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jueves, 24 de febrero de 2011

CEREZAS Y LIBROS (IV)

Las carretas infamantes


En el número anterior, habíamos considerando el vil papel que las carretas jugaron en la edad media y recordado como los condenados a la hoguera en los autos de fe, el último de los cuales se celebró en nuestro país (para nuestra vergüenza histórica, mediado el reinado de Felipe II, en Valladolid), eran conducidos en ellas hasta el lugar del suplicio, enfundados en “sambenitos”, entre los insultos y denuestos de sus, hasta ese día, conciudadanos.
Empezamos este recorrido por las lecturas que se entrecruzan, con un artículo de periódico que nos condujo al estudio de la estupidez humana, señalada ya por los Santos Padres y regulada, después de sus amplios experimentos, por el profesor Cipolla. Hemos conocido el barco/carreta de los necios/muertos de Sebastián Brant y estamos a punto de llegar al final de la aventura, con un libro que, parafraseando a su propio autor podemos considerar “el mas grande que han visto los siglos pasados, los presentes ni esperan ver los venideros”.
Seguramente inspirado en “El caballero de la carreta” y amparándose en la amplia simbología que en la época disfrutaban estas como ya hemos visto, Cervantes en “El Quijote” – última y extraordinaria cereza de nuestro enrevesado ramillete- acaba la primera parte de su obra conduciendo al personaje de vuelta a su lugar, del que se salió en busca de aventuras para realizar sus alocados y geniales desatinos, en el medio más ignominioso conocido en la época: Una jaula de toscos palotes colocada sobre una carreta que, para mayor escarnio, es tirada, no por fogosos corceles como cualquier caballero andante merecería, sino por mansos bueyes, de lo que se plañe el protagonista: ...Jamás he visto ni oído que a los caballeros encantados los lleven de esta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos animales. Nos dice lleno de congoja aunque resignado ante lo que cree una más de las injustas asechanzas a que sus habituales perseguidores, los malvados encantadores envidiosos de su fortuna, lo someten de continuo. A pesar de todo, sufre aquella áspera penitencia con modélica paciencia por la gloria de la orden de caballería que profesa y a la de su señora Dulcinea del Toboso, remedio de todos los males y lenitivo permanente y único de sus cuitas.
Y con la divertida lectura de algunos pasajes de este libro emblemático,  genial y permanente, se cierra el círculo de nuestro recorrido por los que, ensartados como las cerezas del cesto que encontramos al principio, nos han ido saliendo unos detrás de otros para proporcionarnos el solaz lleno de conocimiento con el que relajar nuestros espíritus fatigados.

sábado, 19 de febrero de 2011

CEREZAS Y LIBROS (III)

Los necios navegantes

“La nave de los necios”, de Sebastián Brant, forma parte de las publicaciones surgidas en los años finales de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, dónde se manifiesta el redescubrimiento de la perspectiva humana, el hombre como medida de todas las cosas, la aparición de la consciencia del yo que constituye una de las principales características del Renacimiento. Sin abandonar la vieja idea que habíamos encontrado en las Sagradas Escrituras acerca del numero infinito de los mentecatos, Brant juega con la figura tomada de la nave de Ulises en la isla de Circe, en la que los compañeros de éste convertidos en animales forman la tripulación, y profundiza en el estudio de las necedades estableciendo una tipología de seis categorías diferentes que desarrolla a lo largo de los 112 capítulos de la obra.
Nuestro periplo por el mundo de la tontería, nos va descubriendo unas perspectivas difícilmente imaginables cuando comenzamos este viaje, iniciado de manera fortuita al sacar la primera cereza, en forma de lectura, del cesto del conocimiento. Hemos llegado al precioso libro de Brant, clásico en el estudio de la estulticia, que a la rica variedad de tipos y a la enjundiosa clasificación y definición de los mismos añade, para cada uno, preciosos grabados de la época, la mayoría pintados por Durero. Resulta una verdadera delicia la lectura, casi podría decirse contemplación, de este libro cuyo único peligro consiste en reflejar, como en un espejo implacable, alguna de nuestras actuaciones en las de los estúpidos que describe. Pero esto en sí no es malo, según nos dice el autor, al colocarse él mismo al frente de la nave; no es malo ir en ella (todos, en algún momento hemos tenido o tenemos algo de necios), pues el necio que hace penitencia puede esperar la salvación. Desde su puesto de timonel, nos invita a que no subamos a ella.
La idea de recoger en un barco o en una carreta a los necios (pecadores, locos o personajes del carnaval) relacionada también con las danzas de la muerte y su final, en el que los danzantes son agrupados en informe montón, nos lleva al concepto de la carreta a la que van a parar los despojos humanos, restos de farándulas o resultado del paso de la muerte, cuya guadaña va segando cuerpos, como el labrador siega la mies, en las pestes medievales. Este significado de la carreta como elemento afrentoso está muy presente en toda la literatura de la Edad Media y nos conduce a nuestra sexta cereza, el libro de Cretien de Troyes, “El Caballero de la carreta”, escrito alrededor del año 1.220. Aquí se nos describe la carreta en toda su dimensión infamante, de la que un caballero debe alejarse con repugnancia: Las carretas sirven como cadalsos, y en una buena villa hay siempre una destinada a ese menester... El que era cogido en delito era puesto en la carreta y llevado por todas las calles. De tal modo quedaba con el honor perdido, y ya no era escuchado en Cortes, ni honrado ni saludado. Se recomienda a todo caballero: Cuando veas una carreta y te salga al paso, santíguate y acuérdate de Dios para que no te ocurra un mal.
EL rápido recorrido por la región de los necios desemboca, pues, en el ignominioso mundo de las carretas, de tan agorero significado, que tuvieron su culminación en los autos de fe en los que se conducía a los reos de hoguera, vestidos de sambenito, en una de ellas, tirada por las bestias más cansinas y matalonas de que se dispusiera.
Nos queda una última cereza, la que pone punto final a nuestra serie, pero la reservaremos para la próxima ocasión...



