soslayado por Juan en el primer envite sin esfuerzo aparente. Aquel hombre estúpido cuyo éxito como profesor se cimentaba en el número de suspensos anuales, siguió enseñoreado de su cátedra durante muchos años.

Juan empleaba el tiempo que no dedicaba a estudiar a misteriosos negocios inmobiliarios que debían reportarle pingües beneficios porque siempre disponía de dinero y vestía de una forma que para el resto de los compañeros resultaba inalcanzable. Mientras los demás dependían de los magros recursos familiares, el ya había conquistado la independencia económica. Sin esfuerzo habría sido considerado como un “dandi”. Recordaba sus zapatos Yanko y los elegantes polos de Lacoste que lo hacían destacar entre los demás, en una época de austeridad en las que aquellas prendas estaban reservadas a los pocos que podían acercarse a la tienda de Roger. Se matriculó en Derecho en la universidad de Murcia, lo que había constituido para él un “paseo por la castellana” de la misma forma que la primera Ingeniería Técnica que habían estudiado juntos en Cartagena.

 

Una vez recuperada del sueño, la imagen de Juan se volvía más nítida y los recuerdos acudían en tropel. Recordaba la casa de Vistabella visitada alguna tarde, donde Juan había vivido con sus padres, sus numerosos hermanos algunos de los cuales había alcanzado altos puestos en la magistratura y en la banca de donde procedía su padre. Después de su matrimonio con una bella cartagenera, se asentó su fama de abogado de prestigio que trabajaba para unos pocos clientes escogidos. Había instalado su bufete en dos amplías dependencias de su piso en una zona céntrica de la ciudad y allí habían tenido lugar las amenas reuniones protagonizadas por Jack Daniel, el único wiski que merecía su aprobación. La razón de aquella americanización alcohólica como tantos otros rasgos de su carácter quedaría para siempre entre los misterios sin resolver.

Hacía unos años que no se habían vuelto a encontrar, la vida transcurría cada vez a mayor velocidad y los acontecimientos se precipitaban en un torbellino que lo arrasaba todo a su paso. De pronto se dio cuenta de que había entrado en una venerable senectud y sintió la necesidad de volver a una de aquellas charlas de Jack Daniel y humo de pipas. Echó mano al teléfono:

—¿Juan?

—……

—Estaba recordando viejos tiempos y he pensado que es hora de que volvamos a nuestras charlas de wiski y pipa. En tu casa, en la mía o donde prefieras. 

—…

—Cuando quieras, yo estoy siempre disponible. Hace años que no tengo nada importante que hacer.

—…

—De acuerdo, nos vemos en la terraza del William, a las siete. ¿Te parece buena hora?

—…

—Perfecto, hasta entonces.

Dejó el teléfono con satisfacción. Liquidada una deuda que tenía pendiente. Se había propuesto no dejar asuntos sin resolver a la vista de que el tiempo menguaba cada vez a mayor velocidad. Las cinco, le quedaba tiempo suficiente y Melampo andaba alborotando hacía rato con la correa de salir a pasear en la boca. Se preguntó una vez más qué coño hacía dedicando sus ratos de ocio a pasear tres veces al día a aquel perro mil leches recogido de la perrera municipal. Él, que para que no se le acumularan los platos en el fregador requería la ayuda de una asistenta dos veces por semana. 

A las seis y cuarto dejó a Melampo en su cojín y la bolsita de cagarros, fruto de su paseo por el parque, en la basura. Le gustaba hacer las cosas con tiempo. De su casa al William había menos de diez minutos, pero el recorrido se le hizo extrañamente farragoso. Por alguna extraña razón se equivocó de calle dos o tres veces y se encontró deambulando por esquinas que le parecieron desconocidas y edificios que nunca había visto. Por un momento le asaltó la angustia de no llegar a la hora, la misma que le solía acometer la víspera de los exámenes hacía tanto tiempo. Cuando se encontró por fin en replaceta donde los camareros del William instalaban las mesas vio a Juan de pie, en un extremo de la terraza, aplicado en encender su pipa de espaldas al poco airecillo que soplaba a través del arco de Santo Domingo. Llevaba sus inconfundibles zapatos Yanko bien lustrados, los pantalones con la raya recién trazada y su inconfundible polo con el cocodrilo boquiabierto. Se acercó a saludarlo, pero no era Juan, sino un señor desconocido de pelo cano que encendía un cigarrillo minúsculo. De repente recordó que Juan había muerto tres años antes después de luchar contra un cáncer de pulmón durante mucho tiempo. Y por fin despertó.

 

 

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