Hubo una época en que las hordas de nuestros
antepasados vagaban por la faz de la Tierra a la búsqueda de frutos, bayas, tubérculos
o carroña. En contadas ocasiones, cazaban. Encontraban en esas actividades lo
suficiente para sobrevivir y legar a la posteridad su bien más preciado: el
ADN. A esa época le llama Yubal Nohah Harari en Sapiens ‘de cazadores-recolectores’. Un día descubrieron, en la
amplia zona que riegan el Tigris y el Éufrates, que plantando algunos cereales
y leguminosas que allí se daban en estado salvaje, podían obtener suficientes
cosechas para permanecer siempre en el mismo sitio y olvidar el errático
peregrinaje que habían seguido hasta entonces. Cayeron en la trampa: el trigo
les dio de comer, pero a qué precio. Tuvieron que deslomarse roturando las
tierras, haciendo canales y eliminando plagas; el trigo es amo cruel que exige
un trabajo incesante, fue él quien domesticó al hombre. Se fortificaron las
ciudades porque otros grupos de humanos pretendían alzarse con el fruto de su
esfuerzo. Vivir hacinados tuvo como consecuencia el aumento de las
enfermedades, el asentamiento permitió que las mujeres pudieran disfrutar de
más tranquilos embarazos y el número de hijos que necesitaban más alimentos,
creció. La trampa se había cerrado. Los gobernantes se dieron cuenta de que la
naturaleza tenía gestos imprevisibles y que había que guardar excedentes para
los malos tiempos. Nacieron los grandes depósitos de grano y los sistemas de
redistribución.
El tiempo ha pasado y la redistribución corresponde ahora
al Estado, que la lleva a cabo mediante su Ministerio de Hacienda. Una vez al
año reclama la tasa correspondiente a cada uno de los ciudadanos, a las
empresas y a cualquier otro negocio. Con lo que recauda, se alimenta a sí
mismo, a los demás ministerios y cuerpos del estado, luego cubre los servicios
comunes: sanidad, educación, infraestructuras, pensiones, etc.
Pero hecha la ley, hecha la trampa. Hay ciudadanos
‘espabilados’ que colocan sus cuentas en los llamados ‘paraísos fiscales’, cuya
sola existencia supone una vergüenza para los países que dicen tener gobiernos
‘honorables’. Otros se acogen a las amnistías fiscales que les hacen a medida
los ministros de turno. Aunque luego se declaren anticonstitucionales (con gran
sorpresa de los abogados del estado, del propio ministro y del responsable de
todos ellos, el Presidente del Gobierno, que no percibieron la
anticonstitucionalidad de la medida), el daño está hecho y los cuartos escamoteados
jamás se devuelven. Los ciudadanos que así obran, suponen un perjuicio notable
para los demás habitantes del país, pues los dineros que defraudan han de
salir, necesariamente de los bolsillos de los que sí contribuyen. Esta práctica,
profundamente antisocial, debería estar prohibida, o por lo menos penada con ásperas
galeras por un largo periodo. Y desde luego, quien acude a ella desde un puesto
dirigente, condenado al ostracismo de por vida y a la devolución íntegra de lo
estafado, mas el consiguiente y ejemplificador plus para beneficio de todos sus
conciudadanos. Y si no devuelve lo evadido, prisión hasta que lo haga. Sencillamente,
quien obra así NOS ROBA a todos los demás, y como tal ladrón debería ser
tratado, y por supuesto, apartado sine
die de cualquier función que rozara siquiera lo público.
Otra cosa resulta incomprensible. Y desde luego, no
se trata de chismes, es algo mucho más serio.
Muy buen post Mariano. Un abrazo desde Buenos Aires.
ResponderEliminarGracias, Lourdes. Cuanto gusto verte por aquí. Un abrazo.
EliminarMariano, a esta entrada solo le faltaría la música para situarse en los altos niveles de la excelencia narrativa.
ResponderEliminarUn abrazo.
Carlos.
Gracias, don Nico. Tus buenos ojos...Abrazos!
EliminarAmén ,don Mariano,pero no pasa nada ,eso a base de conductas ejemplarizantes de nuestros más altos gobernantes lo solucionamos rapidico.
ResponderEliminarJa ja Joaquin, estamos apañaos con algunos de nuestros gobernantes. Un abrazo.
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