Al llegar esta mañana al Centro Municipal de la Tercera Edad (conocido
familiar y cariñosamente como “Hogar de los viejos”), una sorpresa nos
aguardaba. En la mesa que ocupamos habitualmente y que Pepe el camarero nos
reserva en acuerdo tácito con los demás parroquianos, el Cacaseno conversaba
animadamente con Maruja la del tío Paco “el Tutuvía”. En varias ocasiones
habíamos tratado el tema. Dadas las circunstancias actuales y la inevitable y
justa irrupción de las mujeres en la vida pública, resultaba anacrónico que esa
circunstancia no se viera reflejada en la tertulia. Lo que no sospechábamos era
que el Cacaseno se iba a mostrar tan diligente.
—Si hay que hacer algo, cuanto antes mejor.
—Escrito está, Cacaseno: “Lo que hayas de hacer,
hazlo pronto”.
—No me saques a Getsemaní, tío Juan, que yo también
fui monaguillo.
—Haya paz, señores –debuta Maruja- yo he venido,
según me ha dicho el Cacaseno, invitada por todos, para poner una voz femenina
en la tertulia…
—Que falta nos hace, tercia Fernández el conciliador.
Lo que siento es que no esté Mateo, seguro que le hubiera gustado verte.
— ¡Tiempo habrá! Este es un buen momento, el 8M de
este año fue día clave, con mucho éxito de participación a pesar del señor
Casado y los del diccionario. Parece que la cosa va animándose, ¿no, muchachos?
Juan de la Cirila arruga el morro. Los cambios, de la
clase que sean, le cogen un poco a contramano, y si le nombran a su señorito,
más.
—Los que vosotros llamáis conservadores o
inmovilistas, siempre hemos tenido claro el papel de la mujer: ahí está la
Virgen, las santas y las monjas, al mismo nivel de los hombres.
—No digas tonterías, Juan -el Cacaseno se atraganta
con su media tostada- no te lo crees ni tú. Eso es una mentira como una casa
¿acaso las mujeres pueden decir misa,
administrar sacramentos o subirse a un púlpito?
— ¡Hombre, pueden ser nazarenas!
—Eso sí, pero igualdad quiere decir igualdad en todos los
aspectos -tercia dulcemente Maruja-, se trata de cambiar el viejo paradigma
judeo-cristiano que adjudica papeles diferentes a hombres y a mujeres. Hasta
que no eliminemos eso, no habrá igualdad real. Los hombres se arrogarán el
derecho de decidir por las mujeres y si se ponen bravas darles una somanta o
matarlas.
— ¡Mujer!
—Sí, sí, Juan. Todos los años hay un montón de
muertas a manos de sus parejas. Para desdichada muestra, el mismo día 8 y siguientes. Eso es
lo que hay que evitar.
— ¿Solución?, dice Fernández.
—No se me ocurre ninguna inmediata, por desgracia. A
largo plazo está claro: la educación adecuada e igualitaria, aunque es
preocupante la actitud de algunos grupos de jovenes. Igualdad en las fábricas y
en los tajos. Igualdad de salario a igual puesto de trabajo, imprescindible. Soy optimista, creo que por
ese camino vamos. Por eso debe ser bienvenido cualquier acto encaminado a que
todos nos concienciemos: manifestaciones, huelgas, batucadas, cualquier cosa,
aunque pueda resultar onerosa en otros aspectos, la cuestión es urgente.
— ¿Y lo de la paridad forzada, los actos exclusivos
para mujeres y las listas cremallera? Si fuera a la inversa, ¿Qué diríamos?
Creo que hay que respetar lo que la gente vota sin más manipulaciones. Para
cambiar las cosas, hay que convencer, no imponer.
—Juan, las cosas están sujetas, inevitablemente, a
movimientos pendulares y en el transporte siempre se rompe algún huevo, pero la
mayoría llegan a puerto felizmente.
—Leches, Maruja, ya estas aprendiendo de Fernández.
—O Fernández de mí, vaya usted a saber.
— ¡También tienes razón, Tutuvía!
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