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martes, 1 de enero de 2019

POSTRIMERÍAS


 Fue incapaz de reaccionar cuando aquel grandullón salió corriendo con la mitad del polo que aún le quedaba. Se quedó quieto, experimentando por primera vez la sensación de pérdida definitiva. Y de injusticia. Y el ansia de venganza cruel y despiadada. Le afloraron lágrimas de impotencia.
Olvidó pronto el incidente (cuando consiguió de su madre el dinero para otro helado). Pero un sentimiento extraño se le quedó para siempre anudado a las tripas: nada dura eternamente, no existe lo definitivo, cualquier cosa es susceptible de acabar en forma abrupta e inesperada. Hay que estar preparado para cuando las cosas lleguen al final inexorable.  Quizás a eso se referían los curas cuando le hablaban de “las postrimerías”. Acaba el manjar que nos resulta placentero, y el amor, el sexo, la dicha, el dolor. Acaba siempre el placer por más que nos empeñemos inútilmente en prolongarlo, pero lo último también forma parte de lo primero; entonces nada empieza ni acaba, todo continúa, como un círculo que no tiene principio ni fin. Habrá que estar preparado para tomar el final con la misma alegría que se tomó el principio.
Creció con ese sentimiento, que lo fue volviendo temeroso y taciturno, con frecuencia ensimismado. Comprendió por igual a los que se negaban a considerar lo efímero de las cosas humanas viviendo en la inconsistencia evanescente, y a los que hacían de las postrimerías el reflejo permanente de su vivir diario, a los botarates y a los monjes de clausura. Entre la cigarra irreflexiva y la hormiga conservadora, intentó encontrar una tercera vía de la que siempre acababa cayendo hacia uno u otro lado.
Y continuó buscando, creyéndose un inquieto privilegiado sin saber que la búsqueda es el estado natural del hombre y que no hacía nada que lo diferenciara de los demás mortales. Visitó muchas creencias y acabó entendiendo que todas eran la misma, que el afán de trascendencia era tan potente que inventaba mundos y dioses con tal de distraer la atención de la única verdad. Pero aprendió algo de cada una de las creencias: que jamás ninguna de encontraría cobijo en su corazón.
De maestros budistas aprendió el no-ser y la contemplación de la única realidad: considerar la muerte como parte de la vida y experimentarla en cada acto, en cada momento, en cada pequeña muerte que late en el sueño diario y en el final definitivo de las cosas queridas.
Supo que un día, tarde o temprano, estaría liberado de aquella sensación de pérdida que conoció cuando le arrebataron su helado. Nada de lo que tuvo era suyo y nada de lo que perdiera podría dañar su corazón.


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