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martes, 13 de diciembre de 2016

CHAMANES Y DIOSES

Hace miles de años, un grupillo de antepasados se reunía en las profundidades de una caverna alumbrados por rústicas lucernas de piedra. En ellas quemaban ciertas hierbas que les proporcionaban una sensación de mágica potencia. En las paredes lisas de la cueva dibujaban, con ocre y polvo de carbón, las piezas que se disponían a cazar al día siguiente; las presas aprisionadas en los  dibujos caerían fácilmente bajo sus azagayas de punta endurecida al fuego. Un hombre cubierto de amuletos y  ataviado de forma diferente, los dirigía. Era el primer chamán.
Ese hombre se había dado cuenta de que podía interpretar la voluntad de los seres todopoderosos que habitaban las alturas de donde procedían su ventura o su desdicha. De lo alto venía el sol beneficioso que calentaba sus huesos ateridos después de las noches húmedas, y la lluvia que hacía crecer la hierba para alimentar los rebaños de ungulados de los que dependían sus vidas. Pero también, el trueno aterrador, el rayo que incendia y mata, y el manto blanco que enfría los huesos y acaba con la vida de niños y viejos.
El chaman se dio cuenta de que podía erigirse en intérprete de aquellos seres imaginados. Sus compañeros eran crédulos y estaban atemorizados, inermes ante  las muestras de poder celestial que escapaban a su comprensión. El chaman les explicó (el chaman era un hombre de fértil imaginación) que si seguían sus indicaciones y le proporcionaban pingües óbolos con que aplacar la ira permanente de los habitantes del cielo, él los encaminaría hasta su compañía cuando llegara el momento. De otro modo, estarían condenados a habitar las profundidades de la tierra donde todo es tiniebla, podredumbre y cieno.
El chaman se convirtió en personaje imprescindible del grupo y su poder se fue acrecentando porque no hacía competencia al jefe de guerra, ni a los cazadores, ni a los hábiles artesanos que fabricaban los útiles, ni siquiera a los viejos sabios, que preferían aconsejarse con  él antes de dar sus indicaciones al grupo. Su poder iba más allá, dominaba el espíritu y la imaginación de la gente. El chamán, gracias a las ofrendas que los miembros de la tribu le proporcionaban con destino a los dioses, vivía en la abundancia con poco esfuerzo.
El chaman edificó una tosca cabaña donde, según dijo, se reunía con los dioses. Ellos le aconsejaban, le comunicaban sus deseos y le exigían los sacrificios necesarios para el bien de la comunidad. Aquella cabaña se convirtió  al poco tiempo en lugar de ceremonia, en seguida se percató de que lo importante era el ritual. Allí se reunían los miembros del clan para las practicas mágicas con que el chamán iba enriqueciendo el culto; cuanto más complicadas y misteriosas, más impacto tenían entre la población.
Después vinieron más chamanes y más edificios de culto llenos de majestuosa grandiosidad, nuevas ceremonias, cada vez más complicadas, botines de cabritilla roja y camaurgos de armiño. La gente, con el paso del tiempo, ya no cuestionó la existencia de los dioses ni el poder de los chamanes, siguió reuniéndose en edificios mayestáticos para pedir imposibles a dioses inventados.


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