Cda vez que surge la trifulca con el reino marroquí (y últimamente ha surgido, por desgracia de forma especialmente virulenta con el asunto del campamento Agdaym Izik del Aaiún), se plantea el asunto de Ceuta y Melilla, como si se tratara de un pecado histórico por el que los españoles deberíamos tener mala conciencia al usurpar un trozo de territorio a nuestro país vecino, con el que, precisamente por serlo, estamos condenados a entendernos lo mejor posible. Cosa, por otra parte, muy beneficiosa para ambas partes.
Quizás sería bueno recordar que Ceuta, ocupada ya por los fenicios en el S.VII aC., ha sufrido (o gozado, depende de cómo se mire), el paso de numerosos visitantes, empezando por los púnicos, hasta que, derrotados por Roma la ceden al reino de Numidia. Vuelve a ser romana en tiempos de Calígula, formando parte de la Mauritania Tingitana. En 429 caería en poder de los vándalos de Genserico, luego fue otra vez romana en tiempos de Justiniano volviendo a manos de los visigodos. Fue musulmana por primera vez en el 709, ocupada por los califas idrisies en 788 y por Abderramán III, el omeya, para el califato de Córdoba. Luego parte de las taifas de Málaga y Murcia; después, de almorávides y almohades, hafsíes, azáries y nazaríes, en vaivenes sucesivos que la hicieron pasar de unas manos a otras sucesivamente.
En 1415, el rey de Portugal Juan I y sus hijos la conquistaron para la corona de su país, estableciendo tratados con el reino de Fez. Cuando murió el rey Don Sebastián en la famosa “batalla de los tres reyes” (1580), la ciudad pasó a la monarquía española bajo Felipe IV. Y así hasta nuestros días, después de sufrir asedios por parte de ingleses, marroquíes y holandeses.
Melilla, por su parte, fue también fundación de los fenicios, que por el S. VII aC. eran los señores del Mediterráneo. La llamaron Rusadir. También fue incorporada a los territorios romanos tras la caída de Cartago, en una historia casi paralela a la de Ceuta. Más tarde llegarían los árabes en 711, etc.
Pedro Estopiñan la tomó, para el Ducado de Medina Sidonia en 1497 y pasó a manos de la corona española en 1556. Tras varias escaramuzas más, en 1860 por el tratado de Wad-Ras
con lo que entonces era el sultanato de Marruecos, se establecieron los límites de la ciudad.
A la vista de estos someros antecedentes históricos, uno se pregunta si dos ciudades, con poblaciones mitad cristianos y mitad musulmanes (además de su pequeño núcleo de judíos), que viven en normal armonía, tienen mayores o menores razones para ser más marroquíes que españolas, o viceversa. Esto de reivindicar territorios porque antes (en periodos históricos más o menos remotos) sufrieron diferentes avatares, es asunto harto discutible en el que, a menudo intervienen intereses que poco tienen que ver con el fondo de la cuestión. Y así nos pasa con enclaves como Gibraltar, o Llivia, el territorio español dentro de Francia que persiste como anacronismo desde el tratado de los Pirineos de 1659 sin que, por otra parte, nunca haya planteado conflicto alguno.
Las fronteras van y vienen a lo largo de los tiempos y, desgraciadamente, de las guerras. Basta recordar el Rhur y la Silesia, los territorios centroeuropeos balcánicos, etc.
El Reino de Marruecos, liberado del Protectorado de España y Francia desde 1956, ha tenido también sus disputas territoriales con su siempre irritable vecino del este. Y ha conocido, a lo largo de su dilatada historia, casos como el de Tinduf, iniciada como campamento camellero en 1852 por los Tajakant, una tribu saharaui; la ciudad de Ujda, fundada bajo el califato omeya por Ziri Ibn Attia que a punto estuvo de quedarse para Argelia, etc.
Hemos tenido la mala suerte de heredar algunos de estos “disparates históricos” de tiempos pasados y no tengo muy claro si en los actuales, con los conocimientos y la sabiduría que se nos supone, vamos a ser capaces de darles soluciones más equilibradas y justas que puedan contentar a una amplia mayoría.
Para más detalles, ver:
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