Cuentan los que de ello saben que Marco
Tulio Cicerón, una vez se hubo zafado del intento de asesinato por parte de su
colega Lucius Sergius Catilina,
emprendió contra él una campaña en el Senado a la que se dio el nombre de Catilinarias.
Corría el año 63 a.C. y la Republica Romana comenzaba a dar signos de
agotamiento, tantos que no tardaría mucho en ser sustituida por el principado
de Augusto. Pero eso no lo sabía entonces Catilina, al que se le atribuyen al
menos dos conspiraciones, sobre las que no todos los estudiosos del tema se
ponen de acuerdo. Sea como fuere, Cicerón en su primera catilinaria Oratio in Catilinam Prima in Senatu Habita, deploraba la perfídia y corrupción
de su tiempo en general y de Catilina en particular, añorando otros tiempos de
mejor factura con la frase que encabeza este artículo.
De las
sabias enseñanzas que la historia nos proporciona, a poco que prestemos oreja
atenta, se desprende que ya en tiempos pasados, las corruptelas, zancadillas y
puñaladas políticas (y no tan políticas, si no que le pregunten al pobre
Julio), eran de uso común, y que se añoraban tiempos anteriores de mayor
bonanza. A lo que parece, poco hemos progresado, solo que ahora se trabaja con
dinero negro, se destruyen ordenadores y se llevan los cuartos a Suiza, Andorra,
Panamá o las Islas Caimán, por no hablar de comisiones reales.
Parece, la
de volver la vista atrás con añoranza, práctica extendida entre literatos, con
la idea de que cualquier tiempo pasado fuera mejor, como decía don Jorge cuando
le sobrevino la orfandad. También el avellanado manchego se refería a ello al
pronunciar ante ciertos cabreros: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos…”
Puede
que resulte decepcionante, después de tantos siglos de “‘avances” comprobar
que, en algunos aspectos, hemos adelantado tan poco. Ansiamos llegar a la luna
y quién sabe dónde más, en un afán exploratorio que heredamos seguramente de
nuestros ancestros primitivos. Sin embargo, hemos dedicado pocos esfuerzos a
comprender el sentido de nuestra existencia, tanto personal como
colectivamente. Y menos aún a crear una sociedad paritaria, igualitaria y justa
alejándonos en lo posible de nuestros comportamientos instintivos, herramientas
imprescindibles para prosperar en el inhóspito mundo heredado de nuestros
parientes monos. Ya tendríamos que haber superado la naturaleza que compartimos
con ellos merced a la gran conquista que nos hace diferentes: nuestro cerebro
capaz de conferirnos una categoría espiritual y ética que ningún animal de nuestro
mundo ha ostentado jamás.
Sin
embargo, los comportamientos humanos siguen siendo los mismos: dominio de la
sociedad por los menos solidarios, permanentes guerras de conquista o religión,
indiferencia de las sociedades opulentas que gastan más dinero en dietas que
los pobres en procurarse comida; aniquilamiento del que no piensa como nosotros
o del que adora un dios diferente…
Varios millones
de años de evolución, no parece que hayan servido para mucho, pero a lo mejor
aún hay tiempo, habrá que tener paciencia.
¡O tempora
o mores!
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