FELINOS
MONTARACES
Para
Juan Serrano
Dice
mi amigo Juan Serrano que le gustan los gatos. A mí también. Tengo pactado con
el artífice del futuro -de forma unilateral-, reencarnarme en gato llegado el
momento, ser uno más de los que pasean por los alrededores de mi casa, que es
territorio conocido y amable. Son gatos -los de casa-, grandes, rústicos,
campesinos, habituados a buscarse la vida cazando roedores, ranas, pájaros,
cuanto se pone a su alcance. Paren junto a brazales escondidos, de los que
salen al cabo de un par de meses encabezando una recua de variopintos
pequeñuelos. A juzgar por lo diverso de la capa, se diría que son hijos de
padres diferentes; otro prodigio de la variabilidad genética, que diría el inglés
de luengas barbas. No son gatos domésticos ni sobones, sería violentar su
intimidad acercárseles demasiado, y menos acariciarlos. Buscan su espacio bajo
la gran morera que da sombra al porche y se levantan despaciosos para alejarse
unos metros, con lentitud estudiada, si me acerco demasiado. Me miran con
displicencia, como diciendo: “cada uno en su sitio ¡eh!, vamos a respetarnos”.
Y nos respetamos.
En
un rincón habilitado al efecto, dejamos a veces sustanciosas sobras de pescado.
Me miran desde lejos, sin inmutarse mientras sestean al sol, sin perder
detalle. Ponen ojos de indiferencia, como si nada de cuanto les rodea tuviera
la menor importancia, como si dejarse calentar por el sol fuera el único
esfuerzo que vale la pena en este mundo de aceleración creciente. A veces me
parece que su modorra fingida oculta cierta preocupación por las noticias que
la radio, siempre activa, esparce por la placeta: el último feminicidio, la
patera recién llegada, las elecciones de mi pueblo, los posibles pactos de unos
y otros…
Y
cuando la distancia de seguridad ha vuelto a establecerse, se aproximan al
rincón de la pitanza, lentamente, aceptando el óbolo con dignidad un poco
desdeñosa, “no creas que me mantienes porque me regalas unas migajas”, les
adivino pensar. Don Rodrigo, en sus últimos momentos, debía tener pensamientos
de gato.
Me
han contado que los gatos de ciudad son sometidos a aberraciones quirúrgicas,
que les quitan las uñas, los castran, los someten a “terapia” para que puedan
convivir con los humanos. Puede que sean inevitable daños colaterales de
nuestra amistad con ellos, pero sospecho que el de esos dueños y el mío no es
exactamente el mismo tipo de cariño por los mininos.
Mariano, yo me aficioné a los gatos por ver si ellos, como a Cortázar, me contagiaban su magia y la fantasía, la profecía y su elegancia en contar sueños y utopías. Ya sabes tú de la sorprendente libertad de estos animales. Envidio su independencia, su respeto y dignidad, su distancia tal cual tú la describes ("buscan su espacio"). Y por supuesto su elegancia y empatía, su valentía, astuta y disimulada. Te cuento: Un día tuve que llevar al perro al veterinario. Estaba en las últimas: convulsiones, vómitos y diarreas. el perro tal vez habría comido alguna sustancia venenosa. Recuerdo que era de noche. Liado en una manta metí al perro agónico en el maletero del coche. Llegamos a la clínica… y al ir a sacar el perro, allí a su lado vi al gato consolando al perro. Quiso el minino (sin que yo me diera cuenta) acompañar al perro en su último viaje.
ResponderEliminarVaya experiencia! Los animales siempre nos dan lecciones...que no aprendemos.
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