Han pasado los tiempos y la Historia continua su marcha inflexible. Aquel país es como es y muchos de sus ciudadanos no deben estar muy a gusto en él cuando intentan abandonarlo arrostrando toda clase de peligros, con frecuencia mortales. Y se encuentran con el nuestro, tradicionalmente acogedor pero que ostenta la responsabilidad de ser frontera europea y guardian de las normas de recepción que esta dicta.
Nos enfrentamos a la paradoja de que somos acogedores y humanitarios, sí, pero colocamos vallas y concertinas para que no puedan penetrar en nuestro territorio quienes no cumplan con los requisitos exigidos. ¿Qué solución les queda a los que, de forma desesperada deciden abandonar su país? Cualquier medio, por peligroso que sea, para cruzar el mar que nos separa, siendo con frecuencia víctimas de las mafias que se dedican al tráfico de seres humanos.
Llegados a la península, reciben un trato humanitario que por deficiente que sea, es mejor que el que podían esperar en su tierra, de forma que objetivo cumplido. Fin de la primera parte. El paso siguiente es encontrar acomodo legal entre nosotros, lo que se acaba logrando a base de paciencia, trabajos clandestinos mal pagados y sacrificio. Es difícil aprender una lengua nueva y encontrar un trabajo bien remunerado si se carece —como sucede en la mayoría de los casos— de la más elemental preparación, pero al cabo del tiempo, mediante reagrupaciones familiares y ayudas de todo tipo que nuestra sociedad ofrece, se logra cierta estabilidad y los hijos nacidos aquí ya dispondrán de la nacionalidad española.
Como todos los grupos de emigrantes que en el mundo han sido (y en eso los españoles somos un conjunto experimentado), se agrupan en vecindarios próximos y procuran conservar sus costumbres, que en muchos casos son parecidas a las del nuevo país, pero que en algunos puntos difieren notablemente, y ahí radica el nudo de la cuestión. El comportamiento en sociedad es una cosa y en el ámbito doméstico otra. En lo social y público todos los residentes en este país deben obediencia a unas leyes que no emanan de código religioso alguno (por más que la iglesia católica desde tiempo inmemorial haya pretendido colocar su ávida mano en ellos), a diferencia de lo que sucede en sus países, regidos en gran parte por las enseñanzas emanadas del Corán y la Sharia. Para nosotros, la religión es una cosa y las leyes civiles otra. Para ellos no. Para nosotros, la igualdad entre hombres y mujeres es cosa que consideramos evidente —y luchamos cada día para que ese objetivo esté cada vez más cerca—. Para ellos no, pues el Profeta así lo dejó escrito en su momento y eso constituye materia de fe inamovible.
Así que se plantea una problemática que tendremos que resolver, aunque en mi opinión, han de hacer un mayor esfuerzo los que acuden a nuestra tierra —y recibimos con los brazos abiertos—, que nosotros, que generosamente les brindamos acogida, ayudas de todo tipo, y compartimos con ellos nuestro sistema de educación gratuita para sus hijos, sanidad universal, etc., ventajas que jamás hubieran podido soñar en sus países.
¿Podremos llegar a la integración real en un futuro más o menos cercano? Creo que el esfuerzo debe ser de los visitantes para adoptar los comportamientos del país de acogida antes que pretender que los habitantes de este adopten las suyas. Y si ello no es posible, siempre existe la posibilidad de volver al punto de partida.
[1] La expulsión de los moriscos de la Monarquía Hispánica fue ordenada por el rey Felipe III y llevada a cabo de forma escalonada entre 1609 y 1613.
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