Hace miles de años, un grupillo de
antepasados se reunía en las profundidades de una caverna alumbrados por
rústicas lucernas de piedra. En ellas quemaban ciertas hierbas que les
proporcionaban una sensación de mágica potencia. En las paredes lisas de la
cueva dibujaban, con ocre y polvo de carbón, las piezas que se disponían a
cazar al día siguiente; las presas aprisionadas en los dibujos caerían fácilmente bajo sus azagayas
de punta endurecida al fuego. Un hombre cubierto de amuletos y ataviado de forma diferente, los dirigía. Era
el primer chamán.
Ese hombre se había dado cuenta de que podía
interpretar la voluntad de los seres todopoderosos que habitaban las alturas de
donde procedían su ventura o su desdicha. De lo alto venía el sol beneficioso
que calentaba sus huesos ateridos después de las noches húmedas, y la lluvia
que hacía crecer la hierba para alimentar los rebaños de ungulados de los que
dependían sus vidas. Pero también, el trueno aterrador, el rayo que incendia y
mata, y el manto blanco que enfría los huesos y acaba con la vida de niños y
viejos.
El chaman se dio cuenta de que podía
erigirse en intérprete de aquellos seres imaginados. Sus compañeros eran
crédulos y estaban atemorizados, inermes ante
las muestras de poder celestial que escapaban a su comprensión. El
chaman les explicó (el chaman era un hombre de fértil imaginación) que si
seguían sus indicaciones y le proporcionaban pingües óbolos con que aplacar la
ira permanente de los habitantes del cielo, él los encaminaría hasta su
compañía cuando llegara el momento. De otro modo, estarían condenados a habitar
las profundidades de la tierra donde todo es tiniebla, podredumbre y cieno.
El chaman se convirtió en personaje
imprescindible del grupo y su poder se fue acrecentando porque no hacía
competencia al jefe de guerra, ni a los cazadores, ni a los hábiles artesanos
que fabricaban los útiles, ni siquiera a los viejos sabios, que preferían
aconsejarse con él antes de dar sus indicaciones
al grupo. Su poder iba más allá, dominaba el espíritu y la imaginación de la
gente. El chamán, gracias a las ofrendas que los miembros de la tribu le
proporcionaban con destino a los dioses, vivía en la abundancia con poco
esfuerzo.
El chaman edificó una tosca cabaña donde,
según dijo, se reunía con los dioses. Ellos le aconsejaban, le comunicaban sus
deseos y le exigían los sacrificios necesarios para el bien de la comunidad.
Aquella cabaña se convirtió al poco
tiempo en lugar de ceremonia, en seguida se percató de que lo importante era el
ritual. Allí se reunían los miembros del clan para las practicas mágicas con
que el chamán iba enriqueciendo el culto; cuanto más complicadas y misteriosas,
más impacto tenían entre la población.
Después vinieron más chamanes y más
edificios de culto llenos de majestuosa grandiosidad, nuevas ceremonias, cada
vez más complicadas, botines de cabritilla roja y camaurgos de armiño. La
gente, con el paso del tiempo, ya no cuestionó la existencia de los dioses ni
el poder de los chamanes, siguió reuniéndose en edificios mayestáticos para
pedir imposibles a dioses inventados.
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