Es la nuestra una especie violenta, como todas las que nos acompañan en este planeta (concepto, por cierto acuñado por nosotros, que somos la dominante para definir lo que, en la naturaleza es simplemente supervivencia).
La violencia nos acompaña desde nuestros inicios. La historia de la humanidad está trufada de hechos violentos, personales o colectivos. Remitirse a nuestra historia es repasar la relación de guerras que el hombre ha hecho contra su propia especie y contra todas las que lo acompañan, desde los primeros tiempos hasta el momento presente.
Y la violencia, que es connatural con nosotros presenta múltiples gradaciones. Comienza con una expresión verbal, que en in crescendo paulatino termina en la agresión física y en su culminación, la anulación o la muerte del contrario. Y contrario es el que piensa o manifiesta ideas, costumbres o conceptos diferentes al individuo o al grupo por el que éste se siente arropado. Véanse las permanentes disputas, más o menos sangrientas por cuestión de territorios, ideas, religiones, etc.
Ahora que nuestra civilización (en los países que consideramos civilizados) se ha vuelto más selectiva en cuestión de conceptos, consideramos violencia los actos que producen daños valorables en los demás y promulgamos leyes contra ella, muchas veces inoperantes y por ello necesariamente cambiantes.
La esencia de la violencia, sin embargo, persiste. No hay más que echar un vistazo, por somero que sea, a las noticias con que nos desayunamos todos los días.
Dicen los maestros budistas que la única forma de resolver un problema es hacerse uno con él. En nuestro lenguaje, más pragmático: comprenderlo, aceptarlo, interiorizarlo en toda su profundidad, para así colocarse en la capacidad real de erradicarlo.
Mueren muchas mujeres todos los años a manos de hombres, sencillamente porque ellos pertenecen a un colectivo educado, ancestralmente en la violencia; mueren muchos hombres (en genérico) en las guerras actuales en nombre de creencias, religiones o razas. Y seguimos sin ir al fondo de la cuestión.
Basta encender la pantalla que preside nuestra vida cotidiana para apreciar la violencia en todas sus facetas y gradaciones: desde las “tertulias” en que se vocifera, insulta y descalifica sin más argumento que la sandez más palpable, hasta las películas, generalmente americanas, de persecuciones muertes y destrozos de automóviles a mansalva. Violencia por doquier.
La competencia también engendra una violencia de lo que ahora llamamos “baja intensidad”, como si eso le restara importancia. No, todo es violencia, incluso la que se ejerce contra uno mismo, propugnada por todos los tipos de religión que consideran imprescindible el sacrificio ante el dios inclemente y perpetuamente enojado; las competencias atléticas que fustigan el cuerpo como a un caballo de carreras, o la competencia del aula que sitúa a los individuos según un orden donde hay primero y último. Eso también son formas de violencia que antes o después han de manifestarse en formas lamentables.
Imaginemos un mundo sin competencia, donde todas las creencias y opiniones fueran aceptadas, donde todos los colores de espectro político o religioso fueran complementarios y no excluyentes…desparecería entonces la violencia de la competición.
Pero, ¿seria posible? Me temo que, desde el punto de vista especifico resulta poco probable, porque vulneraria las leyes internas de nuestra propia esencia.
¿Queda algún otro camino?
Si de verdad somos racionales, pongámonos al trabajo cuanto antes.
Y el trabajo comienza pensando seriamente en el problema, cada uno iniciando, como diría Krisna Murti, “la revolución fundamental”, la que se gesta en el corazón de cada persona.