Durante mis primeros años el mar fue una
perspectiva inabarcable por la que unos cuantos pilluelos nos aventurábamos en
un esquife de remos. Llenos de sueños infantiles, pretendíamos emular hazañas
mal leídas y peor interpretadas en las que se mezclaban sin tino Colón con los
Vikingos de Vineland, El Corsario Negro y la Perla de Labuán, o Sandokán con
sus tigres de Mompracem.
Tardé poco
(lo que tardan en desvanecerse los sueños infantiles) en averiguar que
aquel era un mar finito y limitado, “una laguna interior”, como dicen ahora los
folletos turísticos en un vano intento de atraer extranjeros con posibles, y
que “el mar mayor” como llamábamos a la enorme extensión que comenzaba al otro
lado de la Manga, era el auténtico mar, el mar inabarcable.
Poco después, anclado en Tarragona durante
una temporada, descubrí fascinado aquella extensión de vacío azul con cargueros
no más grandes que una hormiga en lontananza, observados desde el “Balcón del
Mediterráneo”. Allí pasé largas tardes de añoranza reconfortándome con la idea
de que aquel mar era el mismo que bañaba las costas de mi tierra lejana y acaso
llevaría hasta ella un punto de mi triste desesperanza. Pero también se quedó
pequeño. Por entonces descubrí a Henry Pirenne y supe que lo había reducido a
un familiar lago, el “mare nostrum”, y que los romanos habían hecho de él cuna
y vehículo de una cultura común después de adueñarse y asimilar la fenicia y la
griega.
Andando el tiempo, desde el delta del Nilo,
cerca de El Cairo multiforme y bullicioso, en una tarde de sosiego
imprescindible, imaginé las columnas de Hércules que me parecía adivinar entre
las brumas, hacia occidente; y el estrecho que da paso a otro mar infinito,
paso breve que tantas veces habría de cruzar años después. El mar, la mar, como
le llaman los que tienen más familiaridad con él, continuó fascinándome
siempre, como deja boquiabiertas a las
gentes de tierra adentro la primera vez que contemplan sus azules.
Descubrí luego el Cantábrico, nervioso y
movedizo, de olas cortas y ariscas, espumeando las rocas perceberas, que se
arremansa solamente en las rías serpenteantes de verdor para nutrir las
incontables bateas de mejillones. Allí conocí el fenómeno de las mareas que
cambian cada pocas horas el perfil de la costa. Luego navegué por el Bósforo
que separa el pasado y el presente de nuestra historia, crucé el Cuerno de Oro
en medio de su incesante barahúnda y me parecieron todavía vecinos los otomanos
y los mamelucos de tiempos napoleónicos.
Pero ningún mar conmovió mi corazón y llenó
mis ojos como el Atlántico, cuando tuve ocasión de contemplarlo a lo largo de
la costa que va desde Marruecos a Senegal bajando por tierra mauritana. Hay una
carretera que, bordeando la costa llega desde Safi en Marruecos hasta Dakar, en
Senegal, y permite viajar durante miles de km. con un ojo puesto en cada uno de
los desiertos, el azul y el rojo, separados por los escarpados farallones donde
se estrellan las altas olas impotentes. Es el mismo mar que, más sosegado,
puede verse en las costas de Huelva de playas infinitas, o en Portugal, donde
inspira el melancólico y dulce sonido de los fados. Allí, en Figueira da Foz,
presencié, acunado en amorosos brazos, las más bellas puestas de sol que nunca
imaginara y que permanecerán en mi recuerdo para siempre. De la misma forma que
en Japón se goza el privilegio de ver nacer el sol cada amanecer, allí se
disfruta de un ocaso mágico que invita a cultivar la esperanza del día
siguiente.
El mar, la mar.
¡Qué bonito! Gracias por este viaje a través de tus recuerdos.
ResponderEliminarGracias, Yashira, que gusto verte por aquí. Un abrazo.
EliminarMaravilloso viaje, Mariano. Yo a duras penas he pisado las playas del Atlántico. Un abrazo.
ResponderEliminarNo pierdas la esperanza, el mar siempre está ahí. Un abrazo.
EliminarUn abrazo desde uno de los faros del Estrecho, versión actualizada de las columnas de Hércules.
ResponderEliminarOtro fuerte pera vosotros!
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