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martes, 25 de septiembre de 2012

NACIONALISMOS-REGIONALISMOS (I)

Mi amigo Fernández acaba de regresar de Cataluña donde tiene unos parientes emigrados en aquellos años que la España del sur se convirtió en exportadora de mano de obra sin cualificar. Sus primos de segunda generación son ya más catalanes que los originarios, pero los viejos aun añoran la huerta que dejaron, sublimada en la memoria por el tiempo y la distancia, y el olor de los limones que reviven cuando Fernández les lleva una capacica.
-     Aquello es otro mundo –me decía- parece que estés en el extranjero: la gente habla otro idioma y la policía viste de otra manera: en vez de guardias les llaman mozos; y los letreros de las tiendas tienen que estar obligatoriamente en catalán, si no, multan a los propietarios. Un carajal, que ya no se sabe si estás en España o no. Menos mal que la gente es amable y en ningún sitio tienes dificultades porque te expreses en castellano.
Procuramos quitarle hierro al asunto en el Mesón de José Luis a base de unas cañas con bonito y habas tiernas, pero no pude por menos que reflexionar en voz alta, durante el plácido camino que nos llevaba hacia mi acogedor Asilo que, en un principio, los pueblos se unieron alrededor de un idioma en el que las gentes podían entenderse. Luego eso dio lugar a que los territorios que habitaban tomaran su nombre. Así Cataluña tomó el nombre de los que la habitaban, otras zonas tomaron el suyo: Vasconia el lugar de los vascos, Bretaña el de los bretones o Gascuña el de los gascones. Muchos años antes los romanos fueron conocidos por ser los primigenios habitantes de Roma, que hablaban una lengua común, extendida por todo el Mediterráneo: el latín. En nuestro país, los reyes católicos, especialmente Dª Isabel I de Castilla que mandaba bastante más romana que su consorte el rey de Aragón, decidió que España debía ser una sola y no el conjunto de reinos que había sido hasta entonces. Y ahí comenzó a gestarse la versión del difícil ensamblaje de pueblos que aun no hemos acabado de resolver.
Entender que en el conjunto de un país haya diferentes formas de percibir el territorio que sin ser excluyentes reivindican de una forma rotunda su personalidad especifica, resulta difícil para los que conciben la nación de una forma excluyente y monolítica. Los nacionalismos no tienen por que ser excluyentes. Pueden ser complementarios y enriquecedores como los hijos de una familia no tiene por que ser clones del padre-madre, sino enriquecer a esa unidad genitricia con los aportes de una savia diferente producto de nuevos tiempos y nuevas informaciones a las que los de generaciones más jóvenes tienen fácil acceso. Al fin y al cabo el destino del mundo será el que ellos proyecten. El futuro, por mucho que nos empeñemos, ha de ser de ellos y será fruto de su elaboración y no de nuestros preceptos, que llevan en su esencia fecha de caducidad: nuestra propia vida.
Las miradas miopes, cargadas de preceptos recibidos -con toda la buena fe que queramos atribuirles- pero poco prácticos, y sobre todo poco validos para afrontar los retos del futuro siempre desafiante y desconocido, ayudan muy poco a la necesaria solidaridad que no tiene por que basarse en postulados de homogeneidad. Me parece que no hay nada más divertido y constructivo que la diversidad: yo aprendo de ti porque eres diferente y tienes algo que enseñarme y puede que tú aprendas algo de mí precisamente porque no soy como tú. El temor a la diversidad es un repugnante gusano engendrado por la cobardía acomodaticia de quien teme abrir su mente a lo diferente. “Que todo siga igual que siempre porque así nos ha ido bien” es el pensamiento de los privilegiados por la vida que solo esperan de ella el inmovilismo que los mantiene en un estado de vegetación conformista impropio de seres pensantes. Es una forma respetable de afrontar la vida… hasta el momento en que se pretende convertir en axioma irrevocable. Entonces es cuando hay que salir a la palestra no deseada para preservar la libertad de pensamiento, único privilegio que nos iguala a todos los nacidos de mujer, cualquiera que sea nuestra clase o condición.

-     Tampoco es para tanto -dice Fernández, harto de reflexiones sesudas-. Me parece que te has pasado un pelo de trascendental.
-     Puede que sí.

martes, 18 de septiembre de 2012

¡GRAZIE MILLE!

