En la cultura judeo-cristiana, la
comisión de una falta lleva aparejada, para su condonación, la necesaria
reparación en la forma que la justicia o la sociedad civil tengan establecida.
En términos religiosos, eso se llama penitencia, cumplida la cual, el reo
–voluntario o accidental- queda libre de toda mancha. En términos sociales,
pasa lo mismo. El infractor, cumple la pena que el organismo correspondiente le
haya infringido y queda completamente limpio, exactamente igual que antes de
cometer el desafuero.
Pero toda regla tiene su excepción y
los poderosos tienen la especial habilidad de librarse de las normas que son
aplicables, con rigurosa exactitud, al resto de los mortales. Si un rey se
equivoca, metiendo la pata hasta el corvejón –que para eso es humano como todo
el mundo- le bastará con un “Me he equivocado, no volverá a ocurrir” para
quedar exento de toda mácula. Si un presidente del gobierno, pongamos por caso,
es engañado por alguno de sus secuaces de primer nivel y continua mandándole
mensajitos infantiles, ignorante de que hoy día se pueden rastrear hasta los
momentos más íntimos de cualquier persona, le bastará con la misma fórmula que
al monarca anterior. Y aquí no ha pasado nada.
Don Vito Corleone, que también
ejercía el poder a su manera, ya nos recomendaba hace muchos años no hablar por
teléfono y menos dejar rastros como esos. Según su opinión, el que eso hacía no
era bueno ni malo, era, sencillamente, tonto. Conviene leer, porque se aprende
mucho.
Me traen a la memoria estos casos de
errores nunca subsanados, a los que los miembros de esta sociedad nos
acostumbramos de forma vergonzosa, la reparación que Enrique II Plantagenet,
bien motu proprio, bien obligado por
las circunstancias, proporcionó a su país tras haber inducido el asesinato de
su canciller Tomás Becket: con el torso desnudo, en el atrio de la catedral de Canterbury,
ofreció su espalda al verdugo para que le diera la tanda de azotes
correspondientes a la expiación de su grave falta. El pueblo asistió a la
flagelación y luego vitoreó a su rey.
Para eso, quizás había que ser un rey
de verdad, o ser inglés, vaya Ud. a saber. Jean Anouilh lo cuenta así, y la
película “Beckett o el honor de Dios”, lo plasma en magnificas imágenes que
desde aquí recomiendo.
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