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martes, 15 de diciembre de 2020

LOS DOS PASTORES (Cuento que puede pasar por navideño).

Pues señor, esto eran dos pastores que dada la escasez de recursos del lugar en que tenían sus ganados, se veían obligados a que ambos pastaran juntos. En principio, la armonía estaba garantizada: cada mañana, abrían la puerta de sus apriscos y las dóciles ovejas, en ordenada procesión y fraternal armonía, se desparramaban por el valle y se aplicaban al condumio con similar afán.

Quiso el demonio, capaz de enredarlo todo, que los pastores, que nunca se habían llevado excesivamente bien pero hasta la presente se habían tolerado de forma más o menos educada, concibieran la extraña idea de que el valle les pertenecía en exclusiva. Y buscaron a otros pastores del entorno que, aportándoles un número relativamente pequeño de ovejas, dieran fuerza a sus reivindicaciones basadas en el número de cabezas.

Cada día, los pastores de ambos grupos se reunían a la fresca sombra de una enorme encina y provistos de suficiente recado alimenticio se enmarañaban en inacabables discusiones acerca de la mejor manera de conducir el rebaño comunal.

Unos creían que lo más adecuado sería encaminarlos a la falda de la montaña donde la hierba era primeriza y frágil. Allí, el agua de los regatos que el sol de la primavera deshacía en los neveros, habrían de proporcionarles refrescante bebida. Otros opinaban que mejor sería bajarlas hasta el fondo del valle donde la hierba era alta y jugosa, y las ovejas podrían calmar su sed en el riachuelo que lo recorría mansamente.

Las discusiones eran interminables porque ninguno de los grupos daba su brazo a torcer. La cuestión se había convertido en algo personal, un asunto de fe, instalado en cada uno de los bandos que los convertía en enemigos irreconciliables, olvidado ya el origen de la disputa. Para obtener la razón no tenían empacho en recurrir a falaces argumentos y torticeros embustes.

Las ovejas, mientras tanto, agostaban el pasto de la breve zona en que las habían dejado abandonadas a su suerte y a remedo de sus jefes, se entretenían en inacabables discusiones tomando partido por unos u otros dando al traste con la pacífica convivencia que habían mantenido hasta entonces.

Los lobos montaraces hacían sangrientas excursiones entre la indefensa grey cobrándose numerosas víctimas. Los pastores, frente a los ataques lobunos, antes que perseguir a las alimañas y poner coto a sus desafueros, se empeñaban en inútiles discusiones culpándose mutuamente de las andanzas de las fieras. En lo único que se mostraban unánimes era en repartirse las viandas de las que se nutría el fondo común, en interminables sesiones que jamás acababan en pacto. Terminadas las reuniones y con el estomago repleto, se separaban para reunir fuerzas con que seguir sus enfrentamientos al día siguiente.

 Las ovejas se preguntaban: ¿Hasta dónde llegará la estulticia de estos pastores, incapaces de lograr un acuerdo beneficioso para ambos bandos, mientras los lobos y la escasez de alimento acaba con nosotras, que somos su único sustento?

¿Habremos nosotras de tomar el mando?


 

 

martes, 8 de diciembre de 2020

¿QUIERE UD. HACERME UNA FOTO?

 

Mi amigo Felipe gustaba de pasear las mañanas de domingo por el parque del retiro. Desayunaba en un chiringuito junto a la puerta de entrada donde ya lo conocían. El  camarero, con esa desenvoltura un poco chulesca que tienen los de Madrid, al verlo traspasar la puerta de cristales gritaba, hubiera o no gente: "¿Caballero, su con leche y las porritas de los domingos?" A Felipe no le hacía gracia que le llamaran caballero, le parecía una de tantas modas estúpidas surgida para sustituir la anticuada expresión, señor, que había pasado al limbo de las palabras retiradas de la circulación por clasistas. Sin embargo le hacía gracia la camaradería desenvuelta y profesional de aquel hombre con el que cruzaba escasas palabras una vez a la semana. Reconfortado con el desayuno decidió permitirse un cigarrillo en uno de los bancos, a la sombra refrescante del tilo situado junto al kiosco. Enfrente, una pareja de menudos japoneses mantenía una animada conversación. Parecían discutir sobre la forma de hacerse una foto. Él le indicaba que posara y ella reclamaba la máquina para hacerle la foto a él.

