Nos explicó Nietzsche cómo hablaba Zaratustra, fundador del mazdeísmo recogido en el libro Zend-Avesta, según el cual existen dos principios contrarios y alternos, el principio de la luz o el bien y el principio de las tinieblas o el mal. Esa doctrina caló tan hondo en la cultura judeo cristiana que muchos años después sería recogida por Descartes en su dualismo, comparando la mente con el marino y el cuerpo con el barco, de tal forma que nos acostumbramos a pensar en línea recta a diferencia de los orientales que lo hicieron en un círculo sin principio ni fin. Aplicamos ese principio al comportamiento humano de manera que vinimos a aceptar que en el Hombre pueden darse los comportamientos más éticos y los más nauseabundos. Los dos extremos.
R. L. Stevenson lo interpretó de
forma magistral en su novela “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”
publicada en 1886. A lo largo del relato, el lector se ve atrapado entre la
simpatía que le despierta el doctor, una persona adornada de los más conspicuos
atributos de la persona de bien, y la repugnancia suscitada por esa misma
persona que, víctima de su afán investigador, se convierte en un ser
despreciable que acaba en asesino.
El lector no puede por menos que
preguntarse si la simpatía que siente en el primer caso es óbice para que
desprecie y rechace las acciones de esa misma persona en la última etapa de su
vida.
¿Justifican una serie de buenas
acciones el hecho de que el mismo individuo acabe en defraudador, ladrón,
violador o asesino?
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