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martes, 6 de diciembre de 2022

EN EL TREN

 

Gente que duerme con aspecto derrotado y macilento —son las 10 de la mañana—, a saber de dónde vendrán y cuantas horas de viaje llevan. Un fraile con hábito blanco y una amplia banda de color marrón que le cuelga hasta el suelo por el pecho y la espalda. Parece ensimismado en sus rezos que sigue mientras pasa las gruesas cuentas de madera de su rosario. Me ha recordado las plegarias de mis amigos musulmanes que pasan el día dando vueltas a sus rosarios de 99 cuentas mientras musitan los nombres de Alá. Se levanta y va hacia la puerta, supongo que buscando el baño. Lo sigo y espero que salga. Me hago el encontradizo.

—Perdone, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Usted dirá

—¿A qué orden pertenece? Me ha sorprendido su hábito, no se ve con frecuencia.

—Pertenezco a la orden de los mercedarios.

—¿Los que rescataron a Cervantes?

El hombre sonríe, quizás sorprendido.

—Sí señor, entre muchos otros.

El tren sigue su marcha. En el descansillo se percibe más fuerte el traqueteo, pero estamos a salvo de importunos ya que se trata del último vagón. El hombre parece tener gana de conversación o de hacer adeptos.

—Precisamente la orden se creó con el objeto de rescatar cautivos de los musulmanes, allá por el año 1218 por nuestro fundador san Pedro Nolasco, al que se le apareció la Virgen de la Merced al mismo tiempo que a Jaime I el conquistador y a san Raimundo de Peñafort, el confesor de nuestro fundador.

—¿Al mismo tiempo?

—Sí señor, al mismo tiempo.

Sonríe ante mi gesto de escepticismo.

—Son misterios de fe.

—Ahora ya no hay cautivos que rescatar de los moros, más bien son los moros los que vienen a que los rescatemos.

El monje sonríe, se ve que no es amigo de polémicas.

—Por suerte, nuestra misión no termina por eso. Tenemos, como los jesuitas, un cuarto voto además de los tres clásicos de pobreza, obediencia y castidad. Ellos tienen el de obediencia directa al Papa y nosotros el de liberar a otros más débiles en la fe.

—Ya.

La conversación no da más de sí. No soy ducho en milagros y ha debido de darse cuenta. El rosario cuelga de su mano invitándolo a proseguir su práctica piadosa.

—Adiós, que tenga usted buen viaje.

—Hasta otra.

Una muchacha joven con el pelo tintado de un rubio mugriento dos asientos más allá, con un vestido blanco sujetado por escasos tirantes que sostienen un pecho breve. Tiene tatuajes multicolores en ambos brazos que le cubren desde la muñeca hasta el hombro. Me gustaría ver con detalle las figuras que representan, pero la buena educación impide que me fijé con mayor atención. 

Dos chicas con chándal de brillantes apliques verde amarillento y un evidente sobrepeso que evoca la morcilla de Burgos. El resto de pasajeros quedan fuera de mi radio de visión. Todos llevan mascarillas, la mayor parte de ellas quirúrgicas colgando por debajo de la nariz.

El tren se desliza sin prisa, como si su objetivo no fuera transportar viajeros de un sitio a otro sino permitirles recrearse en un paisaje que tiene poco de interesante. Las paradas son frecuentes y tediosas a pesar de que el tren pertenece a esa categoría indeterminada que llaman “intercity” a la que se le supone cierta rapidez. En este caso la rapidez consiste en emplear algo más de siete horas para recorrer los seiscientos treinta kilómetros que nos separan de Barcelona.

