Las pestes, epidemias o pandemias, vienen acompañando
al hombre desde su primitivo asentamiento en este planeta, que comenzó siendo
infinito para los pocos miles de pobladores que se expandieron por él en un
principio, y ha acabado por reducirse ante el crecimiento en progresión geométrica
de nuestra especie.
Si nos referimos a la pequeña parte del mundo del que
tenemos noticia los europeos, conocemos las "pestes" desde tiempos
bíblicos: las diez plagas de Egipto; la plaga de Justiniano en el S.I que se
llevó por delante a unos 25 millones de personas; la plaga Antonina o plaga de
Galeno, hacia el año 170 (igual que la anterior, de sarampión, de viruela o de
ambas cosas), que mató a unos cinco millones de personas; la peste de
Justiniano (541) entre 30 y 50 millones de muertos; la Peste Negra de 1347,
unos 200 millones de personas. Y así sucesivamente, pasando por las grandes
pestes del siglo XVIII, el cólera, la gripe española (que no era española) de
1918 que mató entre 40 y 50 millones; la gripe rusa, la gripe asiática; el VIH
que se instaló entre nosotros para quedarse, en 1981 y lleva causadas entre 25
y 35 millones de muertes, y una larga serie de pestes y epidemias que harían
esta relación interminable.
A la vista de esta somera exposición de datos, cabría
preguntarse: ¿A que se deben estas epidemias, pandemias, infecciones o
cualquier otro nombre que quiera darse al fenómeno? Caben dos grandes grupos de
explicaciones: las científicas y las religiosas. Ambas, hasta tiempos
recientes, han estado muy mezcladas. En el primer grupo de razones también
podríamos hacer dos grandes subgrupos: bacterias y virus. Las bacterias son
"bichitos" que nos invaden -muchos de ellos nos acompañan de por vida
y su acción nos resulta imprescindible-, y a los cuales se puede combatir con
medios, digamos "naturales", como los antibióticos. Si los antibióticos
se hubieran conocido en la Edad Media, la Peste Negra y su variedad más
mortífera la Septicémica, causadas por la bacteria Yersiria
pestis, otro gallo les hubiera cantado.
Los virus, a diferencia de las bacterias, son
"partículas formadas por ácidos nucleicos, es decir, moléculas largas de
ADN o ARN, rodeados de proteínas, con capacidad para reproducirse a expensas de
las células que invaden". Necesitan un "huésped" para
sobrevivir, pues a la intemperie mueren en un plazo más o menos largo. Aun así,
el virus tampoco desea la muerte del huésped, que sería la suya propia, por lo
que espera que el huésped desarrolle un sistema de equilibrio que les permita
coexistir a los dos mientras siguen infectando. Ahí entran las vacunas.
Ambas formas de peste pueden ser atribuidas a dos
grandes conjuntos según su origen: el científico y el religioso. En el primero están
los que lo suponen consecuencia de mutaciones genéticas o proveniente de animales
en los que existe como huésped habitual. En el segundo, los que tienen por
cierto que se trata de un castigo divino de razones desconocidas. Para el
primer caso solo hay que esperar que el sistema inmunológico del afectado
reaccione ayudado por tratamiento sintomático y toda suerte de medidas
profilácticas. Para el segundo, las plegarias o hecatombes.
Dado que entre los 7.500 millones de personas (más o
menos) que actualmente poblamos La Tierra hay seguidores de varios miles de
dioses, se trataría de averiguar cuál de ellos ha sido el causante del
estropicio. Y si no ha sido el de nuestra preferencia, rogarle que tras la hábil
negociación con el dios causante, le convenza de que haga remitir el fenómeno.
Por su parte, los no creyentes opinarán que es más práctico encomendarse a los
cuidados de la ciencia y dejar el mundo de la creencia a los administradores de
los dioses en La Tierra que tan bien suelen gestionar sus recursos.
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