Felipe pensó, mira qué ocasión para hacerles un favor a los japos, me acerco y les digo con toda corrección, ¿quieren que les tome yo la foto a los dos? Seguro que me lo agradecen, ya se sabe los correctos que son los hijos del Imperio del Sol Naciente. Pero ¿y si se le ocurre que quiero coger la máquina y echar a correr? No sería la primera vez que ha pasado eso. A lo mejor el japonés se cabrea y me manda a hacer puñetas, a  lo mejor el tío va y me suelta: agladesido señol, pero metase en sus asuntos y no molestal paleja de extranjelos que vienen a pasal vacasiones tlanquilamente España. Estos tíos son muy finos pero no tienen nada de tontos y cuando se carabean igual te hacen el harakiri, ¡pues no tiene peligro el japonés ese, ahora que lo miro bien! ¡y parece que no ha roto un plato en su vida!

Felipe se decide, deja su banco y se encamina al de los japoneses, se dirige directamente al hombre y le dice: ¿Sabe Ud. Lo que le digo? Que se meta la maquina donde le quepa, que yo solo quería ser amable. ¿Se ha pensado Ud. que todos los españoles somos unos chorizos? Pues está muy equivocado, aquí hay tantas personas honradas como en su país o más. Ahora no le haría una foto ni aunque me lo pidiera de rodillas.

Los dos menudos nipones se quedan con los ojillos a cuadros.

*

Sé que a mis avezados lectores no habrá escapado la relación y aún el  parecido que esta fabulilla tiene con el manido cuento del hombre que buscaba un gato para cambiar la rueda pinchada en una noche de tormenta. Quizás piensen incluso que la he copiado de aquella. Les daría la razón si no fuera porque la de los japoneses es una anécdota vivida de primera mano. Aún recuerdo la cara de asombro de los menudos personajes cuando terminé mi incomprensible perorata.

martes, 1 de diciembre de 2020

UN BAR DE MECONIA

 

En Meconia no hace frio, pero los bosques que la circundan dejan caer en los atardeceres de invierno una pátina de humedad que moja las calles y hace estornudar con violencia a sus habitantes.

Acobardado por este frio insólito, busco refugio en el Ipanema, un bar que recuerdo de mi años universitarios en esa ciudad. Pocas cosas han cambiado, la barra larga e inhóspita sigue en el mismo sitio, las estanterías polvorientas también han sobrevivido, pero los camareros son ahora jóvenes sudamericanos que ya no conocen a los parroquianos de antaño. Solo el patrón, de bigote blanquinoso, sobrevive a los embates del tiempo.

Pervive también, por fortuna, la excelente ensaladilla rusa, a la que me aplico mientras requiero el periódico local, salpicado de manchurrones aceitosos. El vino de la tierra ha mutado en un Rioja que no me desagrada. Las cosas cambian al cabo de los años, me digo. La vuelta al terruño siempre depara sorpresas.

