Soy
“cliente” del Mar Menor desde hace muchos años, desde que tenía seis o siete
hasta ahora, muchos decenios después. Primero lo cruzaba en un bote de aparejo
latino llamado “San José”, ocasionalmente en veleros de amigos, ahora en un
cayac que junto a mi reducida tripulación impulsamos, palada a palada, desde
estaciones diversas: La Ribera, Villananitos, Los Alcázares, Los Nietos, Punta
Brava, La Manga, dependiendo de dónde sople el viento de nuestro caprichoso
destino. Y he asistido, al principio con indiferencia, después con estupor,
ahora con pena, al desastroso
“desarrollo” de nuestro pequeño mar.
La
Manga, una ligera lengua de tierra que lo separaba del “mar mayor”, se colmató
en pocos años de edificios monstruosos, de miles de personas que la llenaban en
verano con ríos de coches amontonados en el cuello de botella en que se convertía
la única vía de acceso. Los pequeños barcos de pescadores se vieron desplazados
por enormes navíos, seguramente diseñados para espacios de mayor envergadura, y
de motos de agua –el artilugio más hortera y menos marinero del mundo- que
aparecían inopinadamente a velocidades de vértigo, causando natural pavor a los
descuidados bañistas.
Simultáneamente
“el progreso” hizo que se desarrollara una agricultura intensiva en el campo de
Cartagena, cuyos desechos y los de las desaladoras –en buena parte ilegales- vertían
el subproducto salino a unas aguas que parecían digerirlo todo. Y no era así.
Un espacio semi-cerrado como ese, tiene un límite. Quisimos hacer playas artificiales
con arenas de procedencia ignota que pervirtieron el ecosistema, mientras los
bañistas disfrutábamos creyendo que habíamos alterado la naturaleza en nuestro
beneficio. Y tampoco era así. Llegó un momento en que el mar dijo “no puedo más”.
Y se colapsó. Las aguas se volvieron pútridas, incapaces de digerir tanto
vertido residual de los cultivos, tantos residuos mineros cargados de metales
pesados, tantos emisarios que lo llenaban de nuestros detritus, tantos restos
de combustible vertidos por los potentes motores que las surcan… mientras
nuestras ineficaces administraciones miraban embobadas al feroz pelotazo
urbanístico, a los rendimientos de una agricultura esquilmante, a la
edificación sin tasa, a los beneficios inmediatos de tanto barco atracado por
doquier sin orden ni concierto.
¿Catastrofismo?
No, realidad. El daño ya está hecho. Los remedios, hasta ahora, han consistido
en poner redes para que las invasoras medusas no se adhieran a las espaldas de
los bañistas, o a propiciar autovías bancaleras para mayor afluencia del
personal, que se hunden a los pocos años de su construcción convirtiéndose en
peligrosa montaña rusa. La solución, otra chapuza, discos provisionales de
limitación a 80 Km/h. que nadie respeta.
Hace
poco, me comentaba un amigo viajero que en un lago alemán, de dimensiones
parecidas a nuestra mal llamada “laguna salada”, solo estaba permitida la
navegación a vela, a remo, o con motores eléctricos. Y uno se pregunta ¿no será
posible –nunca es tarde- un plan integral y coherente capaz de revertir esta
situación de la que todos somos responsables por inacción?
¿Cómo
es posible que nuestros administradores –de cualquier signo que nos toque
padecer- no escuchen de una vez por todas a los que de verdad saben del tema
–que los hay, aunque no en abundancia- y se apresuren con la valentía necesaria
a poner coto a este desafuero?
¿O
será que estamos condenados para siempre a clamar en un desierto, esta vez
marino?
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