A
mi amigo Antonio Campillo, maestro cinéfilo, entre otras artes.
Recuerdo cuando hace ya años, los
jovenzuelos ávidos de las escasas emociones que podía proporcionarnos el fin de semana, teníamos
que conformarnos con largas sesiones de cine en technicolor. Eran, casi siempre,
películas de vaqueros o romanos, intrascendentes historias nada atentatorias
contra el sexto mandamiento. La iglesia católica, guardiana permanente de
nuestra delicada moral era a las únicas que no les metía la tijera, y el Régimen,
siempre protector de su institución hermana, autorizaba los cortes previniendo las
perversas asechanzas judeo-masónicas.
Aquella censura, produce ahora una
hilaridad incrédula a los pocos jóvenes que se toman la molestia de escuchar
las batallitas de los fósiles que los antecedieron en el uso del espacio. Yo
les aseguro que marcó de forma casi indeleble los primeros años de muchos de
nosotros.
Un servidor quiso ser, sucesivamente,
John Wayne, en ‘La diligencia’ conducida por John Ford, Clark Gable en ‘Lo que
el viento se llevó’ y Kirk Douglas en ‘Espartaco’. Mi último héroe, que
probablemente me acompañe al más allá, fue Clint Eastwood, al que adopté en ‘La
muerte tenía un precio’, he seguido hasta ‘El gran Torino’ y no he abandonado
todavía.
Todos ellos eran hombres fornidos, además
de atractivos, y repartían unas castañas
(síntoma inequívoco de envidiable virilidad) que dejaban fuera de combate a los
numerosos villanos con los que, dada su azarosa vida, tarde o temprano se
encontraban. Últimamente me he decantado por la suave inteligencia de Atticus
Finch, y es probable que nunca mate a un ruiseñor.
Pero había uno de aquellos héroes (y a
esto viene la historia), que a pesar de su incuestionable belleza rubia,
siempre repeinado y compuesto, aun en los momentos más difíciles de los
inolvidables ‘Horizontes de grandeza’, no daba la talla (física) de los
anteriores. Era bajito, hasta para aquella época en que aún no se había
producido el estirón de las
poblaciones, que ha llenado nuestras ciudades de larguiruchos dos palmos más
altos que nosotros y con pies como canoas. La carrera cinematográfica de aquel
bajito, Alan Ladd, fue una dura competición para que no se notara lo exiguo de
su estatura al lado de sus compañeros de reparto. Sus películas (que ahora
repasamos con mirada quizás excesivamente crítica), constituyen un alambicado
compendio de trucos y montajes para que no se percibiera esa diferencia. En
muchas escenas aparecía sentado y en otras, de pie cuando los demás estaban
sentados, y en cuanto la ocasión lo permitía, a caballo.
Se escogía con cuidado
a sus compañeros/as de reparto en función de una estatura que no sobrepasara la
suya, y cuando todos los trucos fallaban o se hacía difíciles de aplicar, la
cámara recurría a movimientos extraños de manera que se le enfocara siempre
desde abajo (contrapicado, dice mi amigo Antonio), dando
cierta impresión de gigantismo.
Me vienen ahora a la memoria aquellos
recuerdos de infancia, llena de una feliz austeridad que entonces no
percibíamos, al contemplar, con manifiesto desánimo, las vergonzosas estaturas
de una importante minoría de nuestros políticos, sean de la cuerda o tendencia
que sean. Como Alan Laddens
redivivos, la mayor y principal tarea de su cometido profesional (al que han
logrado encaramarse sin escatimar medios ni procedimientos) consiste en
procurar que no se perciba su escasa estatura rodeándose de gentes más cortas
que ellos todavía. Y así, viene a suceder que la categoría de muchos de
nuestros dirigentes (miembros y miembras) ha entrado en un proceso de enanismo
intelectual, como pasaba en ‘El hombre menguante’. Lo vergonzosamente triste,
por inmoral, es que se retiran, después de pocos años de oficio, con el riñón
bien cubierto. Aguantan el chaparrón de las críticas con impertérrita sonrisa,
cuando no en olor de multitudes. Sus menudos seguidores, en un desconcertante
ejercicio de enanismo político, parecen considerarlos más cuanto mayor es el
flagelo de la corrupción con que los han estafado.
