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martes, 11 de agosto de 2020

EL DISCURSO DEL PRESIDENTE


Hay un conocido libro de Oliver Sacks (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero) que trata de sus experiencias clínicas con pacientes afectados de trastornos neurológicos a lo largo de muchos años de profesión. Me ha impresionado especialmente el capítulo 9 que se titula como el encabezamiento de estas letras. Y me parece procedente dedicarle algún comentario.
Cuenta sus vivencias en el pabellón de afásicos de uno de los centros en los que desarrolló su actividad profesional en Nueva York. Entre ellas, esta: un día de visita, le sorprendió escuchar las carcajadas estertóreas de los pacientes que estaban presenciando el discurso del Presidente por televisión en la sala que tenían destinada al efecto.
La afasia global o receptiva, nos explica, incapacita para entender las palabras en cuanto a tales, a pesar de que permite comprender la mayor parte de lo que se oye si se habla a los pacientes con cercanía y naturalidad. La razón es que el habla natural no consiste solamente en palabras ni en proposiciones, sino en expresión, una manifestación externa de sentido con todo el propio ser que implica una comprensión que va más allá de la mera identificación de las palabras. Esa es la clave de la capacidad de entender de los afásicos aunque no se les alcance el sentido de las palabras. A un afásico no se le puede mentir porque, no es capaz de entender por completo el significado de las palabras y precisamente por eso no se le puede engañar con ellas. Lo que capta lo capta con una precisión asombrosa, y lo que capta es la expresión que acompaña a las palabras, esa expresión involuntaria, espontanea, completa que nunca se puede deformar o falsear con tanta facilidad como el mensaje oral. Expresado en otros términos, lo que denominamos el lenguaje no verbal que es el espejo de las emociones y sobre lo que trabaja la programación neurolingüística, hoy bastante desacreditada. Como dice Nietzsche, “se puede mentir con la boca, pero la expresión que acompaña a las palabras dice la verdad”.
Algo parecido ocurre con los perros (aunque la comparación no sea afortunada para ninguno de los dos colectivos), que no pueden entender el significado de las palabras pero captan a la perfección el tono y el sentimiento, por eso saben de quien se pueden fiar y en quien pueden depositar su afecto o rechazarlo con temor. En ese aspecto es muy difícil engañar a un perro.
Lo curioso del caso es que nadie quiere ser engañado y mucho menos -como mecanismo de defensa-, reconocer que ha sido engañado, como reza la frase atribuida a Oscar Wilde: “Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada”
El capítulo acaba con unas palabras que no me resisto a copiar:
Ésa era, pues, la paradoja del discurso del Presidente. A nosotros, individuos normales, con la ayuda indudable de nuestro deseo de que nos engañaran, se nos engaña genuina y plenamente (Populus vult decipi, ergo decipiatur [1]). Y el uso engañoso de las palabras se combinaba con el tono engañoso tan taimadamente que solo los que tenían lesión cerebral permanecían inmunes, desengañados.
 “La paradoja del discurso” me proporcionó la ocasión de reflexionar sobre el asunto que comparto con ustedes.



[1] La gente quiere ser engañada, engañémosla (trad. Libre)

viernes, 7 de agosto de 2020

DESPERTARON

Despertó el Hombre de su larga noche y se maravilló de lo que vio a su alrededor, de cuanto de excelso y extraordinario había en él mismo. Podía pensar, deducir, prever, experimentar, reír, llorar, amar. Y se dijo: “esto no puede ser fruto de la casualidad ni de la evolución. No tenemos nada que ver con nuestros parientes más cercanos, los grandes simios y mucho menos con las ratas, las pulgas o los peces. El mismo ser, inmenso, inabarcable, que ha creado el universo cuya magnitud somos incapaces de comprender, nos habrá creado, puede que a su imagen y semejanza. ¿Con que objeto? Probablemente con el mismo que al resto de los animales que pueblan el planeta, con el mismo que a tantas galaxias, estrellas y soles con que ha vestido el universo: como muestra de su poder infinito o para alivio de la áspera soledad en que se veía atrapado desde el principio de los tiempos: Díjose entonces Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre todos cuantos animales se mueven sobre ella”. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra. (Gen.1, 26)”.
Y el Hombre se esforzó en aplacar las iras de ese ser omnipotente, que eran frecuentes. De vez en cuando la tierra se estremecía y dejaba salir de sus entrañas ríos de fuego que arrasaban valles y montañas; o las aguas embravecidas de los mares inundaban la tierra acabando con toda vida que encontraran a su paso; o caía el rayo imprevisible que incendiaba bosques y llanuras dejando la tierra yerma para mucho tiempo. Aparecieron los intermediarios que conocían los designios de la divinidad y aleccionaron a las gentes sobre la mejor forma de ofrecerle sacrificios propiciatorios con los que hacerse acreedores a un buen futuro en la próxima vida. Ésta era solo una etapa más en la larga cadena de reencarnaciones a que cada espécimen estaba sujeto. El pensamiento de una sola vida al cabo de la cual cada uno volvería al polvo inanimado del que salió, era inaceptable para su mente limitada.
Cada pueblo, cada civilización, le dio rostro y forma diferente a la divinidad y la concibió a su imagen y semejanza. Los intermediarios se llamaron a sí mismos sacerdotes y alentaron el culto a los dioses, que proveía su propio sustento. Dijeron que la edificación de costosos monumentos les resultaba grata a sus representados que necesitaban morada también en este planeta. Tendrían en cuenta sus esfuerzos a la hora de evaluar si las acciones de los hombres habían sido correctas, según los códigos que los dioses habían facilitado a algunos de sus representantes más conspicuos.
Pasaron los años y los siglos. El humano fue convenciéndose poco a poco de que, efectivamente, era el rey de la creación, de que cuanto había a su alrededor estaba creado para su uso y deleite. Y se lanzó a una devastación ciega de cuanto le rodeaba, incluidos otros seres humanos que no pensaban de la misma manera, o habían concebido a los dioses de forma diferente; inventó armas capaces de arrasar la tierra contaminar el mar y envenenar el aire. Solo una razón podía prevalecer por encima de todo: la del grupo humano dominante.

La extinción llegó como resultado de su propia estupidez. Y todo volvió a comenzar de nuevo.






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