Decía
una de mis antepasadas: “Lloraría si no fuera porque en la guerra se me
acabaron las lágrimas”. El tierno infante que yo era entonces, desconocía cuya
era aquella guerra ni cuales habían sido sus devastadores efectos. Del tema se
trataba en familia, sotto voce, interrumpido
abruptamente en presencia de niños.
No
he tenido que padecer ninguna guerra, como no haya sido la memoria recogida en algunos
museos visitados, o en las lecturas imprescindibles para llegar a forjarme una
idea clara de la doméstica que padecieron mis mayores. Me costó tiempo y
trabajo desaprender las muchas falacias que sobre aquella desdichada contienda
me contaron de una y otra parte.
Ahora,
cuando veo la destrucción del Mar Menor, a la que he asistido como muchos de
mis conciudadanos, con estupor y asombro, en un día a día prolongado a lo largo
de muchos años, recuerdo aquella frase de mi antepasada y lloro con lágrimas
del alma.
Lloro
de rabia y de desánimo porque me siento responsable por inacción, por haber
permitido la irrupción de políticos incompetentes a los que pusimos en sus
puestos y no hemos sabido retirar a tiempo.
Recordando
la época de mi infancia en la que aquel mar recoleto y familiar constituía un
oasis de quietud y sosiego, me resulta imposible imaginar la vuelta a la
placidez que los habitantes de la región recordamos.
¿Cabe
en lo posible que el espanto arquitectónico de La Manga remita? ¿Que vuelva a
su primigenio estado Puerto Mayor? ¿Que se abandonen las miles de hectáreas de
cultivos con nitratos y “demonios coloraos” que acaban en el agua? ¿Que se recompongan los tanques de tormenta
que no han servido para nada? ¿Que se descontamine el acuífero superficial de
agua dulce que acaba vertiendo nitratos al mar? ¿Que desaparezcan las
desaladoras legales e ilegales? ¿Que se prohíban los barcazos de atronadores
motores que surcan “la laguna” dejando un rastro de pestilente combustible?
¿Qué se retiren las arenas que las lluvias han de arrastrar inexorablemente
hasta el fondo del mar? ¿Qué se dejen de verter los muchos emisarios que envían
los detritus humanos al agua? ¿Qué se retiren los miles de “muertos” sembrados
a discreción de cada cual en los muchísimos fondeaderos que abarrotan la costa?
¿Qué se construyan viviendas (muchas de ellas ilegales) en los cauces de las
ramblas? Y sobre todo, ¿Que logremos poner al frente de nuestros recursos
medioambientales a políticos eficaces y con formación suficiente, antes que a
mequetrefes ignorantes atentos solo a la voz de su amo y a sacar el cuello una
cuarta por encima de sus rivales políticos? ¿Qué las administraciones opten por
un método más racional que echarse las culpas y responsabilidades, la local a
la regional, ésta a la nacional, la nacional a la local, y vuelta a empezar?
Tantas
circunstancias han contribuido a la colmatación de nuestro Mar Menor, y tantos
disparates habría que enmendar, que justifican mi percepción de un futuro
tenebroso. La vuelta a un ecosistema natural y sostenible como lo fuera en su
día, es circunstancia que se me antoja harto improbable.
Deseo
de todo corazón errar en mi vaticinio, sería una de las veces que con más
alegría he aceptado equivocarme.
Para
mayor ampliación de causas, véase el siguiente artículo de Ángel Montiel: