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sábado, 23 de abril de 2022

PARA MI HERMANO JOAQUIN, ALLÁ DONDE SE ENCUENTRE:

EL DESTINO

Viajábamos hacia Walata en busca de las ciudades perdidas en el desierto. Las ciudades de las que surgió el fuego purificador de los morabitos, el fuego que haría renacer el esplendor malekí en los decadentes estados de al-Ándalus. En esas ciudades perdidas del sur de Mauritania: Atar, Walata, Chinguetti, Azugui, aún se conservan bibliotecas que guardan celosamente los textos sagrados del Islam en recónditas habitaciones donde apenas llega la luz del día; sólo se puede acceder a ellas tras una complicada operación con primitivas llaves de madera, capaces de abrir las puertas, casi taponadas por el incesante avance de la arena del desierto que amenaza con sepultar las frágiles construcciones. Ese era nuestro destino último.

En una de las acampadas fuimos a parar a un pequeño oasis donde una veintena de palmeras daba escasa sombra a la familia de beduinos, de la tribu Yudala, poseedora del pozo que les permitía vivir de los exiguos peajes que cobraban a los viajeros que decidían hacer un alto en él.

Después de montar las tiendas y tomar una parca cena, tras una dura travesía por malas carreteras en los indestructibles todoterreno, nos agrupamos en torno a la fogata que era todo el lujo que podían ofrecer nuestros anfitriones. Los hombres, cuyos rostros tapados con el turbante negro nunca llegamos a ver, hacían té de una manera compulsiva, vertiendo incansablemente el líquido amarillento de unos vasos a otros hasta conseguir el halo de espuma deseado; después, con mucha ceremonia iban pasando los vasos a todos los circunstantes de un modo ritual y ordenado: primero los forasteros, luego los bedú en orden a su rango, y por último las mujeres, en una segunda fila del círculo formando un confuso montón de melkfas multicolores del que salían cuchicheos incesantes de ignota procedencia, ya que todas se tapaban la boca para hablar.

Fue allí donde escuché la historia que ahora quiero relataros todo lo fielmente que mi memoria la ha conservado: uno de aquellos hombres, el responsable del grupo seguramente, se expresaba con toda corrección en un castellano gutural aunque expresivo. Había viajado por las rutas caravaneras llevando la sal a través del Sahara occidental y hablaba todas las lenguas del desierto.

Después del enésimo té, a ruegos de los expedicionarios que conocían su fama de narrador, inició su historia.

—Esto que voy a contaros pasó hace mucho, mucho tiempo, aquel en que mi pueblo nomadeaba el gran desierto que va desde el Senegal hasta las faldas del gran padre Atlas que toca el cielo con la punta de sus dedos. Allí, cerca de las montañas, mis antepasados fundaron la ciudad de Marrakech en cuya gran plaza, la Yema-ef-na se cambian toda clase de mercancías, oro del Sudán, esclavos, especies y sal. Los encantadores de serpientes las hacen bailar al compás de sus pífanos sonoros y los vendedores de monos esperan al jeque poderoso que quiera deleitarse con el exquisito bocado de sus cerebros aún palpitantes. Los barberos rasuran la cabeza de los creyentes que están de luto y ofrecen un surtido inacabable de muelas a aquellos que ya no las tienen. Los narradores (entre los que yo mismo me conté durante un tiempo) hacen las delicias de la gente, tienen la habilidad de excitar la imaginación deteniendo el cuento en el momento más interesante, y no continuarlo hasta que reciben el óbolo suficiente. Aquél es el centro del mundo, el punto de reunión de todas las gentes. Es la ciudad en la que todos pueden reunirse sin peligro, pues la venganza de sangre está prohibida y es pecado imperdonable verter la del enemigo.

En las afueras de la ciudad había levantado sus jaimas un rico mercader cuyas caravanas pagaban generosos peajes desde el norte hasta Tombuctú, llevando a lomos de sus innumerables camellos todas las mercancías imaginables. Era un hombre afortunado pues había logrado todo lo que ansiaba. Pero una noche, durante el sueño, lo visitó el ángel de la muerte.

Lo vio como vosotros me veis a mí, sentado a los pies de su yacija. Y el ángel le dijo: Abd-Al-lāh, el mercader, he venido a visitarte porque no hay fortuna sin desdicha y hasta en la mayor alegría hay un grano de tristeza. Es necio el hombre que cree haber alcanzado la felicidad en esta vida. Igual que el padre Ibrahim (Dios le conceda la gloria) debía perder a su hijo, así tú perderás el tuyo. Dentro de diez días vendré para llevármelo porque ese es mi capricho y así está escrito.

Abd-Al-lāh despertó aterrado. Su único hijo, fruto póstumo de su esposa a la que aún guardaba luto, era la alegría de sus ojos, el sostén de su vejez. Se rebeló contra lo injusto de su suerte y decidió engañar a aquel ángel horrible y caprichoso. Llamó a su primogénito y le dijo estas palabras: ‘Hijo mío, he decidido que viajes hasta el pozo de mis parientes, los Yudala. Hay allí un primo mío al que entregaras ciertas mercancías. El viaje es largo, debes permanecer entre ellos hasta que te repongas de la fatiga. Bajo ningún concepto iniciarás el regreso hasta que haya pasado un mes.

El hijo, obediente, hizo preparar camellos y mercancías y al amanecer del día siguiente emprendió el viaje. Tardó nueve días en llegar al campamento de sus parientes y descansó entre ellos. Al atardecer del día siguiente, un viajero se acercó a las tiendas. Era un hombre viejo, de la tribu de los Lamtuna que llevaba el turbante blanco de los que han peregrinado a La Meca. Cenó con ellos, comió dátiles y a la hora del té, le rogaron que contara alguna historia de las muchas que habría conocido en su caminar. Él les dijo: “os contaré un cuento breve y un poco triste, porque habla de la muerte inevitable, pero hoy mi corazón está abatido por la pesadumbre y esa es la única historia que puede salir de mis labios. Dicen los hombres que viven junto al gran río del sur, que la muerte tiene como esclavo a un ángel negro como ellos al que manda todos los días a la tierra para que le traiga una vida escogida al azar. El ángel, según su parecer elige hoy a un hombre rico y mañana a uno pobre; si su capricho se lo dicta toma a un gordo y si no a uno flaco. Unas veces es un hombre alto y otras uno bajo... pero todos tienen algo en común y es que no pueden escapar a su destino.

Como buen narrador, Yusuf hizo una dramática pausa oteando las expectantes caras del círculo, se tomó su tiempo para carraspear, le dio una chupada profunda a su tuba y continuó su narración.

Los hombres escuchaban al viajero estremecidos y temerosos, arrebujándose en las amplias darrás por entre cuyos pliegues se colaba el frío de la noche mezclándose con sus propios miedos. Solo el hijo de Abd-Allá, el mercader, recostado en la silla de su mehari dormía plácidamente, para siempre, con el hermoso rostro de blanca sonrisa resplandeciendo a la luz de la luna.

 

2 comentarios:

  1. Lo había leído varias veces y nunca he comentado. Hoy comento: triste el asunto este del sino, que no permite esquivarlo.

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