Un hombre recién llegado se encarama al taburete de mi derecha. El patrón le coloca delante una copa de vino de la misma botella que me ha servido a mí. El hombre, antes de tocar la copa se despoja del gabán y la bufanda que deja en el taburete que nos separa, después inicia la confidencia con el patrón. Comienza en voz tan baja que me pierdo el inicio, pero a medida que el relato avanza, sube el tono animado por los primeros tragos

— “...y mira que se lo encargué con tiempo. Un costillar entero, troceado, ¿a cómo me lo va a poner, 14 euros?, caro me parece, pero en las fechas que estamos... Quedamos de acuerdo. El veinticuatro por la tarde. ¿Y sabes lo que hizo el tío? Ponerme más de la mitad de las costillas de pierna y encima de todo unas pocas de vareta. Y va y me las cobra a 16 pavos. Cuando me las llevaron a casa cogí un cabreo de no te menees. Y eso que soy parroquiano de toda la vida. Bueno, era, porque no vuelvo a comprarle en mi vida. Eso sí, voy a ir a despacharme a gusto, que no se piense que soy gilipollas. Y a decirle que no me vuelve a ver el pelo por su carnicería”.

En el fragor de la conversación, el hombre se ha terminado la copa de vino y el patrón ha vuelto a rellenarla mientras asiente, con graves cabezazos de complicidad, al discurso. El parroquiano, una vez anunciada la venganza, parece más sosegado.

—Ya te digo — dice finalmente el patrón por contemporizar.

Continúo enfrascado en mi periódico. En Meconia poco han cambiado las cosas, me digo.

martes, 24 de noviembre de 2020

ÁRABES Y NO TANTO

 

Mi pueblo está compuesto desde tiempo inmemorial por gente trabajadora que pobló  las Urdiencas rescatadas a insalubres marismas en la época de nuestro paisano el conde de Floridablanca. Ha sobrevivido a amortizaciones, caciques, epidemias de todo tipo, inundaciones victimarias, DANAS, y ahora resiste como puede los efectos de la pandemia que nos azota como al resto de la humanidad.

Es pueblo de amable acogida y carácter mayoritariamente agrícola. Entre sus nuevos vecinos se encuentran gentes de religiones y costumbres diferentes que han de integrarse en su población quizás para siempre, o por lo menos para mucho tiempo.

Hay entre ellos una mayoría magrebí mal llamados árabes, pues árabes son los pobladores de la Península Arábiga. Magrebíes (marroquíes o argelinos) es como debe denominarse a los venidos del norte de África; o moros, nombre que deriva del dado a las dos provincias romanas (Mauritania Cesarensis y Mauritania Tingitana) desde tiempos del emperador Augusto en el S.I de nuestra era. Otra cosa es el sentido, peyorativo o no, que queramos darle a la palabra moro, o mauro como fue en sus orígenes.

Estos ciudadanos venidos de esas tierras en busca de mejor fortuna, pueden serlo de pleno derecho siempre que cumplan las mismas normas y preceptos que a los demás nos afectan. Nosotros debemos entender que sus costumbres son diferentes de las nuestras y ellos que las normas por las que este país se rige son diferentes de las de sus territorios de origen. Aquí la religión tiene su espacio y las leyes civiles el suyo, dado que el nuestro es un país aconfesional. El Profeta, con todo el respeto que debe pedirse a los no creyentes, no tiene potestad legislativa en nuestro entorno al contrario de lo que sucede en sus estados.

Las normas que rigen en nuestro espacio público son las que emanan de nuestra Constitución vigente y son exigibles a todo el que pretenda compartir ese espacio con los pobladores de origen. Sean bienvenidos todos los extranjeros que, de forma regular, se quieran integrar en nuestra comunidad. Y a los que nos les parezcan nuestras normas adecuadas a sus formas de vida, sepan que tienen la misma libertad de la que disfrutaron al venir, para retornar a su patria. Respetar las normas es exactamente lo que hacemos los viajeros cuando visitamos sus países.

martes, 17 de noviembre de 2020

PARASANGA


Para Guillermo y Cuchi, con los que recorrimos muchas parasangas.

