En Meconia no hace frio, pero los bosques
que la circundan dejan caer en los atardeceres de invierno una pátina de
humedad que moja las calles y hace estornudar con violencia a sus habitantes.
Acobardado por este frio insólito, busco
refugio en el Ipanema, un bar que recuerdo de mi años universitarios en esa ciudad. Pocas cosas han
cambiado, la barra larga e inhóspita sigue en el mismo sitio, las estanterías
polvorientas también han sobrevivido, pero los camareros son ahora jóvenes
sudamericanos que ya no conocen a los parroquianos de antaño. Solo el patrón,
de bigote blanquinoso, sobrevive a los embates del tiempo.
Pervive también, por fortuna, la excelente
ensaladilla rusa, a la que me aplico mientras requiero el periódico local, salpicado
de manchurrones aceitosos. El vino de la tierra ha mutado en un Rioja que no me
desagrada. Las cosas cambian al cabo de los años, me digo. La vuelta al
terruño siempre depara sorpresas.
Un hombre recién llegado se encarama al
taburete de mi derecha. El patrón le coloca delante una copa de vino de la
misma botella que me ha servido a mí. El hombre, antes de tocar la copa se
despoja del gabán y la bufanda que deja en el taburete que nos separa, después
inicia la confidencia con el patrón. Comienza en voz tan baja que me pierdo el
inicio, pero a medida que el relato avanza, sube el tono animado por los
primeros tragos
— “...y mira que se lo encargué con tiempo.
Un costillar entero, troceado, ¿a cómo me lo va a poner, 14 euros?, caro me
parece, pero en las fechas que estamos... Quedamos de acuerdo. El veinticuatro
por la tarde. ¿Y sabes lo que hizo el tío? Ponerme más de la mitad de las
costillas de pierna y encima de todo unas pocas de vareta. Y va y me las cobra
a 16 pavos. Cuando me las llevaron a casa cogí un cabreo de no te menees. Y eso
que soy parroquiano de toda la vida. Bueno, era, porque no vuelvo a comprarle
en mi vida. Eso sí, voy a ir a despacharme a gusto, que no se piense que soy
gilipollas. Y a decirle que no me vuelve a ver el pelo por su carnicería”.
En el fragor de la conversación, el hombre se
ha terminado la copa de vino y el patrón ha vuelto a rellenarla mientras
asiente, con graves cabezazos de complicidad, al discurso. El parroquiano, una
vez anunciada la venganza, parece más sosegado.
—Ya te digo — dice finalmente el patrón por
contemporizar.
Continúo enfrascado en mi periódico. En
Meconia poco han cambiado las cosas, me digo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario