Darwin nos iluminó con su
concepto de evolución y acabó con las teorías creacionistas imperantes hasta el
momento como las del reverendo Usher,
arzobispo de Armagh, Irlanda del norte, que tras sesudos
estudios había encontrado las fechas que la Biblia da para los primeros
acontecimientos relacionados con la aparición del Hombre, a saber:
· Creación de la Tierra: “el anochecer previo al domingo
23 de octubre” (o sea, el sábado 22 de octubre a las 18:00) del año 4.004 a.C.
· Expulsión de Adán y Eva del Paraíso: el lunes 10 de noviembre de 4004 a. C.
· Final del Diluvio Universal (el arca de Noé se posa
sobre el monte Ararat): el
miércoles 5 de mayo del 2348 a. C.
Aún sin entrar en el detalle
de si el reverendo se refería al calendario juliano o al gregoriano, puede apreciarse
en el minucioso estudio que la dicha de nuestros primeros padres no llegó ni
siquiera al mes.
Es de imaginar la conmoción
que supuso la aparición de la teoría de Darwin que no solo daban al traste con
la cronología del reverendo, sino que eliminaba por completo el papel
creacionista atribuido a la divinidad hasta el momento. El descanso divino
podía prolongarse sine die.
A partir de ese momento, tuvimos
que asimilar conceptos novedosos como el de filogénesis
(del griego philo, raza o especie
y génesis, origen, generación),
aceptando la teoría —expuesta con toda rotundidad y solo rebatida por mentes abstrusas
empeñadas en negar una realidad incontrovertible—, contenidas en la genial
teoría de la evolución de las especies: “El
origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de
las razas favorecidas en la lucha por la vida”, se llamaba el libro publicado
el 24 de noviembre de 1859 y todavía vigente con los añadidos que los avances de
los métodos modernos han aportado.
De la filogénesis de Darwin se puede establecer cierto paralelismo con la
de ontogénesis (también del griego onto, ente, ser y génesis, con el mismo significado de la anterior) que se refiere al
desarrollo de un nuevo ser en el útero humano a partir de una única célula.
Se podría inferir que, de la
misma forma que el ser humano experimenta su proceso a partir de una célula
primigenia y su devenir supone nacimiento, desarrollo, madurez, decadencia y
extinción, así las especies tendrían una evolución parecida, lo que parece
estar corroborado con el desarrollo de las muchas que en el mundo han sido
hasta el momento presente. Recordemos a los dinosaurios, aparecidos hace unos
240 millones de años, que después de dominar la tierra, los espacios marinos y
terrestres se extinguieron por un accidente fortuito, la caída de un enorme
meteorito en el golfo del Yucatán —hace 65 millones de años—, que dio al
traste con su exitoso recorrido como especie dejando espacio para la aparición
de los mamíferos de los que descendemos las especies que compartimos en la
actualidad nuestro planeta. Conviene tener presente que aquellos seres
evolucionaron hasta ser ovíparos, vivíparos, de sangre caliente, de sangre
fría, terrestres, marinos y voladores. Y eso sin apoyarse en ningún tipo de
tecnología. En eso se diferencia de ellos la especie humana a la que pertenecemos.
Nos ha costado “solamente” unos seis millones de años emular a aquellos
exitosos animales, llegar hasta donde ellos llegaron. Con una diferencia
fundamental: la humanidad ha desarrollado una facultad nunca antes vista en
este planeta que llamamos Tierra: la cerebración creciente. Nos hemos dotado de
un celebro capaz de pensar y unas extremidades capaces de desarrollar artefactos
—la tecnología— que se ha ido refinando desde los instrumentos líticos del
Paleolítico hasta las sofisticadas herramientas informáticas que gobiernan
nuestra vida en la actualidad. La tecnología nos ha permitido, a diferencia de los
grandes saurios que lo hicieron “a pelo”, dominar los espacios terrestres,
marinos y celestes, llegando incluso hasta otros planetas, cosa que al parecer
no se les ocurrió nunca a los dinosaurios.
Si el paralelismo entre
filogénesis y ontogénesis fuera plausible, resultaría que las especies —y la
nuestra no es una excepción— se verían sujetas a esa misma ley: aparición,
crecimiento, desarrollo y extinción, con todas las fases intermedias que
queramos atribuirles.
Parece, si nos detenemos en
el estudio de las muchas especies que en el mundo han sido, que todas han
seguido un patrón parecido. Miles o millones de estas han aparecido y miles o
millones de ellas se han extinguido, como los estudios de los zoólogos
acreditan.
