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martes, 19 de julio de 2022

REFLEXIÓN DE ATARDECER

Nací a mediados del año 1943, cuando más de medio mundo se entretenía en tirarle los trastos a la cabeza al otro medio con resultado de muerte, situación que solo conocí al cabo de cierto tiempo. Tuve la suerte de aparecer en el seno de una familia acomodada —en unos tiempos de escasez económica y miseria ideológica—, lo que me permitió disfrutar de una educación privilegiada y una casa en la que existía una biblioteca. El resto del paréntesis que no tardará mucho en cerrarse carece de interés: es el de multitud de individuos en parecidas circunstancias, sino que yo tuve la suerte de visitar otros países, educarme en otras lenguas y llegar a conclusiones que me apartaban de las rígidas y estereotipadas que teníamos al alcance de la mano en aquel momento.

Se nos predicaba a los jóvenes un conjunto de pseudo verdades obsoletas que pretendían que viviéramos en una permanente observación del ombligo nacional y en la adoración sin fisuras a un general golpista elevado por la gracia de dios a dirigente universal de cuerpos y almas auxiliado por una iglesia que siempre busca el medro cerca de los vencedores. Aquello permitió el desarrollo de un país unitario y retrogrado que durante los cuarenta años de vida activa de su diseñador estuvo dedicado a que los ganadores de la guerra fratricida medraran y los perdedores permanecieran en el silencio de las catacumbas como habían sobrevivido los mamíferos durante el largo periodo de dominio de los dinosaurios.

Pasaron los tiempos, la naturaleza siguió su curso y como no hay mal que cien años dure (ni cuerpo que lo resista), se extinguió un régimen y fue sustituido por otro más actualizado, con sus indudables ventajas y los normales inconvenientes. No hay haz sin envés, luz sin oscuridad ni moneda con una sola cara. Las personas consecuentes de uno y otro lado de los dos en que el país seguía fraccionado de forma más o menos visible, pensaron que por fin saldríamos del marasmo de la autarquía y, merced al apoyo europeo nos incorporaríamos —siquiera en el vagón de cola— al resto de países que durante nuestro dilatado letargo habían aprovechado para ganar terreno en avances tecnológicos, sociales, en educación y en sanidad.

Y así fue…en gran medida, quizás en la  que éramos capaces. Nuestros vecinos franceses tuvieron su revolución burguesa y las rentas de aquel sangriento episodio les han permitido mantenerse, junto con lo que queda del transformado Imperio Austrohúngaro, a la cabeza de este largo tren en que se ha configurado Europa. Entre nosotros se habían dado circunstancias menos afortunadas y recuperar logros que solo habíamos entrevisto de forma fugaz en el breve periodo de nuestra II Republica, nos iba a costar “sangre sudor y lágrimas”, parafraseando al líder inglés.

Son nuevos tiempos con nuevos desafíos. En lo exterior se avecina —ya está aquí— una crisis de imprevisibles consecuencias: el fin anunciado de los recursos fósiles a los que, a pesar de los encomiables intentos de ayudar con energías alternativas, no hay forma de sustituir (¿con qué navegaran los petroleros, con que volaran los aviones cuando el crudo se acabe?); el agotamiento paulatino del planeta sometido al enorme estrés de soportar a una humanidad creciente en número y necesidades; la contaminación de plásticos que envenenan la tierra y a nosotros mismos; la alteración del clima, cuyas mínimas variaciones (dos, tres, cinco grados), son capaces de alterar de forma a veces catastrófica nuestras sociedades que pensaban, equivocadamente, dominar la naturaleza. ¿Quién puede, hoy día en nuestra zona mediterránea prescindir del aire acondicionado? Pronto los rigores climáticos comenzarán a cobrarse vidas humanas. Escasea el gas, en manos de quien tienen la facultad de cerrar el grifo al resto de los países que han basado su economía en él. Los detentadores de las fuentes de energía eléctrica se han hecho más fuertes que los gobiernos, que colocaron a sus cesantes en los consejos de administración otorgándoles pingües beneficios. Pensamos que la globalización era la gran panacea del futuro y hemos comprobado que cualquier pequeño accidente es capaz de interrumpir esas “rutas de la seda” que creíamos establecidas para siempre. La falta de suministros industriales provenientes de oriente es capaz de detener las fábricas de la otra media humanidad. Nuestro sistema de consumo permanente e ilimitado venga de donde venga está llegando a su fin.

En el interior del país, es visible el deterioro de la educación, las formas sociales y la convivencia ciudadana. Los políticos —elegidos democráticamente, eso sí—lo son la mayoría de las veces en virtud de sus imágenes elaboradas por conspicuos asesores, de que sepan vender mejor que el oponente “la mercancía” o gritar las alto y con mayor énfasis argumentos para desacreditar al adversario, y no por sus trayectorias virtuosas o por sus relevantes cualidades profesionales.

Es indudable e irreversible nuestra situación democrática y a ella deberíamos asirnos como el náufrago a la tabla, para percatarnos de la enorme fuerza de la sociedad civil que constituimos y exigir a los que nos gobiernan y representan el cumplimiento riguroso del mandato otorgado por las urnas, así como el empleo de los recursos en políticas igualitarias y sociales que redunden en beneficio de todos, antes que en el logro de mayores cuotas de poder de una u otra formación política. Para ello es imprescindible que la ciudadanía tome conciencia de su enorme poder y lo ejercite concediendo su voto a los que mejores programas de actuación propongan. Y en caso de incumplimiento los rechacen con vehemencia condenándolos al ostracismo y a la muerte política.

Es justo reconocer que esa es la pescadilla que se muerde la cola: cuanto más culto es un pueblo, con mayor rigor elige a sus líderes, pero los malos líderes, los oportunistas, los que solo aspiran al medro personal, no tienen interés alguno en que el pueblo, “Las masas” que diría Ortega, alcancen ese límite de educación que les permita hacer un análisis objetivo. Y en esa encrucijada estamos.

La visión optimista que debe guiarnos, por más que el análisis objetivo presente ribetes tenebrosos, nos impulsa a pensar que todo tiene remedio y a concienciarnos de que cada uno, en nuestra pequeña parcela, tenemos una importante labor que desarrollar ayudando a los más cercanos o más desfavorecidos, procurando ilustrarlos en la medida de nuestras posibilidades y ayudándoles a completar sus espacios vacíos en los que podamos serles de utilidad. En definitiva, “La revolución fundamental” que decía Krisnamurti, la que empieza por uno mismo y se va extendiendo como las ondas del estanque cuando el niño travieso arroja una piedra.

 


 

 

 

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