Avanzan los
países del primer mundo por la senda de la prosperidad, mejores formas de vida,
facilidades para acceder a la enseñanza, menos esfuerzo para conseguir lo que
antes era inalcanzable… Pero el progreso nos ha revelado el caballo de Troya
que camuflaba en su interior: la corrupción que ataca a los ambiciosos con
desprecio absoluto de sus semejantes. Los ambiciosos son los que se encaraman
al poder mientras los ciudadanos de a pie se resisten a pensar que lo hacen por
intereses espurios de los que ellos mismos se sienten lejanos. Es un error que,
con frecuencia, cometen las personas honradas.
Y sucede lo
que sucede cuando se confía a la zorra el cuidado de las gallinas: que hace un
estropicio en el gallinero. Pasados unos cuantos años, las privatizaciones, los
recortes en educación, en sanidad, en investigación, en pensiones y en todo lo
que suene a derechos sociales, ha hecho su faena: la sociedad se ha
empobrecido, pero los ricos son más ricos y los bancos, una vez rescatados con
el dinero de todos, se apresuran a ‘reciclarse’ convirtiéndose en empresas de
servicios en vez de hacer circular el dinero para impulsar la industria y los negocios.
Se aplican sin rubor a la especulación en ‘los mercados’ y a cobrar porcentaje
a cualquier transacción por modesta que sea.
Los jóvenes
se han acostumbrado a las precarias condiciones de trabajo que les esperan -si
es que encuentran alguno-, y a vivir de sus padres mientras puedan. Ser mileurista ha pasado de tener un tinte
peyorativo a ser una circunstancia envidiable. ‘Eso es lo que hay’, dicen con
un conformismo adocenado, conscientes de
que los tiempos de las revoluciones han pasado y de que, a las malas,
ahí están los padres o los abuelos para socorrerlos. Mala enseñanza para los que
pronto han de tomar las riendas de este difícil carro que tiende al
despeñadero.
El abanico
diferencial entre ricos y pobres, lejos de cerrarse como sería la aspiración de
toda sociedad igualitaria, se abre cada vez más. La clase media, fautora imprescindible de cualquier
revolución social, ha desaparecido. Queda una elite reducida de poderosos y la
gran masa acomodaticia de sobrevivientes. Antiguallas como la buena educación,
el trato deferente a los mayores o la cortesía en los medios de transporte, han
quedado superadas al tiempo que el lenguaje se ha sincopado y los mensajes,
necesariamente breves ‘porque si no, no los lee nadie’, han de subrayarse en
mayúsculas para que se aprecie su importancia.
No me gusta
ser catastrofista, pero tengo la penosa impresión de que somos, quizás por
primera vez en la historia, una generación que dejará a sus sucesores el mundo
peor que lo recibimos.
Triste pero es la pura realidad Mariano!!!!
ResponderEliminarPues sí. Triste Pepíca.
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