Así nos va.
Al sastre, con tanto recorte, se le quedó corto el traje. Un abrazo
ResponderEliminarY que lo digas, Juan, un abrazo.
EliminarA mí también —leyendo tu artículo— me vienen a la abeza, primero, muchos recuerdos de la infancia, y, después, un buen cabreo con lo de la estaturas de una “importante minoría” (qué bien has elegido esta pareja de palabras) de nuestros políticos…”, que evitan por todos los medios posibles que se perciba su escaso tamaño, su “enanismo intelectual”, como bien dices.
ResponderEliminarUn saludo, Mariano.
Mariano, no tengo más remedio que quererte. Me ha emocionado la dedicatoria, (falsa como ella sola) y el tratamiento fílmico que realizas de los aspectos cinematográficos de las películas y actores inmortales que mencionas (¡ahí queda eso…!). Todos, sin orden especial, avanzando en fila horizontal, como William Wolden (¡inmenso!) y sus tres amigos en la secuencia de “Grupo salvaje” de Sam Peckinpah, 1969. Tu sagaz mirada, la didáctica relación interdisciplinar entre tamaños y tu sabio razonamiento, son de Sobresaliente Cum Laude. Los contrapicados, que escucho con mucho goce cómo pronuncias la palabrita, nos “engancharon” cuando el perfecto peinado de Alan no sufría ni la más leve alteración después de una pelea. Por el contrario los abdominales, apañados por un miembro de Fuerza Nueva bien conocido por mí (compartí un largo viaje con el interfecto), nos parecen la pancita del lagarto de García Lorca cuando, junto a la lagarta, perdieron su anillito de boda, sin saber la lagarta que se lo había comido su marido y marca sus protuberancias gimnásticas desde dentro de su barriguita, tan chica como él. El enanismo político y el fisiológico son directamente proporcional a su inasumible ineptitud y desvergüenza. Tu apreciación de rodearse de otros más enanos en cuerpo y alma, constata el principio de Peter. ¿Crees que nos merecemos esto, hoy precisamente, cuando se conmemora el sistema político que sí fue votado y ganado, y han muerto dos eminentes pensadores? Creo que no, Mariano, nunca debe volver a suceder esta inacabable e inmensa muestra de injusticia, que someten a escarnio a una anciana inválida de 83 años, imponiéndole una multa de 100 € por “romper una barrera de la policía”, mientras legalizan millones de € de los amigos como si sus manos fueses la de unos minúsculos dioses que imparten su benefactora lluvia dorada sobre los mortales españolitos.
ResponderEliminarUn gran abrazo, Mariano.
La estatura poco (mejor ,nada) tiene que ver con la inteligencia cono decia Don Pio Baroja refiriendose tambien respecto de la cobarta, y mucho menos con las conducta etica. Sorayita , la Vicepresidenta, es una muestra. Es inteligente, o memoriosa, no cabe duda, pero cuando "se" coloca (o" la ponen") en las fotografias por fuerza al lado de la Cospedal, la pobre desvaria...y cuando se "sube" en los mitines ..!ni te digo!.....
ResponderEliminarTodos los de entonces Mariano quisimos er ser Alan Ladd en aquellos años grises y vilolentos del nacional catolicismo....Aunque tadavia no sabiamos que era bajito y tenian problemas psicologicos....Pero ya digo, eso es igua lLos hay altos que se tinta el pelo y que discurren solo entre topicos mal hilvanados... y no obstante, nos gobiernan a los españoles TODOS.
Un abrazo.
Más razón que un santo tienes, Nicolás. A mí ya me gustaría poderme tintar el pelo. Quizás me colocara un tono amarillento, como al Ladd de peinado indestructible de nuestros recuerdos! Un abrazo.
Eliminar