Nuestros
primos italianos optaron, en su minoría de edad política reciente, por una
forma de gobierno que a nosotros no nos dio buen resultado según demostraron
las experiencias de los años 1873 y 1931. Y sin embargo, habían sido ellos los
inventores de la monarquía en el universo cultural que compartimos. Cuenta la
leyenda que dos gemelos, quizás de origen etrusco, abandonados a su suerte
recién nacidos, fueron amamantados por una loba y rescatados así de un futuro
incierto. Crecieron en edad y sabiduría, gracias al aporte energético de
aquellos primeros calostros y andando el tiempo, a uno de ellos llamado Rómulo
se le ocurrió fundar una ciudad a la que llamó Roma. Como nada es eterno y
menos la vida del hombre, tuvo que ser sucedido cuando le llegó la hora por
otro rey que heredó sus posesiones y su mando. Se llamaba este último Numa
Pompilio y fue el segundo de una serie de reyes (Tulio Hostilio, Anco Marcio,
Lucio Tarquino Prisco, Servio Tulio y Tarquino el soberbio), elegidos por el
pueblo de Roma para que gobernaran de forma vitalicia. En un alarde de
imaginación, se les reconoció el derecho de auspicium, capacidad para
interpretar los designios de los dioses sin cuyo beneplácito no podía
realizarse ningún asunto público. Las monarquías de otros países tomaron nota y
sus reyes se acogieron también a los designios sagrados. De esta forma lograron
que su mandato terrenal quedara refrendado por la divinidad, lo que hacía muy
difícil que sus actuaciones fueran puestas en tela de juicio. El ultimo de la
serie romana que, como su nombre indica era algo déspota, dio al traste con el
sistema y el pueblo se concedió un gobierno republicano, confiando a dos
cónsules elegidos anualmente el papel que antes había ostentado los reyes.
Unos
754 años después (ab urbe condita), se iniciaba la era cristiana y los
diversos pueblos y naciones ensayaban a su vez sistemas de gobierno que
evolucionaron desde las monarquías absolutas a republicas más o menos exitosas
y por fin a las democracias modernas, cuyo germen habían ideado los griegos en
sus acotadas polis.
Harto
de monarcas inútiles, una buena parte del pueblo español optó por el sistema
republicano, que proclamaron las cortes el 11 de febrero de 1873. Pero el
asunto duró poco, sea por la inmadurez política de la población, por las
guerras carlistas, la sublevación cantonal, la guerra de Cuba, o vaya usted a
saber, que en esto, como en casi todo en la vida, hay opiniones variadas. El
caso es que ninguno de los cuatro presidentes que se sucedieron en los dos años
escasos que tuvo de vida la I Republica, lograron estabilizar el país.
Hasta
que un conservador malagueño llamado Cánovas del
Castillo, organizó la restauración borbónica con el regreso a España del único
hijo varón de Isabel II, el príncipe Alfonso de Borbón.
Pero
eso merece otro espacio y mayor sosiego.