Viajar siempre ilustra, sobre todo cuando se hace a países más adelantados que el nuestro (que no son difíciles de encontrar). Sorprende (y educa) la corrección con la que los vecinos se saludan cada mañana en la panadería, el supermercado o el bar en muchos pueblecitos de Francia y como lo hacen extensivo a los forasteros a la menor ocasión; con qué educado silencio se come en cualquier restaurante europeo o la limpieza habitual en un pueblecito de Alemania, Austria o Suiza, donde a nadie se le ocurriría tirar un papel o una colilla al suelo, porque todos los vecinos son conscientes desde la infancia de que la pulcritud del espacio público es obligación común.
Uno tiene la lamentable impresión de que no solo son países más ricos que el nuestro, sino que están mejor administrados y de que sus habitantes nos llevan una considerable ventaja en lo que a educación ciudadana se refiere.
A pesar de buscarlo con ahínco, no he logrado encontrar en muchos días de viaje por distintos países de Europa a uno de los prototipos que se dan con abundancia en el nuestro y que, por constituir una rareza según he podido comprobar, propongo desde este momento que se incluya, con el rotulo de rara avis, en el hermoso catalogo de la campaña que nuestros imaginativos políticos han lanzado (sin duda después de calzarse el imprescindible braguero), con el original título de “Murcia no typical”.
Dicho prototipo es: hombre de mediana edad, en el extremo de una juventud que procura alargar por todos los medios, alto y no mal parecido, de pelo ensortijado por la permanente rizosa, adobada con brillantina tipo “Los Tarantos”; ademan resuelto, desafiante y voz estentórea que exhibe a la menor ocasión, intercalando sonoros tacos y alguna blasfemia de menor cuantía; camiseta de tirantes con dibujos fosforescentes que deja al aire unos hombros más grasientos que musculosos, con profusión de tatuajes de diferente estilo y color entre los que no faltan nombres de enamoradas: “Mi Paqui” o “Jenifer para siempre”. Unas gafas con cristales de espejo campean sobre el despejado frontal, acunadas y medio ocultas por la grasienta cabellera que en esa zona comienza a hacerse rala. Completan el atuendo pantalones cortos tipo chándal, y unas chanclas gomosas, de tiras, que producen sonoros castañeos durante el grácil caminar. Puede vérsele a media mañana apostado en los chiringuitos playeros, con un quinto que bebe a morro en compañía de otros colegas de similar pelaje, discutiendo a gritos temas de notable relevancia que incluyen los resultados del futbol, la ultima chorrada del algún programa de entrepierna o la salida nocturna de la jornada anterior donde alguno de los colegas cogió una castaña cuyos despropósitos pasarán a formar parte del archivo memorístico de la alegre pandilla.
Nuestro entrañable prototipo sigue con mirada lasciva y entrenada cualquier moza de mediano buen ver que caiga en su zona de influencia al tiempo que le dedica ingeniosos epítetos acuñados por la más ramplona estupidez, lugares comunes miles de veces repetidos por él y sus ingeniosos colegas.
Sin duda habrán reconocido todos ustedes al espécimen en cuestión, y por ser bien privativo de nuestro país, y proliferar especialmente de nuestra afortunada región, no dudo que han de apoyarme en la inminente campaña para proponerlo a nuestras inefables autoridades como Bien de Interés Cultural (BIC, junto al juego del caliche, el lanzamiento de huesos de oliva, el Cristo de Monteagudo y la ensalada de capellanes), que pienso iniciar el día menos pensado.
                     
¡Grazie mille!

miércoles, 12 de septiembre de 2012

HENOS OTRA VEZ

A pesar de todos los contratiempos veraniegos (que han sido muchos), los hados que no dejan de ampararnos bajo sus alas protectoras, han permitido que, superados incendios, recortes, ivas y subidas, primas de riesgo, políticos y politiquillos de toda laya, plagas de medusas, incendios bochornosos, etc., podamos asomarnos de nuevo al mundo virtual, en el que muchos vamos a tener que refugiarnos ante la imposibilidad de volver al útero materno, que es lo que el cuerpo pide.
Bienvenidos, amigos supervivientes del verano, henos otra vez para lo que gusten mandar.
¤ ¤ ¤
REMEMBER (Plátanos y mandarinas)

