Para Pepe, Eduardo, Manrique, Juan y Miguel.
Los encontré (¿o los soñé?) caminando unidos por la vasta extensión del país que no existe. Yo tampoco estaba allí la tarde en que llegaron cabalgando potros de niebla. Nunca supe sus nombres, si es que los tenían, no hacia falta llamarles de ninguna forma porque jamás contestaban si no a sus propias preguntas, por eso les llamé primero, segundo, tercero, cuarto y quinto caballeros. No llegaron juntos, sino uno tras otro, desde todos los puntos cardinales, como si hubieran concertado una cita inevitable en el país invisible
Los encontré (¿o los soñé?) caminando unidos por la vasta extensión del país que no existe. Yo tampoco estaba allí la tarde en que llegaron cabalgando potros de niebla. Nunca supe sus nombres, si es que los tenían, no hacia falta llamarles de ninguna forma porque jamás contestaban si no a sus propias preguntas, por eso les llamé primero, segundo, tercero, cuarto y quinto caballeros. No llegaron juntos, sino uno tras otro, desde todos los puntos cardinales, como si hubieran concertado una cita inevitable en el país invisible
El
primero era placido y bonancible, puede que viniera de oriente. Aglutinaba sin
esfuerzo voluntades, concitaba acuerdos en los que todas las partes se sentían
ganadoras y dejaba tras de si un rastro de suspiros femeninos. Traía en la
faltriquera un ábaco que muchos sabios habían empleado para calcular el espesor
de la Muralla China.
En él se contenía la sabiduría del universo y las miles de lenguas que se
hablan en la Constelación
de Orión.
En
la cabeza del segundo cabían el código de Hammurabi, las obras completas de Marcel
Proust, el BOE de los últimos veinte años y algunos sonetos que nunca llegó a publicar
Lope de Vega. Tenía para todos la palabra justa y el ademán sereno de quien es
capaz de conciliar evitando la disputa; puede que viniera de América. Un pastor
griego pariente de la
Rata Papirívora me dijo que lo había visto en sueños fumando
la pipa de la paz en un tipi Cherokee,
pero el griego se había bebido dos botellas de vino de pasas y estaba fumándose
una chicha con los ojos entornados
por el humo placentero, así es que no le creí.
El
tercero desbordaba humanidad y llenaba con su presencia cualquier lugar en el
que apareciera. Algunos decían que llegó desde las tundras de Anatolia a la
cabeza de numerosas yurtas que se detuvieron a las puertas de Roma. Otros, que
en su juventud había sido domador de magnolias saltarinas que le habían dejado
sus hojas azules impresas en la piel. Muchos le envidiaban su fama de matar con
dos espadas. Tampoco puede averiguar su verdadero origen, porque solo respondía
con arias de opera a cualquier pregunta.
El
cuarto jinete era el guardián de los secretos ignorados. El que todo lo sabe y
todo lo calla. El que solo habla con los hermosos ojos azules que a veces se
nublan de tristeza. Criaba plantas espinosas a las que hacia atravesar un aro
en llamas para caer en un balde de agua donde morían asfixiadas, pero él
derramaba aquella sangre verde en el suelo y las plantas brotaban de nuevo cada
amanecer. Un mirlo blanco me susurró al oído que lo había visto leer varias
veces todos los libros de la biblioteca de Alejandría antes de pegarle fuego.
El
quinto era un Mercurio de blanca sonrisa y ademán presto al servicio de los dioses
que le habían precedido. Eolo lo había protegido rescatándolo de un naufragio
cerca de las costas patagonas para dejarlo a salvo al otro lado del mar.
Contaba que en la pampa se había encontrado con el Ocumán una noche de ventisca.
Puede que fuera cierto, porque algunos días de viento regatero, desde la borda
de un chinchorro llenaba con su grito la placida quietud del mar pequeño. Quizás
su voz llegaba hasta la tundra lejana donde hacia saltar lagrimas a la bestia
con aspecto de oso, pobladora de falsas leyendas que nunca se escribieron.
Los
cinco jinetes llegaron desde el universo de los cuentos nunca escritos para
disputarse una cabra en el juego tártaro a caballo, pero olvidaron la cabra y acabaron
bebiéndose dos barriles de hidromiel en cuernos vikingos.
Luego,
desaparecieron y se quedaron para siempre.