Caminaba
por el sendero que atraviesa el bosque silencioso y nevado, cuando me encontré
con aquel perro, grande como un ternero. Jadeaba con estertores roncos, el
pelaje entrapizado y sudoroso, las fauces llenas de espuma, la mirada agónica,
sanguinolenta.
Al
verme se agazapó, prevenido para el salto, con el rabo abatido y las orejas
gachas. Me detuve indeciso y atemorizado; dirigí instintivamente hacia él la
vara en que me apoyaba, imaginé su salto y me vi metiéndole la contera metálica
del báculo por la boca, ensartándolo como una becada lista para las brasas.
Pero eso era solo una fantasía. La realidad es que me temblaban las piernas y
mis dientes no se daban tregua. Si superaba el ataque, el menor roce de
aquellos colmillos que me parecían dagas florentinas sería suficiente para
contagiarme la rabia. Y de rabia se muere uno sin remedio. Pensé llegado mi
último momento en aquel lugar perdido, de una forma ignorada y estúpida.
En
las situaciones de peligro –todos lo habréis comprobado- se piensa rápidamente.
Miles de imágenes se entrecruzan en esos momentos de tensión y es difícil
escoger una entre todas ellas. Recordé que alguien me había dicho: ‘No
acorrales nunca a un perro rabioso, déjale una salida o serás su próxima
víctima’. Ese recuerdo fue, probablemente, lo que me salvó. Sin dejar de
interponer entre nosotros el extremo metálico del bastón, retrocedí despacio
hasta que el sendero dejó lugar para que me apartara. El perro avanzó,
todavía con las orejas gachas, roncando amenazas y arrastrando la panza, hasta
que me sobrepasó. Siguió por el sendero mientras yo tomaba asiento,
desfallecido, en un risco y me secaba el sudor que se había quedado frío.
A
los pocos días, siguiendo el vuelo de una bandada de cuervos, di con lo que
quedaba de su cadáver.
*
No
conviene acorralar a un perro rabioso. Más pronto que tarde, morirá por lo
suyo.
Una realidad que descubre una alegoría inmensa, patética y peligrosa. Sí, Mariano, es cierto, cuando un perro ataca o se prepara para ello, la solución es ignorarle, dejar camino por medio y no perder su cara jamás, como a los toros. Sin embargo existen perros rabioso que a pesar de poseer caminos por los que transmitir su rabia, cuando no lo consiguen, se convierten en peligrosas fieras que creen estar enjauladas en su propio mal. Les da igual que se les amenace o que se les acaricie, siguen, implacables, un camino que lleva a su propia destrucción y la de quienes, sin perderles la cara, creen que es un animal noble.
ResponderEliminarUn gran abrazo, maestro Mariano.
Asin es, maestro Antonio. Atención a los perros rabiosos!
ResponderEliminar¿En quién estabas pensando, Mariano?
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarLa respuesta de D. Mariano, Maestro en todas las Gramáticas, es sabia, muy sabia. La mía no, no lo soy.
EliminarPodría ser esta: ¿Qué interés se te sigue, Unknown, personaje enterrado junto a la tumba de Carson, como se explica en "El bueno, el feo y el malo"? ¿No ve usted, Unknown, que es una inmensa falta de cortesía y educación ser indiscreto? ¿No se lo enseñaron en la escuela de párvulos? Pues vaya aprendiéndolo allí donde se ha "formado" y con quienes han sido sus "directores de consignas".
Disculpa, Mariano, ha sido un pronto.
Vayusted a saber!
ResponderEliminarA veces yo también me siento perro, pero apaleado.
ResponderEliminarGracias Mariano. Siempre es una delicia leerte.
ResponderEliminarGracias Mariano. Siempre es una delicia leerte.
ResponderEliminarA veces yo también me siento perro, pero apaleado.
ResponderEliminarGracias a ti, Lola, por aparecer por aqui.
ResponderEliminarMe ha gustado.Si señor!
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