Pocos recuerdan (y muchos no quieren recordar) aquellos años en los que convivimos con una austeridad tan habitual que era imperceptible y no producía traumas existenciales ni nos obligaba a requerir cuidados psicológicos. Era normal en las casas, incluso en las pudientes, que nadie se levantara ahíto de la mesa. Productos como la mantequilla, los filetes de ternera o las anchoas eran un lujo solo entrevisto en las grandes solemnidades; entre las familias numerosas (entonces habituales) siempre había un hermano glotón al que convenía no avecinarse demasiado a la hora de comer; las ropas y zapatos iban saltando como genes caprichosos de unos a otros hasta acabar reducidos a hilachas; los niños recurrían a la imaginación e improvisaban juguetes confeccionando espadas de madera para tomar ilusorios castillos y liberar princesas de malvados caballeros, o artilugios con rodamientos de desecho e ingeniosos sistemas de dirección en forma de cruz que solían fallar estrepitosamente cuando las pendientes por las que se deslizaban tenían algún bache, cosa corriente en la época. Los juegos de cromos eran un lujo que fomentaba la camaradería y el intercambio, y los Reyes Magos hacían prodigios anuales para no defraudar más de la cuenta. Había pocos gordos y estos resultaban sospechosos de estraperlo o alguna otra practica antisocial. La obesidad es un invento de países opulentos cuyos ciudadanos gastamos en dietas lo que solucionaría la hambruna endémica de la otra mitad de la humanidad.
No digo yo que fueran tiempos felices aquellos, por más que la bendita infancia no percibiera lo tétrico del férreo sistema autárquico a que nos habían condenado los ganadores de la inútil contienda, pero sí que cierto grado de aquella austeridad (que tampoco quebrantó nuestros espíritus), ha servido para que apreciemos y disfrutemos en su justa medida esta prosperidad inacabable en que hemos estado sumergidos los últimos años.
Como cuentan que pasó en Egipto hace ya tiempo, han vuelto las vacas flacas amenazando con devorar a las gordas, y nos han pillado con el paso cambiado. Los años de abundancia nos han viciado en la exigencia. Las nuevas generaciones a las que –dudo que acertadamente- hemos hecho creer que los derechos son infinitos mientras los deberes se reducen casi a lo inexistente y que el estado del bienestar consiste en disfrutar de todo sin límite, que para eso está el papá Estado, no se resignan a prescindir de aquello que se les ha dado más como un derecho que como una conquista. Los llamados “medios” se ocupan de anestesiar nuestra atención con bodas reales de trasnochados personajes de opereta, beatificaciones de fantasía romana o programas de entrepierna en los que tipejos/as seleccionados por su evidente estulticia pontifican sobre lo divino y lo humano con la mayor desenvoltura, conduciéndonos a un estado de letargo parecido al logrado con el antiguo “panem et circenses” -como diría Juvenal-, que tan buenos resultados proporcionara a muchos emperadores romanos durante los tres siglos que van desde Julio hasta Aureliano.
Llegada la época de los imprescindibles recortes a la que nos han abocado nuestros inútiles  y venales políticos, nadie sabe cómo ponerle el cascabel al gato porque, como ya contara un servidor en “El chocolate de Lorry” (Ver entrada correspondiente al 24 de marzo de 2011 en este mismo blog, y dispense que me cite a mí mismo), difícilmente estaremos dispuestos a renunciar a ninguna de nuestras prebendas.
Me contaba un amigo frutero que, llevado de su noble corazón se hizo proveedor voluntario y gratuito de un mendigo que había hecho apostadero, perros y flauta incluidos, cerca de su tienda. Durante mucho tiempo le proporcionó diariamente un plátano y una mandarina. Hasta que un buen día, fuera por motivos estacionales o por cualquiera otros, se encontró sin mandarinas. Ese día, al recibir solamente el plátano, el mendigo lo increpó duramente por haber dejado de cumplir su parte del trato.
“¿Dónde está mi mandarina? ¡Está usted pisoteando mis derechos, adquiridos con tanto esfuerzo!”, contaba mi amigo que le dijo airado el vagabundo.
¡Y suerte tuvo que no lo denunciara al sindicato perroflautero!

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