Estoy seguro de que a muchos de Uds. Les habrá pasado alguna vez lo mismo que a mí: de pronto, sin venir a cuento, una palabra cualquiera a veces con sentido, las más de las veces sin él, se instala en la cabeza y los replicantes misteriosos que alberga nuestro cerebro se encargan de que aflore de forma repetitiva —sin que venga a cuento ni que sepamos por qué—, en los momentos más insospechados. La llevamos, de un lado para otro como un equipaje indeseable que alguien nos ha colocado de matute. Nos sorprende y nos inquieta, como siempre que experimentamos un fenómeno interior del que no somos plenamente responsables, como si otro yo travieso y movedizo se entretuviera en hacer jugarretas desde el interior de nuestro cerebro. El caso nos lleva, una vez más, a preguntarnos qué clase de mecanismos ignorados funcionan dentro de nosotros sin que seamos capaces de manejarlos.

Hace poco me ocurrió uno de esos fenómenos con una palabra que ni siquiera figuraba en mi repertorio habitual: parasanga. Sabía que la había visto escrita en algún sitio pero había olvidado por completo donde y, desde luego, cuál era su significado. Apareció como por ensalmo en mi cabeza y su sonoridad inquietante me llenó durante varios días. A los primeros momentos de sorpresa sucedió un periodo de calma expectante, decidí con la paciencia de sabueso que proporcionan los años, dar jaque a mi cerebro hasta que me desvelara alguno de los entresijos por los que se deslizaba aquel pensamiento escurridizo.

Según recordé, la palabra había surgido varios días atrás, pero su recuerdo se hizo más intenso, acuciante, cuando el ferry en el que viajaba se aproximó al puerto de Tánger. ¿Relación entre Tánger y parasanga? Ninguna, al menos a primera vista. Lo último que había leído como prolegómeno del viaje fue la obra de León el Africano Descripción de África, pero allí, que yo recordara, no estaba la parasanga. Habría que dar otro rodeo. Para el trabajo que me traía a Marruecos había ojeado también la vida de Ibn Batuta, cuya tumba me proponía visitar en la Medina de Tanger. Al pensar en Ibn Battuta me vino a la cabeza otro Ibn, y su teoría de que la cuarta generación malbarata y destruye lo que han edificado las tres anteriores. Recordé que la parasanga tenía algo que ver con Ibn Jaldun, autor de Al-Muqaddimah. La vi, situada a media página de un libro, subrayada en una primera lectura que había hecho de forma precipitada. El aire cortante del Estrecho me golpeaba la cara refrescándome las ideas; a medida que el barco se aproximaba a puerto el círculo comenzaba a cerrarse. León el Africano, Tánger, Ibn Battuta, Ibn Jaldun. Por fin, apareció en mi cabeza la fotografía con el libro y la página: dice Ibn Jaldún en su Segundo Discurso Preliminar:

La parasanga equivale a doce mil codos, haciendo tres millas, porque la milla tiene cuatro mil codos de longitud; el codo equivale a veinticuatro dedos; el dedo tiene la medida de seis granos de cebada, alineados el uno al lado del otro, anverso con reverso.

¿A que a usted también le ha sucedido algo similar en alguna ocasión?



 

 

martes, 10 de noviembre de 2020

El VIENTO

 



                       Los suspiros son aire y van al aire

Las lágrimas son agua y van al mar

Dime, mujer, cuando el amor se muere

¿Sabes tú dónde va?

Gustavo Adolfo Bécquer

 

De pronto, sin más aviso que el de las predicciones de la tele que nadie se toma en serio, el viento se abate sobre la ciudad desprevenida. No hay nada más dañino que ese aire en movimiento, que recordamos desde la escuela. Llega, casi siempre precedido por la lluvia que ha llenado los predios sedientos y se derrama por torrenteras y barrancos obstruidos de maleza tras la larga sequía. Muchos árboles, con las raíces desprendidas por la tierra anegada, se vienen al suelo con doloroso estruendo. El paciente trabajo de tantos años destruido en un segundo. El viento siempre es cruel, implacable.

