A la memoria de Ramón ‘El estuto’ y Carmen, allá donde se encuentren.
El cortijo está situado en un altozano que
entornan montañas de crestas abruptas. Se diría un promontorio surgido en el
fondo del valle labrado por la boca de un volcán extinto. Al visitante
ocasional le recuerda el inmenso cráter del N’Gorongoro que visitó hace años;
mires donde mires, las crestas montañosas te rodean, estás en el fondo de una
caldera inmensa. Sobre ella, el cielo inacabable, poblado de nubes movedizas
entre las que de vez en cuando asoma el sol invernal. Es un mundo aparte,
surgido de alguna novela imaginada, como la ilusión de un Verne redivivo. El invitado,
inmerso en esa belleza inesperada, siente una paz de espíritu que le resulta
novedosa.
Sale al exterior, abandonando sin pena el
cálido arrullo de los troncos que enrojecen la llar. El viento se confabula con
la naturaleza; es suave, apenas perceptible, pero capaz de bajar la temperatura
hasta hacerla gélida: cierto airecillo araña la piel en una caricia agridulce que
resulta gratificante. La noche se adueña de la claridad suavemente, y la luna
se eleva tímida en lo alto intentando sin éxito redibujar los contornos que el
sol abandona a la penumbra creciente.
El cortijo se abre a una era circular cuyo
origen ya nadie recuerda. Las lajas de piedra, encajadas primorosamente,
componen una sinfonía entre cuyos intersticios se abren paso con dificultad,
hierbas que las lluvias de primavera han propiciado.
No es difícil imaginar, entre las sombras
movedizas de los arboles cercanos, espíritus dormidos de las gentes que
habitaron estos parajes hace ya tiempo. Esforzados campesinos de manos
agrietadas con las que arrancaron a la tierra inhóspita magras cosechas con las
que superar los inviernos infinitos. Al cabo de la tarde, ya anocheciendo como
ahora, se imagina a la familia alrededor del fuego, y unos versos escuchados
hace tiempo le vienen a la memoria:
El hombre que trabaja con sus manos
Lleva el alma en la punta de sus dedos
Y cava zanjas en la tierra seca,
poda los árboles de otoño, sueña
con herramientas y suda las horas
que transcurren tan lentas, tan espesas
como el invierno, el frío y la nostalgia[1].
El espacio que entorna la era, es lugar adecuado para el deambular reflexivo, como un jardín zen. Alberga la percepción del paseante que anhela disolverse en la nada, la
realidad de cada uno es un efímero aquí y ahora.
La brisa suave convierte el aliento en
pequeñas nubes evanescentes, como surgidas de un faquir circense. El paseante
disfruta, con el corazón receptivo, de su soledad, alegrándose de que el
espíritu del Buda que siente esta noche de forma especial, sea suficiente para llenar
a cada uno de los seres que se dejan penetrar por su esencia.
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