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martes, 19 de junio de 2018

ISMAIL


Mi amigo Ismail es buena gente. Nació en un pueblecito colgado en las laderas del Rif y cuando se hartó de pasar hambre y de pastorear una punta de escuálidas cabras -lo que constituía su labor diaria desde que cumplió los siete años-, reunió lo suficiente y se embarcó en una patera rumbo a España. De eso hace ya muchos años. Ahora Ismail es padre de familia, vive en el pueblo y respeta y es respetado por sus vecinos. Trabaja ocasionalmente en época de fruta, cobra en negro a cuatro euros la hora, y el resto del tiempo subsiste gracias a su pensión no contributiva. Los años de duras labores campesinas no perdonan y su espalda se resiente de vez en cuando, pero tiene una buena cobertura médica y su incipiente diabetes se controla perfectamente con las tiras coloreadas de que lo proveen regularmente en su centro de salud. Su mujer contribuye al mantenimiento de la casa cuidando hijos de otras vecinas magrebíes que tienen trabajo en las industrias de la localidad.
Ismail viste a la europea, y de no ser por su semblante moreno, nada lo distingue de un habitante de Castellón de la Plana o de Pola de Siero. Rahima, su mujer, no. Rahima siempre lleva amplios ropajes que enmascaran la figura. La mujer no debe provocar, amén de que esas ropas y el hiyab sin el que jamás sale a la calle, conforman una parte importante de su identidad, anuncian: “soy musulmana”. Ella también va a la Mezquita los viernes, aunque no reza cinco veces al día como Ismail; el Profeta es menos exigente con las mujeres. A la mezquita acude los viernes con su marido, aunque se ubican en salas diferentes. No es bueno que hombres y mujeres permanezcan en lugares comunes, la promiscuidad no es del agrado del Profeta.
Cuando llega el Ramadán, que llega todos los años aunque no en el mismo mes, Ismail intensifica sus rezos, come de noche y duerme de día. El Ramadán en un mes santo para los musulmanes, que celebran la entrega del Corán a Mahoma por el Arcángel Gabriel. Con su celebración, a los que practican el Islam les son perdonados sus pecados, “como si fueran quemados”. El Ramadán es una buena medida profiláctica que sana el cuerpo y el espíritu.
Ismail y Rahima tienen dos hijos nacidos españoles, Mohamed y Fatimetu. Mohamed es mecánico de coches y trabaja en el taller de un concesionario. Le hacen un contrato de seis meses y lo mandan al paro otros tres, así lleva desde que acabó los cursos de FP. Sale con una pandilla de chicos del país y tiene una novia que no es del agrado de sus padres. Fatimetu estudió auxiliar de enfermería en una escuela privada y estuvo trabajando en una residencia de ancianos durante dos años. Vestía pantalones vaqueros y nunca llegó a utilizar el hiyab. Sus padres le concertaron un matrimonio con un primo de Ismail ya talludo. A partir de ese día viste como el resto de mujeres magrebíes, hiyab incluido. Lleva a su hijo al colegio público y procura que se relacione con amigos musulmanes. Dos tardes por semana el niño va a la madraza donde el imam de la comunidad les enseña a recitar el Corán; Fatimetu quiere que sea buen musulmán, como sus padres, como sus abuelos.
El pueblo donde viven es un pueblo tolerante y acogedor, hay una sociedad caritativa que en tiempos de penuria reparte alimentos de primera necesidad entre los más desfavorecidos, sin hacer distinción de tirios ni troyanos. Fatimetu acude a veces y complementa su despensa.
Tanto Fatimetu como su madre compran, en las tiendas halal que se han instalado en el pueblo, los alimentos permitidos por la saria, ley religiosa que impera en los países musulmanes. Esos establecimientos garantizan que los animales de consumo han sido sacrificados con arreglo a los preceptos religiosos: un varón circuncidado, de cara a La Meca, con un doble paso de cuchillo en la garganta para propiciar el completo desangrado, y recitando las adecuadas palabras de alabanza a Dios.
Ismail y su familia, están plenamente integrados.



martes, 5 de junio de 2018

LA MAR


Durante mis primeros años el mar fue una perspectiva inabarcable por la que unos cuantos pilluelos nos aventurábamos en un esquife de remos. Llenos de sueños infantiles, pretendíamos emular hazañas mal leídas y peor interpretadas en las que se mezclaban sin tino Colón con los Vikingos de Vineland, El Corsario Negro y la Perla de Labuán, o Sandokán con sus tigres de Mompracem.
Tardé poco  (lo que tardan en desvanecerse los sueños infantiles) en averiguar que aquel era un mar finito y limitado, “una laguna interior”, como dicen ahora los folletos turísticos en un vano intento de atraer extranjeros con posibles, y que “el mar mayor” como llamábamos a la enorme extensión que comenzaba al otro lado de la Manga, era el auténtico mar, el mar inabarcable.
Poco después, anclado en Tarragona durante una temporada, descubrí fascinado aquella extensión de vacío azul con cargueros no más grandes que una hormiga en lontananza, observados desde el “Balcón del Mediterráneo”. Allí pasé largas tardes de añoranza reconfortándome con la idea de que aquel mar era el mismo que bañaba las costas de mi tierra lejana y acaso llevaría hasta ella un punto de mi triste desesperanza. Pero también se quedó pequeño. Por entonces descubrí a Henry Pirenne y supe que lo había reducido a un familiar lago, el “mare nostrum”, y que los romanos habían hecho de él cuna y vehículo de una cultura común después de adueñarse y asimilar la fenicia y la griega.
Andando el tiempo, desde el delta del Nilo, cerca de El Cairo multiforme y bullicioso, en una tarde de sosiego imprescindible, imaginé las columnas de Hércules que me parecía adivinar entre las brumas, hacia occidente; y el estrecho que da paso a otro mar infinito, paso breve que tantas veces habría de cruzar años después. El mar, la mar, como le llaman los que tienen más familiaridad con él, continuó fascinándome siempre, como deja boquiabiertas  a las gentes de tierra adentro la primera vez que contemplan sus azules.
Descubrí luego el Cantábrico, nervioso y movedizo, de olas cortas y ariscas, espumeando las rocas perceberas, que se arremansa solamente en las rías serpenteantes de verdor para nutrir las incontables bateas de mejillones. Allí conocí el fenómeno de las mareas que cambian cada pocas horas el perfil de la costa. Luego navegué por el Bósforo que separa el pasado y el presente de nuestra historia, crucé el Cuerno de Oro en medio de su incesante barahúnda y me parecieron todavía vecinos los otomanos y los mamelucos de tiempos napoleónicos.

Pero ningún mar conmovió mi corazón y llenó mis ojos como el Atlántico, cuando tuve ocasión de contemplarlo a lo largo de la costa que va desde Marruecos a Senegal bajando por tierra mauritana. Hay una carretera que, bordeando la costa llega desde Safi en Marruecos hasta Dakar, en Senegal, y permite viajar durante miles de km. con un ojo puesto en cada uno de los desiertos, el azul y el rojo, separados por los escarpados farallones donde se estrellan las altas olas impotentes. Es el mismo mar que, más sosegado, puede verse en las costas de Huelva de playas infinitas, o en Portugal, donde inspira el melancólico y dulce sonido de los fados. Allí, en Figueira da Foz, presencié, acunado en amorosos brazos, las más bellas puestas de sol que nunca imaginara y que permanecerán en mi recuerdo para siempre. De la misma forma que en Japón se goza el privilegio de ver nacer el sol cada amanecer, allí se disfruta de un ocaso mágico que invita a cultivar la esperanza del día siguiente.

El mar, la mar.



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