La caída de un árbol te impresiona solo si es cercano, las desgracias lejanas nos son ajenas casi siempre. El viento, solo te molesta cuando filtra sus dedos de cuchilla por el cuello del anorak, esas corrientes espirales que invaden las perneras de tus pantalones o el golpetazo súbito y violento al doblar una esquina que te arrebata el sombrero y se lo lleva dando tumbos nadie sabe dónde. Consuélate pensando que el viento, como el río de Heráclito, nunca es el mismo. Este que te aflige ahora, por muchos años que pasen, nunca volverás a sentirlo.

¿Dónde irá ese viento después de arrasarte la piel? Quién sabe, a lo mejor en busca de los suspiros de Bécquer.

 

miércoles, 4 de noviembre de 2020

SER FELIZ ES FACIL

Dice mi amigo Juan de la Cirila que es feliz. No tiene dudas existenciales. Si alguna se le plantea, le basta con recurrir a la sabiduría de los entendidos que lo remiten a las enseñanzas contenidas en los libros santos: el Hombre fue creado por el sumo hacedor en tiempos ya lejanos, para su augusto deleite y para que, boquiabierto ante las manifestaciones de su gloria, lo alabara incansablemente.

El mortal, agradecido, no tiene más que seguir los sabios mandamientos de su creador, grabados por el augusto dedo en piedra berroqueña, y entregados a Moisés en su momento. La cosa es bien sencilla. A cada uno ha colocado el creador en el lugar que le corresponde. A tal en la cúspide de la pirámide humana para que dirija los destinos de los demás, a tal otro al frente del sagrado ministerio que ha de orientar a la paciente grey. A la mayoría, en el valle de lágrimas que propiciará sin lugar a dudas la eternidad dichosa que ha de resarcirlo de todas las penalidades sufridas a lo largo de su vida. Todo está resuelto por quien tiene capacidad para ello. Basta, para ser dichoso, no sacar los pies del plato, atenerse a la ley inmutable establecida desde arriba y conformarse con el orden establecido. Si te ha tocado ser pobre, sin acceso a la educación, a la sanidad o a la justicia, mejor para ti, en la otra vida tendrás la oportunidad de gozar de la seráfica visión del todopoderoso, premio de inconmensurable valía que te compensará eternamente de las desgracias sufridas en este mundo. Todo lo demás es intentar subvertir el perfecto orden establecido y ganas de atentar contra el diseño divino. ¡Vade retro!

Conviene, para aplacar a la divinidad casi siempre insatisfecha por motivos que no se deben investigar, ejercitarse en plegarias y actos sacros, participar en novenas y rosarios, procesionar en su momento, y perseverar en el cumplimiento de los mandamientos con que la Santa Madre Iglesia complementa aquellos impresos en las tablas de la ley. El resultado está garantizado.

Por fortuna, según el papa Francisco, el infierno con el que se atemorizó a las almas crédulas a lo largo de tantos años ha dejado de existir, y lo de Adán y Eva era sólo un recurso literario. Ni siquiera había semovientes en el portal de Belén. Todo muta con los tiempos. Vaya usted a saber si, al final, Darwin tenía razón.

 Ya digo, mi amigo Juan es hombre feliz. A veces me entran ganas de acogerme a sus sabias enseñanzas.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

El Dr. JEKILL Y Mr. HYDE

 


Nos explicó Nietzsche cómo hablaba Zaratustra, fundador del mazdeísmo recogido en el libro Zend-Avesta, según el cual existen dos principios contrarios y alternos, el principio de la luz o el bien y el principio de las tinieblas o el mal. Esa doctrina caló tan hondo en la cultura judeo cristiana que muchos años después sería recogida por Descartes en su dualismo, comparando la mente con el marino y el cuerpo con el barco, de tal forma que nos acostumbramos a pensar en línea recta a diferencia de los orientales que lo hicieron en un círculo sin principio ni fin. Aplicamos ese principio al comportamiento humano de manera que vinimos a aceptar que en el Hombre pueden darse los comportamientos más éticos y los más nauseabundos. Los dos extremos.

