Fue un cataclismo que sucedió en
el lugar y el momento menos adecuado, como suceden siempre los accidentes, de
forma inopinada. Una sorpresa para todos menos para Jordi, el causante de la
conmoción. Nuestro padre nos había advertido en repetidas ocasiones de que en
la mesa no se trataban asuntos de política, de religión, del servicio o de
dinero; en general, de nada que fuera importante o que pudiera redundar en una
falta de atención hacia aquella actividad que consideraba fundamental para la
supervivencia del género humano.
—Se come en silencio, con dedicación plena,
saboreando los manjares y agradeciendo la suerte que tenemos, en un mundo en
que la mitad de la población se acuesta con hambre todos los días -nos repetía
con frecuencia.
Y Jordi, quizás abusando de su
mayoría de edad recién estrenada, se había cargado las normas de un plumazo:
—Tengo decidido marcharme de
casa.
El disparo cogió a nuestro padre
aplicándose con las últimas cucharadas de sopa, la Bullabesa un poco cargada de
ajo por la que sentía especial aprecio que debía tomare en silencio reverente,
con una unción comparable a la de los místicos en éxtasis. La cuchara
interrumpió su recorrido a mitad de camino, la boca entreabierta permaneció
expectante mientras dirigía a Jordi aquella mirada de sus ojos oscuros, entre
irónica y amenazadora que nos había hecho temblar tantas veces. En el otro
extremo de la mesa, la madre, sobrecogida, tampoco dijo nada, siguió con su
sopa como si el asunto le fuera ajeno, pero con el rabillo del ojo pude
apreciar que tenía las pestañas húmedas.
Aquello fue el principio del
éxodo. Padre jamás le hizo a Jordi ningún reproche ni se quejó nunca, pero
cuando cerró la fábrica a la que había dedicado su vida, él se quedó sin
trabajo con un magro subsidio y las cosas empezaron a ir de mal en peor. Poco
después, se marchó Iñaki y dos meses después Santiago. Todos tenían sus
trabajos, unos buenos, otros regulares y otros daban justo para sobrevivir,
pero con su ayuda la economía familiar se había sostenido de forma pasable, Y
ellos, hasta entonces, se habían beneficiado del arca
común. Al marcharse de casa, desaparecieron las cargas, pero también los
ingresos, y sobre todo el sentido de solidaridad que desde siempre habíamos
pensado que imperaba en la familia.
Quedamos solo los más pequeños,
sobrecogidos al percatarnos de que aquella unidad en la que habíamos nacido y
que considerábamos de una robustez a prueba de bomba, se resquebrajaba
descubriendo una fragilidad que nunca habíamos sospechado. La fuga fue
contagiosa, Amparo ya anunciaba sin ningún rubor su marcha en cuanto las
circunstancias se lo permitieran y Curro dijo que iría donde ella fuera. Encarna
y yo quedamos cada vez más perplejos y desarbolados, sin saber a qué árbol
arrimarnos. Los padres se preguntaban -sin encontrar la respuesta-, qué habían
hecho mal y se arrepentían, como en todos los errores humanos, tarde e
inútilmente de habernos imbuido una unidad que, a la hora de la verdad, se
revelaba ficticia.
La familia siguió desmoronándose
lentamente hasta desaparecer por completo. Acabamos siendo perfectos
desconocidos y poco faltó para que nos tratáramos de usted cuando nos
cruzábamos por la calle, si no es que cambiábamos de acera para evitarnos
mutuamente un momento embarazoso.
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