Circula
por mi pueblo una petición de firmas para nombrar a la Virgen del Rosario
‘Alcaldesa perpetua’. Es iniciativa,
aunque original y sorprendente, tan digna de consideración como cualquier otra,
si bien invita a cierta reflexión que me permito compartir con quien se tome el
trabajo de seguir leyendo.
Vivimos
en un país aconfesional y según todas las perspectivas razonables, tendente a
la laicidad, como nuestros vecinos europeos. Parece un síntoma de salud
ciudadana separar los asuntos civiles de los religiosos.
Los
ciudadanos disfrutamos la opción de practicar cualquiera de las religiones que
el amplio abanico de creencias pone a nuestro alcance, o no practicar ninguna.
Por el bien de esas creencias, no parece oportuno mezclar el gobierno de las
almas con el funcionamiento de las instituciones civiles. Item más cuando se
nos avecinan otras formas religiosas diferentes, y aún antagónicas, con las que
habremos de convivir en paz y sosiego. Las normas religiosas afectan y obligan
a sus adeptos, no así las civiles que son comunes a todos. Dice un consejo
recogido en uno de los Libros Sapienciales: ‘A Dios lo que es de Dios, y al
Cesar lo que es del Cesar’. No se me ocurre más sabia recomendación; es
sorprendente que los seguidores de esa religión no la apliquen con la
rotundidad que merece.
La
democracia que intentamos practicar -sin demasiado éxito hasta la presente-,
supone el gobierno de la mayoría, pero también el respeto a todas las opiniones
expresadas dentro del marco legal, y a la igualdad de derechos de todos los
ciudadanos, como dice nuestra Constitución, hasta ahora en vigor. Esta idea,
que en otros países ya es madura y aceptada con naturalidad, en el nuestro no
parece tan implantada. Reconocer –y aceptar de buen talante- a los que piensan
de forma diferente, no es habitual –todavía. Todos queremos tener razón, la
nuestra, y consideramos equivocado al que mantiene una postura diferente.
Quizás eso haya producido los radicales desencuentros de que nuestra reciente
historia está trufada.
Los
que tienen el mandato de dirigirnos, de una u otra tendencia, no son enemigos
entre sí, sino individuos que procuran el bien común a través de procedimientos
diferentes, y las ideas y opiniones de unos y otros merecen tanto respeto y
consideración como las nuestras. Naturalmente, desechando el insulto, la
descalificación y, por supuesto, la corrupción que no es sino una enfermedad de
la democracia, a la que todos deberíamos hacer frente sin distinción de
ideologías ni partidos políticos.
Tienen,
las Vírgenes y los Santos, católicos o de cualquier otra religión, lugares de
culto dignos de respeto, donde los fieles puedan acudir según sus normas les
recomienden. La injerencia de cualquier creencia religiosa en asuntos civiles
no es recomendable. Otras sociedades elevan a leyes civiles los códigos
religiosos, Los resultados son de todos conocidos.
Cada
mochuelo a su olivo, aquí paz y después gloria.
Comedida y muy juiciosa entrada, sin acritud y certera tal cual corresponde a un hombre equilibrado y sensato.
ResponderEliminarQuerido Mariano, tan acertado como de costumbre. Un placer leerte maestro, fuerte abrazo.
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