Dedicado a Blas Rubio,
amante de la naturaleza y de las leyendas.
Hoy
es corriente que los niños tengan siete u ocho abuelos vivos y hasta algún
bisabuelo, merced a los divorcios y posteriores ensamblajes que se han hecho
habituales, pero todos recordareis los tiempos en que era raro encontrar un
niño que hubiera conoció a los cuatro que entonces eran lo normal. Los estragos
de la guerra, la precariedad de los medios de vida y otros factores hacían que
las tres generaciones coexistieran durante poco tiempo. Yo solo conocí a un
abuelo, de los de boina, esparteñas y caldo de gallina apagado en la
comisura de los labios. Mi abuelo sabía mucho de la vida, más que cualquier
otra persona que yo hubiera conocido, incluido mi padre. Sabía de la tierra y
del cielo, de las plantas y las nubes, de cuándo había que sembrar y cuándo iba
a llover. Y sabía también de historia. A veces me contaba de un personaje,
mitad bandido de trabuco, mitad bienhechor de limosna llamado Jaime el
Barbudo. Mi abuelo nunca acababa del todo las historias, sea porque no las
conocía con exactitud, sea porque con ello aumentaba el misterio que me
mantenía embobado sobre sus rodillas en las noches de invierno y chimenea.
Años
más tarde, mi profesor de Historia en el Instituto se refirió a un personaje
llamado Jaime del que uno de sus hagiógrafos, Bernat Desclot, decía ‘Este rey,
Jaime de Aragón, fue el más bello de los hombres del mundo; puesto que era muy
bien formado y cumplido en todos sus miembros. Tenía un gran rostro bermejo de
hermosas barbas…’
Tate,
me dije, ya sé quién era el barbudo del abuelo. Pero no, mis pesquisas
infantiles me aclararon que se trataba de Jaime I llamado El Conquistador, que
vivió entre 1208 y 1276, fue rey de Aragón, Conde de Barcelona y conquistó
Mallorca y Valencia. Una de sus hijas, Violante, casó con Alfonso X, muy
vinculado con Murcia, en cuya catedral quiso que reposaran para siempre sus
entrañas y corazón.
Perseverando
en mis infantiles investigaciones, di con el otro barbudo, el autentico, al que
se refería el abuelo, el del trabuco, que no tenía nada que ver con el rey.
Jaime
José Cayetano Alfonso, que mas tarde sería conocido como ‘El Barbudo’, nació en
octubre de 1783, en Crevillente, hijo de Jaime Alfonso Juan y de María Antonia
Juan Carrillo. Pasó la infancia pastoreando las ovejas de la familia y
explorando la sierra adyacente. A los veinticinco años se fue de jornalero a
Catral donde casó con Antonia Gracia, de la que tuvo dos hijos. Según parece,
su camino de bandolero se inició a consecuencia de la reyerta con un valentón
local, llamado ‘El zurdo’ al que desbarató de un arcabuzazo. Huido al monte y
perseguido por la justicia, se internó en la sierra de Abanilla después de
poner a buen recaudo en Valencia a su mujer y sus hijos. A partir de ahí, se
teje la leyenda, como la de muchos de los bandidos de la época que se vieron
enrolados, de mejor o peor grado, en las partidas que luchaban contra las
tropas napoleónicas. Él mantuvo la fama de fiereza que le daban el aspecto más
que desaliñado y las barbas hirsutas, de donde le vino el nombre. Dicen también
que trabajó para una sociedad secreta llamada ‘El ángel exterminador’, dedicada
a darles matarile a los liberales que pillaban.
Lo que parece cierto es que se mantuvo
durante muchos años, perseguido con mayor o menor ahínco por la justicia, por
tierras de Murcia y el Altiplano, recorriendo en sus fechorías las zonas de Abanilla,
Jumilla y Alicante. Según parece, conocía a la perfección la Sierra de la Pila,
donde tenía varios refugios.
Es tradición que uno de sus trabucos llegó a
figurar en París, entre la colección de armas del barón Tylor, ayudante de
campo del General D’Orsy con el que ‘El Barbudo’ había tenido ocasión de
colaborar en la guerra contra los franceses.
Con la vuelta de Fernando VII, el más felón
y desalmado de los reyes Borbones, volvió Jaime a Murcia, engañado con la
promesa de un indulto, pero fue preso y ajusticiado el 15 de julio de 1824 en
el patíbulo de la plaza de Santo Domingo. Sus cuartos, fritos para mejor
conservación, se repartieron por toda la comarca como ejemplo y advertencia a
maleantes.
Mucha distancia iba, pues, de un Jaime al
otro, pero quizás, sin aquellas truculentas historias de
sanguinarios barbudos que me contaba el abuelo, nunca se me hubiera ocurrido
dedicarme a enseñar Historia en el mismo Instituto donde averigüe, en mi
mocedad, quién era quién de los dos Jaimes.
Me ha encartado leerlo. Gracias.
ResponderEliminarPilar
Me ha encartado leerlo. Gracias.
ResponderEliminarPilar
Para sabios los abuelos, para curiosos los nietos y para contar historias un escritor como tú... ha pasado un ratico muy entretenido.
ResponderEliminarAbrazos.
Gracias, Rafael, lo mismo te digo. tus versos en el funeral son estupendos. Gracias por pasarte por aquí y un abrazo transoceánico.
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