No me gusta el frío, como no me gustan los que tosen en los
conciertos ni los que están seguros de todo, como mi amigo Isaac Pedraza que me
insiste siempre “y te vuelvo a repetir…”. Claro que Isaac es amigo de la
infancia y lo soporto como soporto este frío húmedo y sorpresivo con el que nos
agrede algunas mañanas nuestro bonancible clima mediterráneo. Entonces, el
recuerdo me lleva hacia otros tiempos y otros lugares.
A veces me arrepiento de no haberme quedado en el desierto
para siempre. No hay sitio más acogedor que la planicie inacabable de color
rojizo. Solo en las horas intermedias del día, el calor exige inmovilidad, un
reposo imprescindible que convida a la meditación. La vista se pierde en el
infinito, no importa la dirección en que se mire; nada por ningún sitio, solo
la posibilidad de que viajando en línea recta se llegue, por fin, a alguna
parte. De tarde en tarde se tropieza el caminante con un bosquecillo de acacias
de sombrero a cuya sombra han quedado, en la tibia arena, coprolitos de zorros
o huellas diminutas de erizos como único rastro de vida. Las acacias, talladas
por el viento, están vestidas con unas hojas ralas y menudas custodiadas por
espinas como leznas. Quizás, contemplando los troncos con detalle, en su base, se
encuentre alguna madriguera de topillos o de víboras cornudas que las han
ocupado después de merendarse a sus habitantes. La brisa, constante en el
desierto, trae aromas de tiempos lejanos, de civilizaciones devoradas por el
tiempo inmóvil que salieron de aquellas arenas con un afán religioso y
purificador; también ellas acabaron engullidas por el enorme vacío. Solo el
desierto es eterno.
Mientras descansáis a la sombra raquítica del bosque de
acacias, se calienta el agua para el té con los pocos carboncillos que guarda
siempre el zurrón del beduino; los camellos aprovechan para esquilmar las
escasas hojas de las ramas altas con lengua larga y habilidosa, inmune a las
espinas. Podéis aprovechar esos momentos, reclinados sobre la arena templada
con el rostro contra el cielo y el corazón en calma, para sentir la elemental dicha
de estar vivo, sin adjudicarle tal circunstancia ni a la naturaleza generosa ni
a cualquiera de los dioses que os recomienden. La cuestión, en ese momento,
carece de importancia, todo lo llena el sentimiento de una paz inalterable, ahí
empieza y acaba el mundo, la perfecta soledad en el silencio de uno mismo.
El recuerdo de esos momentos me ayuda a soportar el húmedo
frío de mi tierra, a la gente que tose en los conciertos, y a mi amigo Isaac
Pedraza cuando insiste de forma machacona “y te vuelvo a repetir…”
Solo el desierto es eterno. Palabras que se dejan caer como si nada, ¡pero encierran tanto...!
ResponderEliminarAsí es, Juan, eterno, inabarcable!
EliminarDefine Unamuno al pelmazo como una persona que te roba la soledad sin hacerte compañía. No sé si tu amigo Isaac pertenece a esta categoría, pero yo si huyo de algún pelmazo
ResponderEliminarA Isaac lo tengo adoptado desde el colegio, angelico!
ResponderEliminarExcepcional relato de un lugar mágico y eterno, como expresas con tanto amor como admiración, Mariano. El desierto y tu habéis establecido una unión mística que pocos pueden llegar a entender. Necesitas pasear nuevamente por él.
ResponderEliminarUn gran abrazo, Mariano.
El mejor lugar para desaparecer...sin prisas.
EliminarOtra descripción sensitiva. Estupendo.
ResponderEliminarMe gusta que le guste, seño.
ResponderEliminar"Podéis aprovechar esos momentos, reclinados sobre la arena templada con el rostro contra el cielo y el corazón en calma, para sentir la elemental dicha de estar vivo, sin adjudicarle tal circunstancia ni a la naturaleza generosa ni a cualquiera de los dioses que os recomienden. La cuestión, en ese momento, carece de importancia, todo lo llena el sentimiento de una paz inalterable, ahí empieza y acaba el mundo, la perfecta soledad en el silencio de uno mismo."
ResponderEliminarSi yo supiese escribir así, publicarìa y presentaría mi libro.
Un abrazo, maestro.
Esto de escribir (ya lo sabeis los escritores de éxito) es como lo de abrir zanjas, una vez que has hecho tropecientas, te salen con facilidad. No me tientes, no me tientes, ya sabes: como no me lo presentes, te lo presento.
EliminarTe diría que ni divertido, ni interesante, ni fu ni fá... Simplemente me gusta Mariano, me gusta.
ResponderEliminarQue gusto me da verte por este blog que es el tuyo!
ResponderEliminarReitero lo dicho por la mayoría de los comentaristas: una prosa límpida, serena, de buen corte y confección.
ResponderEliminarEl desierto te inspira, Mariano. Eso sí, por mucho que lo elogias, no se remueve nada en mi interior en cuanto al interés por conocerlo. Debo ser una insensible desértica sin duda.
Felicidades por tu prosa exquisita.
Gracias Isabel, ya sabes que me da mucho gusto verte por aqui, es un honor. Un abrazo.
Eliminar