Hay un conocido libro de Oliver
Sacks (El hombre que confundió a su mujer
con un sombrero) que trata de sus experiencias clínicas con pacientes
afectados de trastornos neurológicos a lo largo de muchos años de profesión. Me
ha impresionado especialmente el capítulo 9 que se titula como el encabezamiento
de estas letras. Y me parece procedente dedicarle algún comentario.
Cuenta sus vivencias en el pabellón
de afásicos de uno de los centros en los que desarrolló su actividad
profesional en Nueva York. Entre ellas, esta: un día de visita, le sorprendió
escuchar las carcajadas estertóreas de los pacientes que estaban presenciando
el discurso del Presidente por televisión en la sala que tenían destinada al
efecto.
La afasia global o receptiva, nos
explica, incapacita para entender las palabras en cuanto a tales, a pesar de
que permite comprender la mayor parte de lo que se oye si se habla a los
pacientes con cercanía y naturalidad. La razón es que el habla natural no
consiste solamente en palabras ni en proposiciones, sino en expresión, una manifestación externa de
sentido con todo el propio ser que implica una comprensión que va más allá de
la mera identificación de las palabras. Esa es la clave de la capacidad de
entender de los afásicos aunque no se les alcance el sentido de las palabras. A
un afásico no se le puede mentir porque, no es capaz de entender por completo
el significado de las palabras y precisamente por eso no se le puede engañar
con ellas. Lo que capta lo capta con una precisión asombrosa, y lo que capta es
la expresión que acompaña a las
palabras, esa expresión involuntaria, espontanea, completa que nunca se puede
deformar o falsear con tanta facilidad como el mensaje oral. Expresado en otros
términos, lo que denominamos el lenguaje
no verbal que es el espejo de las emociones y sobre lo que trabaja la
programación neurolingüística, hoy bastante desacreditada. Como dice Nietzsche,
“se puede mentir con la boca, pero la expresión que acompaña a las palabras
dice la verdad”.
Algo parecido ocurre con los perros
(aunque la comparación no sea afortunada para ninguno de los dos colectivos),
que no pueden entender el significado de las palabras pero captan a la
perfección el tono y el sentimiento, por eso saben de quien se pueden fiar y en
quien pueden depositar su afecto o rechazarlo con temor. En ese aspecto es muy
difícil engañar a un perro.
Lo curioso del caso es que nadie
quiere ser engañado y mucho menos -como mecanismo de defensa-, reconocer que ha
sido engañado, como reza la frase atribuida a Oscar Wilde: “Es más fácil engañar
a la gente que convencerla de que ha sido engañada”
El capítulo acaba con unas palabras
que no me resisto a copiar:
Ésa
era, pues, la paradoja del discurso del Presidente. A nosotros, individuos
normales, con la ayuda indudable de nuestro deseo de que nos engañaran, se nos
engaña genuina y plenamente (Populus vult decipi, ergo decipiatur [1]). Y el uso engañoso de las palabras se
combinaba con el tono engañoso tan taimadamente que solo los que tenían lesión
cerebral permanecían inmunes, desengañados.
“La paradoja del discurso” me proporcionó la
ocasión de reflexionar sobre el asunto que comparto con ustedes.