R. L. Stevenson lo interpretó de forma magistral en su novela “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” publicada en 1886. A lo largo del relato, el lector se ve atrapado entre la simpatía que le despierta el doctor, una persona adornada de los más conspicuos atributos de la persona de bien, y la repugnancia suscitada por esa misma persona que, víctima de su afán investigador, se convierte en un ser despreciable que acaba en asesino.

El lector no puede por menos que preguntarse si la simpatía que siente en el primer caso es óbice para que desprecie y rechace las acciones de esa misma persona en la última etapa de su vida.

¿Justifican una serie de buenas acciones el hecho de que el mismo individuo acabe en defraudador, ladrón, violador o asesino?

 

 

martes, 11 de agosto de 2020

EL DISCURSO DEL PRESIDENTE


Hay un conocido libro de Oliver Sacks (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero) que trata de sus experiencias clínicas con pacientes afectados de trastornos neurológicos a lo largo de muchos años de profesión. Me ha impresionado especialmente el capítulo 9 que se titula como el encabezamiento de estas letras. Y me parece procedente dedicarle algún comentario.
Cuenta sus vivencias en el pabellón de afásicos de uno de los centros en los que desarrolló su actividad profesional en Nueva York. Entre ellas, esta: un día de visita, le sorprendió escuchar las carcajadas estertóreas de los pacientes que estaban presenciando el discurso del Presidente por televisión en la sala que tenían destinada al efecto.
La afasia global o receptiva, nos explica, incapacita para entender las palabras en cuanto a tales, a pesar de que permite comprender la mayor parte de lo que se oye si se habla a los pacientes con cercanía y naturalidad. La razón es que el habla natural no consiste solamente en palabras ni en proposiciones, sino en expresión, una manifestación externa de sentido con todo el propio ser que implica una comprensión que va más allá de la mera identificación de las palabras. Esa es la clave de la capacidad de entender de los afásicos aunque no se les alcance el sentido de las palabras. A un afásico no se le puede mentir porque, no es capaz de entender por completo el significado de las palabras y precisamente por eso no se le puede engañar con ellas. Lo que capta lo capta con una precisión asombrosa, y lo que capta es la expresión que acompaña a las palabras, esa expresión involuntaria, espontanea, completa que nunca se puede deformar o falsear con tanta facilidad como el mensaje oral. Expresado en otros términos, lo que denominamos el lenguaje no verbal que es el espejo de las emociones y sobre lo que trabaja la programación neurolingüística, hoy bastante desacreditada. Como dice Nietzsche, “se puede mentir con la boca, pero la expresión que acompaña a las palabras dice la verdad”.
Algo parecido ocurre con los perros (aunque la comparación no sea afortunada para ninguno de los dos colectivos), que no pueden entender el significado de las palabras pero captan a la perfección el tono y el sentimiento, por eso saben de quien se pueden fiar y en quien pueden depositar su afecto o rechazarlo con temor. En ese aspecto es muy difícil engañar a un perro.
Lo curioso del caso es que nadie quiere ser engañado y mucho menos -como mecanismo de defensa-, reconocer que ha sido engañado, como reza la frase atribuida a Oscar Wilde: “Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada”
El capítulo acaba con unas palabras que no me resisto a copiar:
Ésa era, pues, la paradoja del discurso del Presidente. A nosotros, individuos normales, con la ayuda indudable de nuestro deseo de que nos engañaran, se nos engaña genuina y plenamente (Populus vult decipi, ergo decipiatur [1]). Y el uso engañoso de las palabras se combinaba con el tono engañoso tan taimadamente que solo los que tenían lesión cerebral permanecían inmunes, desengañados.
 “La paradoja del discurso” me proporcionó la ocasión de reflexionar sobre el asunto que comparto con ustedes.



