Una de las primeras leyes que se inventaron en nuestro mundo
asirio-mediterráneo, fue la de Hhammurabi, en aquella fértil zona donde
apareció nuestra civilización, entre el Tigris y el Éufrates, que llamamos
Mesopotamia (Los montes de Armenia,
elevados y cubiertos de nieve dan origen a dos ríos profundos y rápidos, el
Tigris al este y el Éufrates al oeste, decía El Clío, aquel hermoso libro
que me inició en el estudio de la Historia). En su origen, el código fue
tallado en una estela de Diorita de dos metros de altura en cuya zona superior
se representa al rey Hammurabi delante del dios Shamash, que se supone
inspirador del código. Basado en el principio de justicia distributiva derivada
de la Ley del Talión, consideraba que el castigo impuesto al delincuente debía
ser proporcional al crimen cometido. De origen divino y grabada en piedra, la
ley era tan importante que ni el rey estaba autorizado a modificarla. Pongamos
un ejemplo de su aplicación: si la casa edificada por un arquitecto se
derrumbaba causando la muerte al hijo del propietario (que se supone, además, que
había pagado por el proyecto y la construcción), en justa compensación debía
sacrificarse al hijo del arquitecto. Nada más justo, ojo por ojo, diente por
diente e hijo por hijo. Seguramente, con esa reparación, el dueño de la casa
habría de encontrar la paz para siempre. No se sabe si al arquitecto le pasaría
lo mismo o si se arriesgaría a nuevas construcciones a menos que le quedaran más
hijos para compensar con ellos posibles desaguisados constructivos.
Han pasado más de 3.700 años desde entonces y las cosas han
cambiado de forma sustancial. Las leyes de nuestras sociedades modernas
contemplan las penas de reclusión bajo otro prisma: que el delincuente debe
pasar por un periodo de privación de libertad encaminado a una posible
reinserción social, además de cumplir la pena a que le condenó la justicia.
Pasado ese periodo, el penado volverá a disfrutar de su libertad con los mismos
derechos civiles que Ud. o yo.
Pero el asunto se complica cuando el asesinato es múltiple y
la pena se incrementa por cada uno de los decesos causados. Diez muertos, a treinta
años por cadáver, pongamos por caso, hacen un total de trescientos años, que es
a la pena a la que el tribunal puede condenar al asesino. Pero hete aquí que el
código penal vigente en la época exigía que ninguna persona pudiera cumplir más
de veinte (o treinta, según los casos) años de prisión, atenuados por los beneficios
penitenciarios que le fueran de aplicación. Se da el caso entonces que ese
asesino, una vez cumplida su pena (si tiene edad para ello), se encuentra en la
calle del mismo pueblo que los familiares a cuyos parientes cercenó la vida.
Con los mismos derechos y obligaciones que ellos tienen. Irá a comprar el pan a
la misma panadería, entrará en el mismo estanco, suponiendo que sea fumador, y se
tomará los chiquitos en los mismos bares que los familiares de sus víctimas,
codo con codo, quizás con mirada arrogante y desafiadora si es que no se ha
arrepentido de sus desmanes.
Es una paradoja difícil de entender y aun más de asimilar
por aquellos que, a manos de esos facinerosos perdieron deudos y amigos, pero
absolutamente legal. Luego vienen la doctrina Parot y esas cosas que cada uno
entiende a su manera.
Y yo me pregunto: ¿No será que aún no estamos preparados
para trascender el Código de Hammurabi?
Este artículo se publicó en VEGAMEDIA PRESS el 29.12.2013
Muy interesante Mariano, como siempre nos tienes acostumbrados. Te deseo muchas felicidades en este nuevo año. Un abrazo grande.
ResponderEliminarFeliz y productivo año tambien para ti, Loudes. Un abrazo
EliminarLa ley es cosa de hombres y a mí me encantan las paradojas.
ResponderEliminarPues debía ser de personas y nos ahorraríamos muchos disgustos, aunque quizás perdiéramos el encanto de las paradojas. Un abrazo.
EliminarEl código de Hammurabi, que entre otras cosas es precioso visto al natural, creo que considera la justicia no como vengadora sino como partícipe en el daño causado. La siempre destructiva Ley del Tailón la conocemos más por su maldad que por la justicia que con ella se aplica. Si a alguien se le pregunta qué es esta Ley o de dónde procede, estoy seguro que nadie dirá ni una palabra de Hammurabi y contestará: del Oeste, eso es del Oeste y los indios americanos. El caso que relatas tampoco es justo para la parte que más perdió: la muerte de un ser querido. Pienso que siendo de los hombres, va siendo hora de aplicar unas leyes tan justas como equitativas para las partes en litigio. ¿Difícil? Pues claro, si fuese fácil ya la habría propuesto yo mismo. La muerte de un ser humano jamás debe producirse, ni por manos de asesinos ni por la justicia.
ResponderEliminarUn abrazo, Mariano.
Maestro, me pasa contigo como con los pocos buenos profesores que he tenido. cuando acababan solo me salía: Amén. Un abrazo
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