Olvidó pronto el incidente (cuando consiguió
de su madre el dinero para otro helado). Pero un sentimiento extraño se le
quedó para siempre anudado a las tripas: nada dura eternamente, no existe lo
definitivo, cualquier cosa es susceptible de acabar en forma abrupta e
inesperada. Hay que estar preparado para cuando las cosas lleguen al final
inexorable. Quizás a eso se referían los
curas cuando le hablaban de “las postrimerías”. Acaba el manjar que nos resulta
placentero, y el amor, el sexo, la dicha, el dolor. Acaba siempre el placer por
más que nos empeñemos inútilmente en prolongarlo, pero lo último también forma
parte de lo primero; entonces nada empieza ni acaba, todo continúa, como un
círculo que no tiene principio ni fin. Habrá que estar preparado para tomar el
final con la misma alegría que se tomó el principio.
Creció con ese sentimiento, que lo
fue volviendo temeroso y taciturno, con frecuencia ensimismado. Comprendió por
igual a los que se negaban a considerar lo efímero de las cosas humanas
viviendo en la inconsistencia evanescente, y a los que hacían de las
postrimerías el reflejo permanente de su vivir diario, a los botarates y a los
monjes de clausura. Entre la cigarra irreflexiva y la hormiga conservadora,
intentó encontrar una tercera vía de la que siempre acababa cayendo hacia uno u
otro lado.
Y continuó buscando, creyéndose un
inquieto privilegiado sin saber que la búsqueda es el estado natural del hombre
y que no hacía nada que lo diferenciara de los demás mortales. Visitó muchas
creencias y acabó entendiendo que todas eran la misma, que el afán de
trascendencia era tan potente que inventaba mundos y dioses con tal de distraer
la atención de la única verdad. Pero aprendió algo de cada una de las creencias:
que jamás ninguna de encontraría cobijo en su corazón.
De maestros budistas aprendió el
no-ser y la contemplación de la única realidad: considerar la muerte como parte
de la vida y experimentarla en cada acto, en cada momento, en cada pequeña
muerte que late en el sueño diario y en el final definitivo de las cosas
queridas.
Supo que un día, tarde o temprano,
estaría liberado de aquella sensación de pérdida que conoció cuando le
arrebataron su helado. Nada de lo que tuvo era suyo y nada de lo que perdiera
podría dañar su corazón.
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