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martes, 18 de diciembre de 2018

GABINO Y LAS MONJITAS

Su padre consideró conveniente depositar, en una primera instancia, la responsabilidad de su buena educación en las sabias y bondadosas manos de las monjitas del Carmelo. Aquel colegio aún sobrevive convertido, por el paso del tiempo, en Mayor. Gabino llegaba cada mañana –unas veces más puntual y la mayoría menos- a una de las dos colas que se formaban a la puerta. Se habilitaba una para niños y otra para niñas. Llegado su turno, restregaba rápidamente las narices en el largo y negro escapulario de la hermana portera, (que presentaba un sólido y añejo reguero de mocos infantiles), y entraba sin demasiada premura al gran patio desde donde se accedía a las aulas.

Recordaría, años después, aquel olor inconfundible: mezcla de cocina rancia, espacios cerrados con aire respirado varias veces, sotanas de paño nada limpias y cuerpos con zonas íntimas que jamás llegaron a trabar amistad estrecha con la pastilla de jabón ni el maligno invento francés del caballito. Un olor característico y asfixiante que quedó asociado en su mente a todo lo eclesial. A veces, en los actos litúrgicos donde el olor se volvía más denso y reconcentrado, se recurría al cloroformo de los incensarios y eso era aún peor. La mezcolanza olorosa se convertía en una sensación de ahogo difícil de soportar. A Gabino, por aquel entonces comenzó a despertársele un secreto regomello ante la posibilidad –remota- de acabar en un cielo nutrido de personal tan pestilente. Quizás por eso las sotanas en general y los hábitos monjiles en particular, le produjeron cierto rechazo y una vaga sensación de incomodidad nunca superada.
Desde ese primer contacto con los religiosos, quizás porque nadie se tomó la molestia de explicárselo, no comprendió qué pintaban en su educación aquellas buenas mujeres, embutidas en raras e incómodas vestimentas que les quitaban el aspecto de los seres humanos normales. Resultaba difícil expresar esas opiniones en un entorno que aceptaba la situación como la cosa más natural del mundo y donde cualquier crítica sobre asuntos de índole eclesial era tomada por insólito anatema. En aquella época, los religiosos tenían cierto prestigio por el solo hecho de serlo, como si fueran depositarios de la moral general o guardianes de la moral pública. Había que guardarles un respeto especial y tener con ellos una serie de actos reverénciales consistentes en besarles a cada uno lo que le correspondiera: el hábito, el bordón, la mano, el anillo etc.
Gabino, se chupó los dos años reglamentarios de Carmelitas. Nunca pudo averiguar por qué las llamaban descalzas, ya que a pesar de sus muchos esfuerzos jamás pudo verle los pies a ninguna. Sufrió pequeñas odiseas cotidianas y obligados paseos por la clase de las niñas para purgar ignorados pecados propiciados por su carácter que ya empezaba a manifestarse díscolo.
Aquellos paseos que las buenas religiosas le daban por otras clases con la ingenua intención de que le resultaran afrentosos, devinieron en encantadoras charlas y escarceos con las niñas mayores. Resultaban aquellas mucho más interesantes que las de su tiempo, lo que acabó llevando a las religiosas, muy a pesar suyo, a recomendarle a su padre un colegio de varones que era lo que su edad y su precoz desarrollo reclamaban a gritos.
Gabino recordaría para siempre, con alegre desasosiego, aquella educación retrograda y mezquina que, por fortuna,  sus hijos jamás conocerían.   
     





martes, 4 de diciembre de 2018

BUENOS Y MALOS


Dice mi amigo Andrés de La Orden que el hombre es malo por naturaleza, y a través de esa premisa contempla el mundo que le rodea. Su hermosa poesía, descarnada, no está precisamente orlada de optimismo. Sigue la línea argumental de Hobbes que consideraba al hombre “lobo para el hombre” y justificaba con ello la idea del “Leviatán”, el estado controlador que impidiera los desmadres. Conviene tener en cuenta que Hobbes vivió en época absolutista y quizás con ello pretendía justificar la situación. Otros, por la misma época, afirmaban que el hombre es esencialmente bueno en su origen (el buen salvaje de Rousseau), pero que las circunstancias lo transforman en malo. Como el fandanguillo andaluz, en el que una cordera de tanto acariciarla se vuelve fiera.
Con todos mis respetos a don Andrés, a Hobbes, a Rousseau y a la cordera, creo que no es un asunto de buenos y malos, sino de algo más sencillo: el Hombre, dicho en universal, es simplemente, como la Historia nos muestra, un animal que por razones ignotas ha adquirido algo que lo diferencia de todas los demás con los que comparte territorio y quizás universo. La evolución, misteriosa y difícil de comprender lo ha dotado de herramientas que lo alejan de los demás especímenes para siempre. El hombre ha inventado algo nunca visto antes que con frecuencia lo supera: se ha sumido en un avance tecnológico sin saber a dónde lo conduce ni con qué objetivo, al tiempo que rechaza y pretende  ignorar la rémora de su origen.
Los objetivos de la humanidad han ido variando a lo largo de los tiempos. Durante muchos años fue la supervivencia, luego el dominio del territorio, que tenía mucho que ver con lo anterior, después el dominio de las ideas y la exclusividad de los dioses, a los que adjudicó su creación. En la actualidad, nos debatimos entre vivir lo mejor posible el tiempo que tenemos asignado, o aplicarnos haciendo planes sobre un mundo futuro que cada cual imagina a su manera. El debate es permanente, pero mientras, continuamos sujetos a las leyes naturales de la competencia, de la supervivencia de los más adaptados y del crecimiento exponencial y enloquecido propio de las poblaciones que no tienen depredadores naturales que regulen su equilibrio.
Seguimos comportándonos como si hubiéramos inventado un sistema nuevo, como si, por arte de birli-birloque, hubiéramos aparecido desde un mundo extraño y no nos afectaran las circunstancias de nuestro entorno. Como si no estuviéramos sujetos a las leyes naturales del mundo que nos ha engendrado.
De vez en cuando, las cosas se trastornan, un Tsunami, una erupción volcánica, un terremoto o nuestra propia estupidez destructora hace que el sistema se desestabilice y aparezcan millones de muertos, pero pronto se olvida el suceso. Las generaciones siguientes, lo incorporan a los libros de historia como si no fuera con ellos. Y el asunto sigue, como si nos reinventáramos de nuevo cada día, viviendo en un mundo ilusorio sin un objetivo determinado, salvo el de “vivir cada vez mejor”, que nadie sabe del todo qué quiere decir eso.
Creo, pues, que el hombre no es, intrínsecamente, ni bueno ni malo. Es, simplemente el Hombre.



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