Para el tren en Alicante y entre otros pasajeros sube una chica de piel morena que ocupa uno de los asientos fronteros al observador. La larga parada permite escuchar sin interferencias un interesante debate en la radio sobre los funerales en general y el de la reina de Inglaterra en particular. La anciana señora ha muerto a una edad más que venerable después de haber sido testigo privilegiado de acontecimientos mundiales y escándalos familiares durante el último siglo. Uno de los contertulios radiofónicos nos ilustra sobre el ritual de los entierros musulmanes y luego el de los chinos, que son bien distintos. Al observador le parecen esos ceremoniales harto alambicados y piensa si no sería más lógico, habida cuenta de la realidad inexorable de la muerte, aceptarla de principio y verla llegar de una forma natural y no con la sorpresa inesperada con que se recibe, aunque suceda a las vetustas edades que son habituales en nuestros días. El dolor con que se despide al viajero involuntario se debe, por partes iguales, a la pena de quedarse para siempre sin la compañía de quién nos era grato y necesario, y a la constatación subconsciente de que nuestro propio fin se vislumbra en lontananza. La muerte está exenta de la vida cotidiana, quizás por eso constituye un hecho traumático cuando aparece. Aunque si la tuviéramos presente de continuo, quizás la vida se convertiría en una carga insostenible.

Sube, entre otros pasajeros, un matrimonio que parece filipino con dos niños que ocupan los asientos vecinos. Los niños, como los padres, son bajitos, los ojos rasgados y una piel ligeramente anaranjada. En los niños se nota aún más la desproporción de la cabeza que parece corresponder a un cuerpo mayor bajo su espesa mata de pelo negro y lacio. El pelo lacio corresponde a la sección redonda y el rizado a la ovalada, oí decir hace tiempo ya no recuerdo a quien. El mayor de los chicos puede tener siete u ocho años, el pequeño unos tres. Este permanece en brazos de la madre y sufre frecuentes accesos de mal humor manifestados con potentes alaridos que la señora se ve en dificultades para reprimir. Tiene cara de chino viejo. El que parece ser el padre ha caído en un asiento al otro lado del pasillo y se inhibe de la cuestión abstraído en la contemplación de su teléfono móvil. A ratos deja caer la cabeza en el respaldo y parece dormir hasta que lo despiertan los alaridos del niño. El tren prosigue a su marcha llena de parsimonia y la voz impersonal de una mujer desgrana por el altavoz instrucciones ininteligibles en varios idiomas entre los que se entiende la palabra Villena.

El día se ha metido en borias que parecen despedir a un verano que ha resultado extremadamente duro. Los desusados calores comenzaron casi a principio de junio y han durado hasta ahora, mitad de septiembre. Las moscas, que son muy sabias, conocen perfectamente el momento en que han de aparecer. Probablemente han llegado desde tierras saharauis para anunciar el final del verano, como aquella canción del Dúo Dinámico.

El paisaje es yermo, la dura canícula ha agostado la tierra y las pocas hierbas que se divisan fugazmente son raquíticas y amarillas. No se ve un alma en los campos que el tren atraviesa ahora a razonable velocidad.

La chica de piel morena ha sacado un ordenador portátil y se abstrae en la contemplación de la pantalla, de vez en cuando escribe algo, puede que sea una maestra que se incorpora a su primer destino o una ingeniera que se dirige a la Refinería de Tarragona o una supervisora de un hotel de Castelldefels, vaya usted a saber. El fraile se levanta para ir al servicio y por un momento me propongo provocar otra charla para aliviar la monotonía, pero no me atrevo. Es difícil el diálogo con gente de creencias, no hay posibilidad de controversia, o se tiene fe o no se tiene. Fe y raciocinio tienen pocos puntos de contacto.

Suena un teléfono y la muchacha que hay tres asientos más lejos contesta con una voz que inunda el vagón. Nos enteramos de que estaba durmiendo cuando ha recibido la llamada, de que le falta todavía una hora para llegar a su destino, de que no ha podido llamar antes a Elvira porque estábamos atravesando túneles y no tenía cobertura, de que el padre de ambas sigue estupendamente ya muy mejorado de su afección prostática y de que le envía cariñosos recuerdos a un tal Paco. Termina con un "adiós cariño” que deja al resto de pasajeros aliviados.

El paisaje cambia paulatinamente de amarillo a tonos verdosos. A los olivos que han ido apareciendo en pequeños grupos, les suceden los bancales de naranjos alineados como si se tratara de soldaditos de plomo en permanente posición de espera.