Nos diferencia de todas las
demás especies animales con las que compartimos territorio una cuestión
fundamental: no hay ninguna otra que “nos controle por arriba”, circunstancia
que es común en la naturaleza. Todas las demás especies depredan a las que
tienen “por abajo” y son depredadas por las que tienen “por arriba”, de modo
que sus poblaciones permanezcan estables y el equilibrio biológico se mantenga
en el nicho ecológico que cada una ocupa. Todas son depredadoras y depredadas
al mismo tiempo. No es el caso de la especie humana, única perteneciente a ese
género que en estos momentos habita el planeta, una vez desaparecidos los
Neandertales con los que mantuvimos cierta camaradería en sus últimos tiempos y
de los que ha quedado un pequeño rastro en nuestro ADN, salvo en algunas
poblaciones africanas que nunca tuvieron contacto con ellos.
Pero no es solamente el
equilibrio con las otras lo que hará que una especie resulte exitosa. Es
imprescindible que también se mantenga en equilibrio con el medio ambiente que
la sustenta. De manera que si un rebaño de Ñus, pongamos por caso, crece
desmesuradamente acaba agotando los pastos de la zona en que se nutre y tiene
que emigrar forzosamente a otro lugar para poder sobrevivir.
Cuando la especie humana
(decantadas ya las diversas formaciones de homínidos que no resultaron
exitosas) se instaló definitivamente en el planeta constituyendo lo que hasta
hoy llamamos homo sapiens,
probablemente estaba constituida por una serie de clanes o bandas de pocos
individuos que sumarian pocos millares. El planeta resultaba infinito y para
llegar de un extremo al otro en su afán exploratorio, necesitaron muchos miles
de años.
Pasó el tiempo, se desarrolló
la tecnología y el conocimiento, se inventaron las guerras que han sido una
constante en el desarrollo de la humanidad y que tanto han contribuido al
desarrollo de la misma tecnología que, bien aplicada, podía haber resuelto los
males que nos aquejan; crecieron de forma desmesurada las poblaciones…y el
planeta se nos quedó pequeño y agostado.
Hasta no hace mucho eran precisos
ochenta días para dar la vuelta al mundo. Ahora bastan unas pocas horas. La globalización
ha acabado con las distancias y el transporte se ha hecho universal. Una cabra
murciana se alimenta con los cereales cultivados en China, pero esa globalización
llevaba un caballo de Troya: un posible atasco del comercio o la escasez de
combustibles fósiles, cada vez más próxima, llevaría a la paralización del
comercio y la cabra no podría subsistir. En su entorno próximo hace tiempo que
se abandonó el cultivo de los recursos necesarios para su subsistencia. ¿Habrá
que volver a los sistemas cercanos a la autarquía y a consumir de nuevo
productos locales sin envases de plástico de los que no sabemos cómo deshacernos?
Y en esas andamos. A la
espera de que el día menos pensado nos caiga un pedrusco como el del Golfo de
Yucatán, alguno de los muchos volcanes durmientes despierte súbitamente como lo
hicieron antes del de La Palma otros muchos sepultando ciudades como Pompeya y
Herculano, o un tsunami arrase las costas de cualquiera de “los países
civilizados”. Mientras tanto, la acción depredadora del Hombre ha agotado los
combustibles fósiles, arrasado los bosques que permitían mantener un saludable
equilibrio con el CO2, logrado que proliferen las macro granjas productoras de
metano y epidemias, y conseguido aumentar la temperatura del planeta hasta que
los polos se deshielen y nos manden a todos al carajo. Ha esquilmado el
territorio como la manada de Ñus su pradera. La diferencia es que la humanidad
no tiene alternativa y le es imposible emigrar a ningún planeta cercano para
poder agotarlo a su vez.
Los líderes mundiales se reunen de vez en cuando para tratar el asunto. Y contribuyen al desastre
manifestando su preocupación por el medio ambiente en sus numerosos jets y
automóviles que aumentan el mal estado del aire allá donde se reúnan, dando con
ello un pésimo ejemplo a las mismas poblaciones que recomiendan limitar el uso
del vehículo propio. Por si fuera poco, los acuerdos a que logren llegar tras
farragosas discusiones a las que no suelen acudir representantes de los que más
contaminan, no son vinculantes. Y prometen soluciones para dentro de treinta o cuarenta
años. ¡Átame esa mosca por el rabo!
Quizás esté a punto de
cumplirse la inexorable ley de la naturaleza que hace que todas las especies,
incluida la nuestra, se vean sujetas al imperativo de nacer, crecer,
desarrollarse y llegar a la extinción, como probablemente les pasó a nuestros
primos Neandertales hace unos cuarenta mil años. Si seguimos por ese camino, la
humanidad morirá víctima de su propio éxito. Y el mundo seguirá como si tal
cosa.