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martes, 9 de noviembre de 2021

ONTOGÉNESIS Y FILOGÉNESIS

Darwin nos iluminó con su concepto de evolución y acabó con las teorías creacionistas imperantes hasta el momento como las del reverendo Usher, arzobispo de Armagh, Irlanda del norte, que tras sesudos estudios había encontrado las fechas que la Biblia da para los primeros acontecimientos relacionados con la aparición del Hombre, a saber:

·       Creación de la Tierra: “el anochecer previo al domingo 23 de octubre” (o sea, el sábado 22 de octubre a las 18:00) del año 4.004 a.C.

·       Expulsión de Adán y Eva del Paraíso: el lunes 10 de noviembre de 4004 a. C.

·       Final del Diluvio Universal (el arca de Noé se posa sobre el monte Ararat): el miércoles 5 de mayo del 2348 a. C.

 Aún sin entrar en el detalle de si el reverendo se refería al calendario juliano o al gregoriano, puede apreciarse en el minucioso estudio que la dicha de nuestros primeros padres no llegó ni siquiera al mes.

Es de imaginar la conmoción que supuso la aparición de la teoría de Darwin que no solo daban al traste con la cronología del reverendo, sino que eliminaba por completo el papel creacionista atribuido a la divinidad hasta el momento. El descanso divino podía prolongarse sine die.

A partir de ese momento, tuvimos que asimilar conceptos novedosos como el de filogénesis (del griego philo, raza o especie y génesis, origen, generación), aceptando la teoría —expuesta con toda rotundidad y solo rebatida por mentes abstrusas empeñadas en negar una realidad incontrovertible—, contenidas en la genial teoría de la evolución de las especies: “El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida,  se llamaba el libro publicado el 24 de noviembre de 1859 y todavía vigente con los añadidos que los avances de los métodos modernos han aportado.

De la filogénesis de Darwin se puede establecer cierto paralelismo con la de ontogénesis (también del griego onto, ente, ser y génesis, con el mismo significado de la anterior) que se refiere al desarrollo de un nuevo ser en el útero humano a partir de una única célula.

Se podría inferir que, de la misma forma que el ser humano experimenta su proceso a partir de una célula primigenia y su devenir supone nacimiento, desarrollo, madurez, decadencia y extinción, así las especies tendrían una evolución parecida, lo que parece estar corroborado con el desarrollo de las muchas que en el mundo han sido hasta el momento presente. Recordemos a los dinosaurios, aparecidos hace unos 240 millones de años, que después de dominar la tierra, los espacios marinos y terrestres se extinguieron por un accidente fortuito, la caída de un enorme meteorito en el golfo del Yucatán —hace 65 millones de años—, que dio al traste con su exitoso recorrido como especie dejando espacio para la aparición de los mamíferos de los que descendemos las especies que compartimos en la actualidad nuestro planeta. Conviene tener presente que aquellos seres evolucionaron hasta ser ovíparos, vivíparos, de sangre caliente, de sangre fría, terrestres, marinos y voladores. Y eso sin apoyarse en ningún tipo de tecnología. En eso se diferencia de ellos la especie humana a la que pertenecemos. Nos ha costado “solamente” unos seis millones de años emular a aquellos exitosos animales, llegar hasta donde ellos llegaron. Con una diferencia fundamental: la humanidad ha desarrollado una facultad nunca antes vista en este planeta que llamamos Tierra: la cerebración creciente. Nos hemos dotado de un celebro capaz de pensar y unas extremidades capaces de desarrollar artefactos —la tecnología— que se ha ido refinando desde los instrumentos líticos del Paleolítico hasta las sofisticadas herramientas informáticas que gobiernan nuestra vida en la actualidad. La tecnología nos ha permitido, a diferencia de los grandes saurios que lo hicieron “a pelo”, dominar los espacios terrestres, marinos y celestes, llegando incluso hasta otros planetas, cosa que al parecer no se les ocurrió nunca a los dinosaurios.

Si el paralelismo entre filogénesis y ontogénesis fuera plausible, resultaría que las especies —y la nuestra no es una excepción— se verían sujetas a esa misma ley: aparición, crecimiento, desarrollo y extinción, con todas las fases intermedias que queramos atribuirles.

Parece, si nos detenemos en el estudio de las muchas especies que en el mundo han sido, que todas han seguido un patrón parecido. Miles o millones de estas han aparecido y miles o millones de ellas se han extinguido, como los estudios de los zoólogos acreditan.

Nos diferencia de todas las demás especies animales con las que compartimos territorio una cuestión fundamental: no hay ninguna otra que “nos controle por arriba”, circunstancia que es común en la naturaleza. Todas las demás especies depredan a las que tienen “por abajo” y son depredadas por las que tienen “por arriba”, de modo que sus poblaciones permanezcan estables y el equilibrio biológico se mantenga en el nicho ecológico que cada una ocupa. Todas son depredadoras y depredadas al mismo tiempo. No es el caso de la especie humana, única perteneciente a ese género que en estos momentos habita el planeta, una vez desaparecidos los Neandertales con los que mantuvimos cierta camaradería en sus últimos tiempos y de los que ha quedado un pequeño rastro en nuestro ADN, salvo en algunas poblaciones africanas que nunca tuvieron contacto con ellos.