La madre del niño que se parece al malvado enano de la película de James Bond ha encontrado una triquiñuela para que deje de gritar: proporcionarle un yogur cremoso que saca de las profundidades de una bolsa de viaje a pique de reventar. El niño se empastifa cara y adyacentes con una aplicación digna de encomio. La madre se resigna a recibir algún churrete como daño colateral. Es muy de agradecer el silencio aplicado que el niño dedica al yogur y nos permite escuchar la voz de la azafata que dice Xativa.

Suben dos mujeres, una con habito musulmán y pañuelo en la cabeza y otra, que parece por el parecido hija o pariente próxima, con vaqueros y un breve body que resalta unos notables encantos. Contraste de civilizaciones y costumbres.

En un libro de Landero, que me acompaña en el viaje, tropiezo con el obispo Eulogio de Córdoba que animaba a sus feligreses a blasfemar del profeta Mahoma en los barrios musulmanes para así ser condenados a muerte y mediante ese ingenioso ardid entrar triunfantes en el Paraíso. El mismo Eulogio, en un ejercicio de brillante ejemplaridad logró que lo condenaran a muerte con ese astuto subterfugio. En aquella época, por lo visto, era relativamente fácil engañar a las autoridades musulmanas para poblar el paraíso cristiano de mártires. Tomo buena nota para posibles futuras visitas al mundo musulmán. Es reconfortante saber que tiene uno el paraíso al alcance de la mano.

Los filipinos han llegado a su destino cuando el tren para en Valencia, que si no llega a ser la mitad del camino, es por lo menos un hito importante en el recorrido. Bajan del tren.

El cual, en su marcha lenta pero constante desfila ahora por entre terrenos en los que se amontonan grandes masas de baldosas de cerámica, señal inequívoca de que nos aproximamos a Castellón y con ello a la mitad del camino. En la parada sube una chica de falda larga y expresión amable que ocupa el asiento de la madre filipina. Va cargada con tres enormes maletas que, con dificultad y mi ayuda encajamos en la rejilla de equipajes. Saca un libro de la bolsa que lleva en bandolera y un lápiz Joan Sindel 2H con el que subraya algunos párrafos. El libro se llama “Ungidas” y la autora Mariola López Villanueva, como me permite observar una discreta ojeada. Me quedo con las ganas de preguntarle si se trata de una obra feminista o algo por el estilo. En el tren, un desconocido sentimiento de timidez me impide entablar conversación con otros viajeros, más si son mujeres, quizás por el temor de parecer un ridículo vejestorio rijoso. Pocas cosas hay que atemoricen más que el ridículo.

Volvamos a la prosa ágil y entretenida de Landero. "El pensamiento, si uno no lo controla, se echa al monte, como quien dice, se pone bravo y traspasa todos los límites, rompe todas las reglas, crea todo tipo de disparates y de monstruos.” Puede que sea cierto, a veces resulta difícil controlar la imaginación desbordada. 

En los viajes, el espacio cerrado dificulta liberarse de ciertas servidumbres inherentes a la condición humana. Me refiero tanto a la necesidad de comer como a la de descomer. Esta segunda está medianamente bien resuelta mediante pequeños cubículos que cumplen perfectamente su función con la sola salvedad de no usarlos mientras el tren está parado como avisa una pegatina escrita en primorosos caracteres góticos. Es de suponer que, en marcha, cualquier tipo de residuos que puedan depositarse en ellos ha de ser dispersado por la veloz marcha del convoy. En cuanto a la primera cuestión, si el pasajero no ha tenido la precaución de proveerse de los consumibles necesarios, se verá obligado a recurrir al servicio de restauración instalado en uno de los vagones de cabeza, opción que sin duda quedará impresa en su memoria durante mucho tiempo, tanto por la repugnante calidad de los productos ofertados, cuanto por el abusivo precio que tendrá que pagar por ellos.