[1] La gente quiere ser engañada, engañémosla (trad. Libre)

viernes, 7 de agosto de 2020

DESPERTARON

Despertó el Hombre de su larga noche y se maravilló de lo que vio a su alrededor, de cuanto de excelso y extraordinario había en él mismo. Podía pensar, deducir, prever, experimentar, reír, llorar, amar. Y se dijo: “esto no puede ser fruto de la casualidad ni de la evolución. No tenemos nada que ver con nuestros parientes más cercanos, los grandes simios y mucho menos con las ratas, las pulgas o los peces. El mismo ser, inmenso, inabarcable, que ha creado el universo cuya magnitud somos incapaces de comprender, nos habrá creado, puede que a su imagen y semejanza. ¿Con que objeto? Probablemente con el mismo que al resto de los animales que pueblan el planeta, con el mismo que a tantas galaxias, estrellas y soles con que ha vestido el universo: como muestra de su poder infinito o para alivio de la áspera soledad en que se veía atrapado desde el principio de los tiempos: Díjose entonces Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre todos cuantos animales se mueven sobre ella”. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra. (Gen.1, 26)”.
Y el Hombre se esforzó en aplacar las iras de ese ser omnipotente, que eran frecuentes. De vez en cuando la tierra se estremecía y dejaba salir de sus entrañas ríos de fuego que arrasaban valles y montañas; o las aguas embravecidas de los mares inundaban la tierra acabando con toda vida que encontraran a su paso; o caía el rayo imprevisible que incendiaba bosques y llanuras dejando la tierra yerma para mucho tiempo. Aparecieron los intermediarios que conocían los designios de la divinidad y aleccionaron a las gentes sobre la mejor forma de ofrecerle sacrificios propiciatorios con los que hacerse acreedores a un buen futuro en la próxima vida. Ésta era solo una etapa más en la larga cadena de reencarnaciones a que cada espécimen estaba sujeto. El pensamiento de una sola vida al cabo de la cual cada uno volvería al polvo inanimado del que salió, era inaceptable para su mente limitada.
Cada pueblo, cada civilización, le dio rostro y forma diferente a la divinidad y la concibió a su imagen y semejanza. Los intermediarios se llamaron a sí mismos sacerdotes y alentaron el culto a los dioses, que proveía su propio sustento. Dijeron que la edificación de costosos monumentos les resultaba grata a sus representados que necesitaban morada también en este planeta. Tendrían en cuenta sus esfuerzos a la hora de evaluar si las acciones de los hombres habían sido correctas, según los códigos que los dioses habían facilitado a algunos de sus representantes más conspicuos.
Pasaron los años y los siglos. El humano fue convenciéndose poco a poco de que, efectivamente, era el rey de la creación, de que cuanto había a su alrededor estaba creado para su uso y deleite. Y se lanzó a una devastación ciega de cuanto le rodeaba, incluidos otros seres humanos que no pensaban de la misma manera, o habían concebido a los dioses de forma diferente; inventó armas capaces de arrasar la tierra contaminar el mar y envenenar el aire. Solo una razón podía prevalecer por encima de todo: la del grupo humano dominante.

La extinción llegó como resultado de su propia estupidez. Y todo volvió a comenzar de nuevo.






sábado, 18 de julio de 2020

LABRADOR


A la memoria de Ramón ‘el Estuto’, allá donde se encuentre.
Labrador,
ya eres más de la tierra que del pueblo.
Cuando pasas, tu espalda huele a campo.
Ya barruntas la lluvia y te esponjas.
Ya eres casi de barro.
De tanto arar, ya tienes dos raíces
debajo de tus pies heridos y anchos.
(Gloria Fuertes)

El hombre apura el vaso y chasquea la lengua complacido. El vinillo de la tierra, clarete y áspero, parece menos agrio que otros años. Se complace pensando que aún le quedan tres grandes damajuanas llenas, bien selladas, durmiendo en el frescor del sótano. Calcula que le hasta que las uvas maduren en octubre.
Aparta el plato, se levanta de la mesa y no puede evitar un gesto de dolor. La espalda se resiente después de un día duro. Atraviesa la puerta del cortijo y sale a la era. Es de noche y la luna creciente brilla. Faltan cuatro días para que esté llena. El hombre se sienta en el poyete junto a la puerta y se reclina contra la pared desconchada de la casa. Ha sido un día fuerte pero bien aprovechado. Se levantó al alba y, mientras los mulos daban cuenta del primer pienso fue a inspeccionar la era donde los muchachos extendían la mies. Las hijas ayudan a los hombres mientras la madre enciende el fuego y prepara los tazones de leche con achicoria. El padre saca el trillo con piedras de sílex incrustadas y prepara los atalajes de las bestias. No le gusta dejar esa faena a los muchachos que no acaban nunca de hacerla a su gusto. Enseguida empiezan la trilla. Los mulos, engandulados todavía, se muestran remisos a emprender la marcha. El látigo que acaricia los lomos con firmeza los convence de que no valen triquiñuelas. Arrancan a un trote cochinero que no les será permitido abandonar hasta el mediodía, cuando la parva se haya reducido a polvo.
A la hora de comer el hombre da orden de parar. El sol está en su zenit y fatiga en demasía a personas y animales. No corre viento aún. Es hora de tomar un bocado y hacer un alto hasta que el calor remita.
A una voz del amo la mujer sale de la casa con una gran sartén de rabo largo llena de migas blancas y esponjosas. En el centro, como diamantes negros, los tropezones de tocino, hígado y asadura. La coloca sobre los trébedes bajo la sombra entreverada de la parra. Los hombres se aproximan y esperan a que el patrón saque la primera cucharada. Comen despacio, a grandes bocados que mastican lentamente. A cada uno el ama le ha servido un tazón lleno de caldo caliente donde flotan pimientos secados al sol, es ‘el remojón’ que ayuda a suavizar las migas. El amo mantiene el porrón a su lado en el suelo y lo pone en circulación cuando le parece oportuno. Los hombres, por turno, se lo echan a la cara y dejan que el hilillo trasparente les acaricie los labios entrecerrados. Después alguien saca una petaca que recorre el círculo y fuman todos en el mismo silencio concentrado. El cuerpo cansado es poco proclive a la conversación ociosa. Queda mucho día por delante.
A media tarde, cuando la sombra del cortijo se ha alargado, comienza a soplar el airecillo de la sierra. La era está situada en un altozano en el centro del valle, expuesta a los cuatro vientos. Lleva allí toda la vida.  Pudo ser obra del abuelo o del padre del abuelo, vaya usted a saber. Quienquiera que fuera, sabía el oficio. Las lajas de piedra siguen firmes y encajadas como el primer día, el lugar perfecto para aventar la parva que ya está preparada. Los hombres, provistos de largas palas de encina, lanzan la mies al viento. El grano cae cerca y la paja va amontonándose, un poco más lejos, en un largo caballón adonde el viento la arrastra,
Al anochecer se acaba la faena. Los sacos de trigo se alinean junto a la pared de la casa, listos para llevarlos al granero cuando acaben de perder la humedad.

El hombre se recuesta un poco más y estira las piernas doloridas. La trilla ha terminado. Han sido días intensos, pero valió la pena. La cosecha es buena. Hay cebada y trigo suficiente para el año y aún se podrá vender una buena parte. Se trasformará en harina de primera en el molino maquilero; alimentará a hombres y animales, engordará la cochina y parirá, si Dios quiere, un buena camada; los embutidos colgarán de las cañas, cabe el techo; las orzas panzudas rebosarán de lomos y costillejas en aceite. Se avecina un buen año.

Se levanta poco a poco, tentándose los riñones que le arden y se encamina a la casa a paso lento. Mañana será otro día.


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