Pero no es solamente el equilibrio con las otras lo que hará que una especie resulte exitosa. Es imprescindible que también se mantenga en equilibrio con el medio ambiente que la sustenta. De manera que si un rebaño de Ñus, pongamos por caso, crece desmesuradamente acaba agotando los pastos de la zona en que se nutre y tiene que emigrar forzosamente a otro lugar para poder sobrevivir.

Cuando la especie humana (decantadas ya las diversas formaciones de homínidos que no resultaron exitosas) se instaló definitivamente en el planeta constituyendo lo que hasta hoy llamamos homo sapiens, probablemente estaba constituida por una serie de clanes o bandas de pocos individuos que sumarian pocos millares. El planeta resultaba infinito y para llegar de un extremo al otro en su afán exploratorio, necesitaron muchos miles de años.

Pasó el tiempo, se desarrolló la tecnología y el conocimiento, se inventaron las guerras que han sido una constante en el desarrollo de la humanidad y que tanto han contribuido al desarrollo de la misma tecnología que, bien aplicada, podía haber resuelto los males que nos aquejan; crecieron de forma desmesurada las poblaciones…y el planeta se nos quedó pequeño y agostado.

Hasta no hace mucho eran precisos ochenta días para dar la vuelta al mundo. Ahora bastan unas pocas horas. La globalización ha acabado con las distancias y el transporte se ha hecho universal. Una cabra murciana se alimenta con los cereales cultivados en China, pero esa globalización llevaba un caballo de Troya: un posible atasco del comercio o la escasez de combustibles fósiles, cada vez más próxima, llevaría a la paralización del comercio y la cabra no podría subsistir. En su entorno próximo hace tiempo que se abandonó el cultivo de los recursos necesarios para su subsistencia. ¿Habrá que volver a los sistemas cercanos a la autarquía y a consumir de nuevo productos locales sin envases de plástico de los que no sabemos cómo deshacernos?

Y en esas andamos. A la espera de que el día menos pensado nos caiga un pedrusco como el del Golfo de Yucatán, alguno de los muchos volcanes durmientes despierte súbitamente como lo hicieron antes del de La Palma otros muchos sepultando ciudades como Pompeya y Herculano, o un tsunami arrase las costas de cualquiera de “los países civilizados”. Mientras tanto, la acción depredadora del Hombre ha agotado los combustibles fósiles, arrasado los bosques que permitían mantener un saludable equilibrio con el CO2, logrado que proliferen las macro granjas productoras de metano y epidemias, y conseguido aumentar la temperatura del planeta hasta que los polos se deshielen y nos manden a todos al carajo. Ha esquilmado el territorio como la manada de Ñus su pradera. La diferencia es que la humanidad no tiene alternativa y le es imposible emigrar a ningún planeta cercano para poder agotarlo a su vez.

Los líderes mundiales se reunen de vez en cuando para tratar el asunto. Y contribuyen al desastre manifestando su preocupación por el medio ambiente en sus numerosos jets y automóviles que aumentan el mal estado del aire allá donde se reúnan, dando con ello un pésimo ejemplo a las mismas poblaciones que recomiendan limitar el uso del vehículo propio. Por si fuera poco, los acuerdos a que logren llegar tras farragosas discusiones a las que no suelen acudir representantes de los que más contaminan, no son vinculantes. Y prometen soluciones para dentro de treinta o cuarenta años. ¡Átame esa mosca por el rabo!

Quizás esté a punto de cumplirse la inexorable ley de la naturaleza que hace que todas las especies, incluida la nuestra, se vean sujetas al imperativo de nacer, crecer, desarrollarse y llegar a la extinción, como probablemente les pasó a nuestros primos Neandertales hace unos cuarenta mil años. Si seguimos por ese camino, la humanidad morirá víctima de su propio éxito. Y el mundo seguirá como si tal cosa.



 

 

8 comentarios:

  1. Muy interesante. Muchas gracias por este aporte. Un abrazo.

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  2. No tenemos arreglo, Mariano. Un placer leerte, como siempre, querido amigo.

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    1. Confiemos en que la realidad no sea tan catastrofica como me parece. Quizás generaciones futuras se comporten con mayor cordura que nosostros. Gracias por tu visita y un abrazo.

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  3. En tiempos catastróficos como los que actualmente vivimos viene muy bien esta reflexión. Toca ahora agarrarse los machos.

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    1. Gracias Juan. A pesar de todo, y después de amarrarse los machos, hagamos lo posible. Ya sabes que muchos pocos hacen un mucho gordo. Un abrazo.

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  4. Muy interesante. Triste pero real. Saludos Mariano

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    1. Gracias, Pepica. Me da gusto que aparezcas por aquí de vez en cuando. Espero (y deseo) que todo vaya bien. Un fuerte abrazo.

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