Decía mi profesor de
Antropología en un libro titulado “El animal paradójico” (algunos traviesos
alumnos lo remedaban de forma burlesca como “El animal parapléjico”)[1], que el afán de
coleccionismo es lo que sitúa al hombre, desde tiempos prehistóricos, en su
auténtica dimensión humana.
El
utensilio no existe sino en un ciclo operatorio y la colección de utensilios del
Australopitécido nos habla de un lenguaje de posibles, una visión de del
futuro, de lo por-venir que descarta selectivamente (en el hecho mismo de hacer
tal selección) una serie de imposibilidades funcionales, de actos. Lo posible
prevalece siempre sobre lo real y lo real no es más que el residuo de lo
posible.
En lenguaje más pedestre,
el afán de coleccionar parece estar estrechamente ligado con el de poseer el
utensilio o el bien para siempre, con el afán por trascender uno mismo a través
de los objetos; en definitiva, con la conquista de un futuro eterno ante el
miedo de la extinción que nos amenaza desde la cuna, en una cabriola que
pretende diferirla por todos los medios.
En muchas ocasiones, la
colección se convierte en el trasunto de nuestra vida y acumulamos objetos como
si con ellos pudiéramos construir nuestra propia inmortalidad. En otros casos
el coleccionista lo es de objetos raros o difíciles con los que pretende la
conquista de una individualidad que lo distinga del resto de los mortales. Con
frecuencia, en la colección se pretenden dos objetivos, el numero o la cantidad
per se, y la dificultad o la rareza
como elemento añadido.
Lo más decepcionante de la
colección es que, por extensa o variada que se logre, nunca tiene final y lo
que pretendía ser una acción de conquista de la temporalidad puede acabar
convirtiéndose en un mensajero del desasosiego y en una muestra evidente de la caducidad
inevitable de las empresas humanas. Consumar o dar por terminada una colección
es tarea utópica, a menos que, como Pepe Carvalho, nos decidamos un día a encender
la lumbre despellejando los libros acumulados durante toda nuestra vida.
Sabios y ascetas han
postulado a lo largo de la historia, el desprendimiento/desamor por los objetos
y bienes terrenales, pero también ese vacío de utensilios resulta con frecuencia
aterrador, si no es sublimándolo en un ejercicio de entrega a la divinidad. Ya
los antiguos griegos optaron por la inmortalidad pergeñando elementos que los
hicieran permanecer para siempre en la memoria de los hombres:
Es de ver como inculpan los hombres sin tregua a
los dioses
Achacándoles todos sus males. Y son ellos mismos
Los que traen por sus propias locuras su exceso de
pena
Canto I. Odisea
Ya te digo.
Entonces me deshago de todo??? Pregunto....besicos,nos vemos pronto
ResponderEliminarNo, solo de lo prescindible. Más besicos, ya tenemos mono de Ribera.
EliminarEsta primavera con sus traviesos pólenes revoloteando en entorno a mi pituitaria me ha impedido, querido Mariano, concentrarme en un laberinto de consideraciones muy interesante, vitales, no solamente intelectuales (¿quién no ha coleccionado amores juveniles, cromos del Barça..TBO del Capitán Trueno…libros…palabras…recuerdos..? ) que tu entrada de hoy sobre el coleccionismo ( que he leído con atención no solo de amigo) me ha suscitado. Se me ocurre dentro de esta “boria” que me aturde , que deben existir tantas teoría como coleccionistas en el mundo hay .
ResponderEliminarDe momento, Mariano, me voy tomar unos trozos de pulpo seco a la brasa con una cerveza que todavía hacen en un bar de aquí al lado. Si me aclaro dentro de unos días con algo más interesante y “generalizable”, te cuento.
Un abrazo primaveral.
Carlos
Todos somos coleccionistas desde hace mucho tiempo, desde que nos levantamos sobre las torpes patas, como decía Lorite. La reflexión viene a cuento de las ligazones, a menudo incomodas y serviles a que nos somete el afán coleccionista, pero del dicho al hecho...Cuando el pulpo te reavife, me cuentas...
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