Hace
ya tanto tiempo que si creyera en la reencarnación, me parecería que fue en una
vida anterior. El Mar Menor era entonces refugio estival de menos categoría que
las elegantes playas de Torrevieja. Algo más asequible para una población
murciana de posguerra que descubría tímidamente “el veraneo”. La gente más
selecta se agrupaba en La Ribera (aún no se había descubierto La Manga), y los
menos pudientes se desparramaban, hacia un lado por Los Alcázares, Los Narejos,
Los Urrutias y Los Nietos. La Puntica y Villananitos hacia el otro. A mí me
tocó esta última opción, entonces con escasos habitantes incluso en verano: el
Castillo de Trucharte, hoy desaparecido; la taberna de Cruz “La Negrilla”, maestra
velera y cabeza de una larga saga de pescadores; la casa señorial de los Sanz
Quesada (¡el inolvidable “Pocholo”!), rodeada por un jardín abandonado donde
resistían heroicamente unos escuálidos cerezos; los Yáñez constructores un poco
más abajo, junto a la casa de la tía “Pereta”; algo más lejos los Clavel Escribano…Una
suerte de desierto plácido donde los muchachos asilvestrados pasábamos el día
de correrías infantiles a imagen de los piratas de la Malasia, cuyas fantasías devorábamos
en las interminables siestas de silencio y sol implacable.
Los
chiquillos nos dedicábamos a la captura tempranera de cangrejos para la sopa, a
coger sin esfuerzo algún perezoso caballito de mar, entonces tan abundantes, o
a surcar las aguas de aquel mar que nos parecía inmenso y limpio en un
botecillo de remos. En el Mar Menor jamás hubo playas de arena. Los barcos de
pescadores salían de madrugada, con frecuencia bogando a falta de viento, hacia
La Manga desierta donde habían calado redes la tarde anterior. Acabada la
pesquera, con la morralla invendible, un puñado de arroz, unos ajos y dos ñoras
fritas, componían un exquisito caldero que reparaba de forma adecuada el
esfuerzo del madrugón.
Con
la mejora de nuestra autárquica economía a partir de los años sesenta, “el
progreso” comenzó a extenderse y los avispados descubrieron el incipiente
pelotazo urbanístico. La pinada lindera al Castillo de Trucharte y cuanto la
rodeaba cayó bajo la piqueta que no se detuvo, casi por milagro, sino en el
Molino de Quintín, donde comenzaban las primeras balsas de las salinas.
Cierto
que el progreso es bueno (si supiéramos donde conduce), pero no es menos cierto
que sus efectos secundarios (lo que los americanos llaman “fuego amigo”) pueden
ser demoledores.
Lo
que entonces eran unos miles de personas que ocupaban modestas casitas
veraniegas, a veces sin agua corriente y con una electricidad precaria, se multiplicó
de forma exponencial. Fueron centenares de miles los que acudieron a las riberas
de nuestro mar doméstico. El progreso nos ha traído necesidades que multiplican
varias veces las de entonces, y no hablemos de la agricultura extensiva en la
zona cartagenera, los vertidos mineros, las motos y barcos que parecen
trasatlánticos regando las aguas de petróleo, los emisarios que más o menos
depurados tiran nuestros desechos al mar… El sistema, sencillamente, no da más
de sí. Y se ha rendido. El agua se ha contaminado, la luz solar no llega hasta
el fondo y las algas no prosperan, las medusas y los cangrejos invasores han descubierto
un paraíso en decadencia, las arenas traídas de no se sabe dónde conteniendo no
se sabe qué han alterado el ecosistema…
Podemos
echarle la culpa a los políticos (que seguro tienen su parte) o a quien
queramos, pero la responsabilidad es de todos. Somos hijos de la naturaleza y,
en vez de adaptarnos a ella, hemos querido dominarla y ponerla a nuestro servicio.
Ese error lo pagaremos caro. Si no nosotros (la vida del hombre es efímera),
nuestros hijos o nuestros nietos. Este soporte, que con un orgullo ciego hemos
creído dominar, un día, cada vez más cercano, acabará con nosotros.
¿Quiere
eso decir que debemos desesperar? ¡No y mil veces no! Debemos luchar con todas
nuestras fuerzas para revertir esta situación. Primero concienciándonos cada
uno de nosotros, luego concienciando a los que nos rodean, después eligiendo
cuidadosamente a quienes deben representarnos y cuidar eficazmente del patrimonio
común. Y condenando al ostracismo sine
die a los malos políticos que han permitido el deterioro de nuestro entorno
y las construcciones megalómanas que solo han servido para que se enriquezcan
ellos y sus amiguetes.
Los
franceses tuvieron su revolución. Es hora de que hagamos la nuestra, pacífica y
serena, pero tan contundente como aquella. Así empezó Gandhi y echó a los
ingleses invasores de su país.