Para los Cos, que saben de qué hablo, y en recuerdo de
los muchos buenos maestros que he tenido, entre los que se distinguió D. José
Cos Beamud. A los otros, hace tiempo que los he olvidado.
El buen maestro destila, como los cielos derraman agua cuando llega su momento, el conocimiento que hace florecer la tierra humana sobre la que se
vierte.
Pero no todas las tierras son iguales, de forma que el
agua de la sabiduría, con ser la misma, en aquellos sobre los que se derrama no
obra de igual forma. Hay hermosas tierras negras de ansiosa turba, capaces de
acunar, con seno exuberante, el grano hasta que en el cálido lecho lo haga
fructificar convirtiéndose en árbol sobre
el que vengan a posarse las aves del cielo.
Hay tierra estéril sobre la que el grano languidece dando
escuálidos retoños amarillentos y miserables de madurez improbable.
Otra es la arena del desierto. Condenada a perpetua
aridez de tonos amarillos, recibe unas gotas cada mucho tiempo, pero entonces
¡que festival de alegría y de vida!; Las plantas, fingidamente muertas, brotan
en una exuberancia que ha de ser efímera como un suspiro, pero suficiente para
ser guardada en la memoria hasta la próxima lluvia. El Ser Supremo es generoso.
Hemos vivido, es suficiente.
El maestro, generador, depositario y dispensador del agua
del pensamiento se manifiesta de diferentes maneras:
Algunos son como el Amazonas, de caudal inacabable,
placido y profundo. Todo cuanto toca fructifica y se hace exuberante. Fluye
generoso, ajeno a los accidentes, superviviente a todo, inacabable, en continua
construcción. A veces un meandro de creación reciente altera el curso y
construye una pequeña represa donde el agua crepita violentamente. Pero al
poco, la fuerza ancestral del río arrastra los troncos apilados y el flujo
sigue, como siempre, placido, profundo, inalterable.
Otros, como un arroyo de montaña, brusco y genial,
explosivo y breve, intenso, de ruido insoportable. Lleno de espuma de contornos
fantasmales, efímero y huidizo; su caudal se pierde entre las piedras y la
humedad desaparece bajo los primeros rayos del sol. Cuando llegue el estío,
desaparecerán las aguas, pero basta arañar el cauce con una ramilla, para que
el agua transparente vuelva a escurrirse entre los guijarros planos. El caudal
extinto, ha dejado su poso en el lecho siempre húmedo.
Otros maestros son como los Walis del desierto, cauce
siempre seco, inhóspito, arenoso marcado por la huella que han dejado las
serpientes temerosas de ser absorbidas por su arena fofa. Solo muy de tarde en
tarde, al cabo de los años, una lluvia feroz los hincha convirtiéndolos en
protagonistas crueles y destructivos por una hora. Efímera gloria sanguinaria
que destruye y arrasa para volver, al poco, a su papel irrelevante durante otro
largo periodo de inexistencia.
Y algunos, como un pozo que digiere todo lo que en ellos
cae convirtiéndolo en el magma de información. Un agua quieta y dulce a la que
solo puede tener acceso el que, tentado por la luna que se refleja en sus
profundidades, lanza el caldero para cazarla. El agua surge fresca y
vivificante, dejando en el que la prueba una sed permanente.
Muy bonito texto. Los maestros, sean como sean, siempre siembran, para bien o para mal, a corto o largo plazo. Una tierra inhóspita puede dar plantas muy hermosas también, o quizás tenga que esperar la semilla su tiempo afortunado. Por eso el maestro siembra siempre, porque es un optimista incorregible.
ResponderEliminarSiempre me ha parecido un oficio excelso, aunque solo tuve ocasión de practicarlo de forma esporádica. Quizás en la próxima reencarnación...Gracias por tu visita.
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