Mi amigo Ismail es buena gente. Nació en un
pueblecito colgado en las laderas del Rif y cuando se hartó de pasar hambre y de
pastorear una punta de escuálidas cabras -lo que constituía su labor diaria
desde que cumplió los siete años-, reunió lo suficiente y se embarcó en una
patera rumbo a España. De eso hace ya muchos años. Ahora Ismail es padre de
familia, vive en el pueblo y respeta y es respetado por sus vecinos. Trabaja
ocasionalmente en época de fruta, cobra en negro a cuatro euros la hora, y el
resto del tiempo subsiste gracias a su pensión no contributiva. Los años de
duras labores campesinas no perdonan y su espalda se resiente de vez en cuando,
pero tiene una buena cobertura médica y su incipiente diabetes se controla
perfectamente con las tiras coloreadas de que lo proveen regularmente en su
centro de salud. Su mujer contribuye al mantenimiento de la casa cuidando hijos
de otras vecinas magrebíes que tienen trabajo en las industrias de la
localidad.
Ismail viste a la europea, y de no ser por su
semblante moreno, nada lo distingue de un habitante de Castellón de la Plana o
de Pola de Siero. Rahima, su mujer, no. Rahima siempre lleva amplios ropajes
que enmascaran la figura. La mujer no debe provocar, amén de que esas ropas y
el hiyab sin el que jamás sale a la
calle, conforman una parte importante de su identidad, anuncian: “soy
musulmana”. Ella también va a la Mezquita los viernes, aunque no reza cinco
veces al día como Ismail; el Profeta es menos exigente con las mujeres. A la
mezquita acude los viernes con su marido, aunque se ubican en salas diferentes.
No es bueno que hombres y mujeres permanezcan en lugares comunes, la
promiscuidad no es del agrado del Profeta.
Cuando llega el Ramadán, que llega todos los años
aunque no en el mismo mes, Ismail intensifica sus rezos, come de noche y duerme
de día. El Ramadán en un mes santo para los musulmanes, que celebran la entrega
del Corán a Mahoma por el Arcángel Gabriel. Con su celebración, a los que
practican el Islam les son perdonados sus pecados, “como si fueran quemados”.
El Ramadán es una buena medida profiláctica que sana el cuerpo y el espíritu.
Ismail y Rahima tienen dos hijos nacidos españoles,
Mohamed y Fatimetu. Mohamed es mecánico de coches y trabaja en el taller de un
concesionario. Le hacen un contrato de seis meses y lo mandan al paro otros
tres, así lleva desde que acabó los cursos de FP. Sale con una pandilla de
chicos del país y tiene una novia que no es del agrado de sus padres. Fatimetu
estudió auxiliar de enfermería en una escuela privada y estuvo trabajando en
una residencia de ancianos durante dos años. Vestía pantalones vaqueros y nunca
llegó a utilizar el hiyab. Sus padres
le concertaron un matrimonio con un primo de Ismail ya talludo. A partir de ese
día viste como el resto de mujeres magrebíes, hiyab incluido. Lleva a su hijo al colegio público y procura que se
relacione con amigos musulmanes. Dos tardes por semana el niño va a la madraza donde el imam de la comunidad
les enseña a recitar el Corán; Fatimetu quiere que sea buen musulmán, como sus
padres, como sus abuelos.
El pueblo donde viven es un pueblo tolerante y
acogedor, hay una sociedad caritativa que en tiempos de penuria reparte
alimentos de primera necesidad entre los más desfavorecidos, sin hacer
distinción de tirios ni troyanos. Fatimetu acude a veces y complementa su
despensa.
Tanto Fatimetu como su madre compran, en las tiendas halal que se han instalado en el pueblo,
los alimentos permitidos por la saria,
ley religiosa que impera en los países musulmanes. Esos establecimientos
garantizan que los animales de consumo han sido sacrificados con arreglo a los
preceptos religiosos: un varón circuncidado, de cara a La Meca, con un doble
paso de cuchillo en la garganta para propiciar el completo desangrado, y recitando
las adecuadas palabras de alabanza a Dios.
Ismail y su familia, están plenamente integrados.