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martes, 15 de diciembre de 2020

LOS DOS PASTORES (Cuento que puede pasar por navideño).

Pues señor, esto eran dos pastores que dada la escasez de recursos del lugar en que tenían sus ganados, se veían obligados a que ambos pastaran juntos. En principio, la armonía estaba garantizada: cada mañana, abrían la puerta de sus apriscos y las dóciles ovejas, en ordenada procesión y fraternal armonía, se desparramaban por el valle y se aplicaban al condumio con similar afán.

Quiso el demonio, capaz de enredarlo todo, que los pastores, que nunca se habían llevado excesivamente bien pero hasta la presente se habían tolerado de forma más o menos educada, concibieran la extraña idea de que el valle les pertenecía en exclusiva. Y buscaron a otros pastores del entorno que, aportándoles un número relativamente pequeño de ovejas, dieran fuerza a sus reivindicaciones basadas en el número de cabezas.

Cada día, los pastores de ambos grupos se reunían a la fresca sombra de una enorme encina y provistos de suficiente recado alimenticio se enmarañaban en inacabables discusiones acerca de la mejor manera de conducir el rebaño comunal.

Unos creían que lo más adecuado sería encaminarlos a la falda de la montaña donde la hierba era primeriza y frágil. Allí, el agua de los regatos que el sol de la primavera deshacía en los neveros, habrían de proporcionarles refrescante bebida. Otros opinaban que mejor sería bajarlas hasta el fondo del valle donde la hierba era alta y jugosa, y las ovejas podrían calmar su sed en el riachuelo que lo recorría mansamente.

Las discusiones eran interminables porque ninguno de los grupos daba su brazo a torcer. La cuestión se había convertido en algo personal, un asunto de fe, instalado en cada uno de los bandos que los convertía en enemigos irreconciliables, olvidado ya el origen de la disputa. Para obtener la razón no tenían empacho en recurrir a falaces argumentos y torticeros embustes.

Las ovejas, mientras tanto, agostaban el pasto de la breve zona en que las habían dejado abandonadas a su suerte y a remedo de sus jefes, se entretenían en inacabables discusiones tomando partido por unos u otros dando al traste con la pacífica convivencia que habían mantenido hasta entonces.

Los lobos montaraces hacían sangrientas excursiones entre la indefensa grey cobrándose numerosas víctimas. Los pastores, frente a los ataques lobunos, antes que perseguir a las alimañas y poner coto a sus desafueros, se empeñaban en inútiles discusiones culpándose mutuamente de las andanzas de las fieras. En lo único que se mostraban unánimes era en repartirse las viandas de las que se nutría el fondo común, en interminables sesiones que jamás acababan en pacto. Terminadas las reuniones y con el estomago repleto, se separaban para reunir fuerzas con que seguir sus enfrentamientos al día siguiente.

 Las ovejas se preguntaban: ¿Hasta dónde llegará la estulticia de estos pastores, incapaces de lograr un acuerdo beneficioso para ambos bandos, mientras los lobos y la escasez de alimento acaba con nosotras, que somos su único sustento?

¿Habremos nosotras de tomar el mando?


 

 

martes, 8 de diciembre de 2020

¿QUIERE UD. HACERME UNA FOTO?

 

Mi amigo Felipe gustaba de pasear las mañanas de domingo por el parque del retiro. Desayunaba en un chiringuito junto a la puerta de entrada donde ya lo conocían. El  camarero, con esa desenvoltura un poco chulesca que tienen los de Madrid, al verlo traspasar la puerta de cristales gritaba, hubiera o no gente: "¿Caballero, su con leche y las porritas de los domingos?" A Felipe no le hacía gracia que le llamaran caballero, le parecía una de tantas modas estúpidas surgida para sustituir la anticuada expresión, señor, que había pasado al limbo de las palabras retiradas de la circulación por clasistas. Sin embargo le hacía gracia la camaradería desenvuelta y profesional de aquel hombre con el que cruzaba escasas palabras una vez a la semana. Reconfortado con el desayuno decidió permitirse un cigarrillo en uno de los bancos, a la sombra refrescante del tilo situado junto al kiosco. Enfrente, una pareja de menudos japoneses mantenía una animada conversación. Parecían discutir sobre la forma de hacerse una foto. Él le indicaba que posara y ella reclamaba la máquina para hacerle la foto a él.

Felipe pensó, mira qué ocasión para hacerles un favor a los japos, me acerco y les digo con toda corrección, ¿quieren que les tome yo la foto a los dos? Seguro que me lo agradecen, ya se sabe los correctos que son los hijos del Imperio del Sol Naciente. Pero ¿y si se le ocurre que quiero coger la máquina y echar a correr? No sería la primera vez que ha pasado eso. A lo mejor el japonés se cabrea y me manda a hacer puñetas, a  lo mejor el tío va y me suelta: agladesido señol, pero metase en sus asuntos y no molestal paleja de extranjelos que vienen a pasal vacasiones tlanquilamente España. Estos tíos son muy finos pero no tienen nada de tontos y cuando se carabean igual te hacen el harakiri, ¡pues no tiene peligro el japonés ese, ahora que lo miro bien! ¡y parece que no ha roto un plato en su vida!

Felipe se decide, deja su banco y se encamina al de los japoneses, se dirige directamente al hombre y le dice: ¿Sabe Ud. Lo que le digo? Que se meta la maquina donde le quepa, que yo solo quería ser amable. ¿Se ha pensado Ud. que todos los españoles somos unos chorizos? Pues está muy equivocado, aquí hay tantas personas honradas como en su país o más. Ahora no le haría una foto ni aunque me lo pidiera de rodillas.

Los dos menudos nipones se quedan con los ojillos a cuadros.

*

Sé que a mis avezados lectores no habrá escapado la relación y aún el  parecido que esta fabulilla tiene con el manido cuento del hombre que buscaba un gato para cambiar la rueda pinchada en una noche de tormenta. Quizás piensen incluso que la he copiado de aquella. Les daría la razón si no fuera porque la de los japoneses es una anécdota vivida de primera mano. Aún recuerdo la cara de asombro de los menudos personajes cuando terminé mi incomprensible perorata.

martes, 1 de diciembre de 2020

UN BAR DE MECONIA

 

En Meconia no hace frio, pero los bosques que la circundan dejan caer en los atardeceres de invierno una pátina de humedad que moja las calles y hace estornudar con violencia a sus habitantes.

Acobardado por este frio insólito, busco refugio en el Ipanema, un bar que recuerdo de mi años universitarios en esa ciudad. Pocas cosas han cambiado, la barra larga e inhóspita sigue en el mismo sitio, las estanterías polvorientas también han sobrevivido, pero los camareros son ahora jóvenes sudamericanos que ya no conocen a los parroquianos de antaño. Solo el patrón, de bigote blanquinoso, sobrevive a los embates del tiempo.

Pervive también, por fortuna, la excelente ensaladilla rusa, a la que me aplico mientras requiero el periódico local, salpicado de manchurrones aceitosos. El vino de la tierra ha mutado en un Rioja que no me desagrada. Las cosas cambian al cabo de los años, me digo. La vuelta al terruño siempre depara sorpresas.

Un hombre recién llegado se encarama al taburete de mi derecha. El patrón le coloca delante una copa de vino de la misma botella que me ha servido a mí. El hombre, antes de tocar la copa se despoja del gabán y la bufanda que deja en el taburete que nos separa, después inicia la confidencia con el patrón. Comienza en voz tan baja que me pierdo el inicio, pero a medida que el relato avanza, sube el tono animado por los primeros tragos

— “...y mira que se lo encargué con tiempo. Un costillar entero, troceado, ¿a cómo me lo va a poner, 14 euros?, caro me parece, pero en las fechas que estamos... Quedamos de acuerdo. El veinticuatro por la tarde. ¿Y sabes lo que hizo el tío? Ponerme más de la mitad de las costillas de pierna y encima de todo unas pocas de vareta. Y va y me las cobra a 16 pavos. Cuando me las llevaron a casa cogí un cabreo de no te menees. Y eso que soy parroquiano de toda la vida. Bueno, era, porque no vuelvo a comprarle en mi vida. Eso sí, voy a ir a despacharme a gusto, que no se piense que soy gilipollas. Y a decirle que no me vuelve a ver el pelo por su carnicería”.

En el fragor de la conversación, el hombre se ha terminado la copa de vino y el patrón ha vuelto a rellenarla mientras asiente, con graves cabezazos de complicidad, al discurso. El parroquiano, una vez anunciada la venganza, parece más sosegado.

—Ya te digo — dice finalmente el patrón por contemporizar.

Continúo enfrascado en mi periódico. En Meconia poco han cambiado las cosas, me digo.

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