GABINO Y LAS MONJITAS
Su
padre consideró conveniente depositar, en una primera
instancia, la responsabilidad de su buena educación en las sabias y bondadosas
manos de las monjitas del Carmelo. Aquel colegio aún sobrevive convertido, por
el paso del tiempo, en Mayor. Gabino llegaba cada mañana –unas veces más
puntual y la mayoría menos- a una de las dos colas que se formaban a la puerta.
Se habilitaba una para niños y otra para niñas. Llegado su turno, restregaba
rápidamente las narices en el largo y negro escapulario de la hermana portera,
(que presentaba un sólido y añejo reguero de mocos infantiles), y entraba sin
demasiada premura al gran patio desde donde se accedía a las aulas.
Recordaría,
años después, aquel olor inconfundible: mezcla de cocina rancia, espacios
cerrados con aire respirado varias veces, sotanas de paño nada limpias y
cuerpos con zonas íntimas que jamás llegaron a trabar amistad estrecha con la
pastilla de jabón ni el maligno invento francés del caballito. Un olor característico
y asfixiante que quedó asociado en su mente a todo lo eclesial. A veces, en los
actos litúrgicos donde el olor se volvía más denso y reconcentrado, se recurría
al cloroformo de los incensarios y eso era aún peor. La mezcolanza olorosa se
convertía en una sensación de ahogo difícil de soportar. A Gabino, por aquel
entonces comenzó a despertársele un secreto regomello ante la posibilidad
–remota- de acabar en un cielo nutrido de personal tan pestilente. Quizás por
eso las sotanas en general y los hábitos monjiles en particular, le produjeron
cierto rechazo y una vaga sensación de incomodidad nunca superada.
Desde
ese primer contacto con los religiosos, quizás porque nadie se tomó la molestia
de explicárselo, no comprendió qué pintaban en su educación aquellas buenas
mujeres, embutidas en raras e incómodas vestimentas que les quitaban el aspecto
de los seres humanos normales. Resultaba difícil expresar esas opiniones en un
entorno que aceptaba la situación como la cosa más natural del mundo y donde cualquier
crítica sobre asuntos de índole eclesial era tomada por insólito anatema. En
aquella época, los religiosos tenían cierto prestigio por el solo hecho de
serlo, como si fueran depositarios de la moral general o guardianes de la moral
pública. Había que guardarles un respeto especial y tener con ellos una serie
de actos reverénciales consistentes en besarles a cada uno lo que le
correspondiera: el hábito, el bordón, la mano, el anillo etc.
Gabino,
se chupó los dos años reglamentarios de Carmelitas. Nunca pudo averiguar por
qué las llamaban descalzas, ya que a pesar de sus muchos esfuerzos jamás pudo
verle los pies a ninguna. Sufrió pequeñas odiseas cotidianas y obligados paseos
por la clase de las niñas para purgar ignorados pecados propiciados por su
carácter que ya empezaba a manifestarse díscolo.
Aquellos
paseos que las buenas religiosas le daban por otras clases con la ingenua
intención de que le resultaran afrentosos, devinieron en encantadoras charlas y
escarceos con las niñas mayores. Resultaban aquellas mucho más interesantes que
las de su tiempo, lo que acabó llevando a las religiosas, muy a pesar suyo, a
recomendarle a su padre un colegio de varones que era lo que su edad y su
precoz desarrollo reclamaban a gritos.
Gabino
recordaría para siempre, con alegre desasosiego, aquella educación retrograda y
mezquina que, por fortuna, sus hijos jamás conocerían.
Una maravilla el haberte hallado que la vida te siga dando besos
ResponderEliminarGracias, y a ti también.
EliminarPor suerte mi padre decidió que la educación de las monjas hacía a las niñas mojigatas.
ResponderEliminarTu padre, además de buen pintor, era una excelente persona, y encima listo.
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