Acunado por el solecillo que me da de refilón, he dado unas cuantas plácidas cabezadas y el libro abierto se ha deslizado por las piernas despertándome. En el sillón de enfrente se ha instalado un señor grandote y enmascarado con una especie de bozal negro que parece hecho a medida. No sé si me observa o no a través de las gafas de un negro impenetrable. Las piernas de un grosor inusual y una largura propia de su humanidad exagerada, invaden mi espacio y me obligan a retirar las mías derivándolas hacia el pasillo. Lleva dos anillos plateados, a modo de alianza, en cada uno de los dedos índice y anular de la mano derecha y un tercero del mismo porte en el medio de la izquierda. La barba perteneciente a la papada que le rebosa de la mascarilla me hace pensar en José Luis Balbín y su Clave, pero sé que no puede ser él porque murió hace unos años, igual que Jesús Quintero, el inolvidable Loco de la Colina, muerto a los ochenta y dos años según anuncia la radio. Es tiempo de pérdidas.

Sigue el tren aumentando cada vez más la velocidad, como si quisiera, en un último esprint como hacen los ciclistas cuando se avizora la meta, recuperar el atraso acumulado a lo largo de las muchas horas que nos ha arrastrado con singular parsimonia. Desfilan ahora velozmente por la izquierda las urbanizaciones costeras y por la derecha el mar que parece único e inconmovible. Como un ramalazo veloz intuyo, más que veo, la silueta de una iglesia de piedra. Acabamos de dejar atrás Sitges, la blanca Subur cuyas historias pueblan tantos recuerdos del viajero. Tiempos de lejana juventud, casi de infancia. Una ciudad cuyos hábitos de libertad la asimilaban en el decir de la gente a Gomorra. Único lugar de España donde la nefanda relación se contemplaba como la cosa más natural del mundo, que Santiago Rusinyol hubiera podido incluir sin malicia en su “Auca del señor Esteve”. Hermosos tiempos de luminosidad esplendorosa y veranos llenos de libertad en una patria de sociedad cutre y mezquina.

Dice Luis Landero que “En el amor y en la amistad pasa como en las grandes arquitecturas. De pronto aparece una grieta y ya toda la obra se encuentra en peligro de colapso” y puede que tenga razón, mejor no comprobarlo en carne propia.

La tierra por la que atraviesa el tren ahora está parcelada en cuadrados, como un tablero de ajedrez, sino que los cuadrados no son blancos y negros, encierran superficies verdes de cultivos para subsistencia. Se ven tomateras, pimientos, alcachofas, brócolis y una serie de verduras que uno imagina destinados al auto consumo por el pequeño tamaño de las explotaciones. La inflación desbocada y la escasez de algunos alimentos han propiciado la aparición de estos huertos a los que se dedican muchos emigrantes que abandonaron sus tierras de origen para trabajar en las fábricas y que ahora, en paro o jubilados, han encontrado en este nuevo encuentro con la tierra una razón para emplear su tiempo y una fuente de discreta riqueza con la que aliviar las maltrechas economías familiares.

Nos aproximamos a Barcelona y los túneles se suceden velozmente creando una atmosfera inquietante, tan pronto luz como oscuridad acompañadas por el cambiante estrepito de las vías. Por fin se aminora la marcha y el tren se desliza por el iluminado subterráneo de la estación de la Ciudad Condal.

 

*

 

 

6 comentarios:

  1. Observador-narrador de mirada limpia, respetuosa, ciclopeica (de cíclope), ecuménica (palabra un tanto partidista (por su ortodoxia), podría haber haber dicho mejor, "global". No hay nada como el viajar para abrir las ventanas de nuestros ojos hacia nuestro interior y así darnos cuenta de que todos somos parte de la tarta de queso que un día se disputarán nuestros herederos los gusanos. Tiempo de pérdida.

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    1. Ja ja, Polifemo con dos ojos! Lo de ecumenico es demasiado, pero es hermoso. Gracias, Juan. Un abrazo.

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  2. Cómo me gusta leerte, Mariano. Me has hecho viajar en tren una mañana festiva de martes.

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  3. Gracias, Rubén. Siempre eres una magnífica compañía. Abrazo.

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