jueves, 17 de febrero de 2011

CEREZAS Y LIBROS (II)

Las leyes de la estulticia

Decíamos en el número anterior, que la tercera de las cerezas que nos salieron enracimadas del cesto de los libros era el del profesor Cipolla, “Allegro ma non troppo”, en el que enumera sus cinco leyes de la estupidez humana, a saber:
1.    Cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo.
2.    La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma.
3.    Es estúpida una persona que causa un daño sin obtener al mismo tiempo un beneficio para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.
4.    Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de los estúpidos.
5.    El estúpido es el tipo de persona más peligroso que existe. El estúpido es mucho más peligroso que el malvado.
         Una atenta lectura de estas leyes nos llevará, sin duda a una serie de profundas reflexiones de las que podremos extraer jugosas conclusiones. La primera de ellas es la sensación de seguridad que nos proporciona este encantador ensayo, pues estructura, ordena y pormenoriza los mismos pensamientos que habíamos albergado tantas veces de una forma errática, desordenada y heterodoxa y que ahora somos capaces de suscribir en su totalidad cuando los vemos expuestos con tanta claridad. La segunda, el sentimiento irrefrenable de terror, una vez admitida la realidad de estas leyes, de que somos, como pertenecientes sin duda al grupo de los inteligentes, víctimas propiciatorias de los necios que nos acechan por doquier y contra los que tenemos escasas posibilidades de defensa.        La tercera, el temor de ser nosotros mismos portadores del gen de la estupidez, agazapado de matute en nuestras entrañas con posibilidad de ser transmitido genéticamente muy a nuestro pesar, ya que como nos dice Cipolla, la estulticia y su distribución es achacable de forma mayoritaria al designio inescrutable e irreprochable de la Divina Providencia.
         Conviene, sin embargo, una vez que nos hemos adentrado en el proceloso mundo de los tontos, conocerlos un poco más de cerca, pues sólo avizorando el peligro podremos, de un lado dejar de temerlo y de otro, y en la medida de lo posible, conjurarlo. Y aquí aparece la cuarta cereza de nuestro ramillete: el libro “Inventario general de insultos” de Pancracio Celdrán. También se refiere su autor en el prólogo a nuestro conocido aserto de que “cada día que amanece el número de tontos crece”, por lo que la cantidad de ellos es infinita (sería, como ya vimos, desde el punto de vista matemático, más exacto decir que tiende a infinito). Define al necio como persona falta de razón, terca y porfiada en cuanto hace o dice, a sabiendas de que todos lo tienen por descabellado, recordando los versos de Lope de Vega: “De cuantas cosas me cansan/fácilmente me defiendo/pero no puedo guardarme/de los peligros de un necio”, que se anticipaba, como ya habrá advertido el avisado lector, casi cuatrocientos años a las leyes del profesor Cipolla.
         Pero retomemos el hilo conductor de nuestras cerezas, fuente inagotable de agradables sorpresas y nos encontraremos la misma referencia bíblica al número de necios en un libro editado por primera vez en 1.494, llamado “La nave de los necios”, cereza número cinco, que será objeto de próximos comentarios.




viernes, 11 de febrero de 2011

CEREZAS Y LIBROS (I)

 La estupidez humana

 

La tranquilidad de la campiña que me rodea, propicia al espíritu relajado la anarquía de las placenteras lecturas a salto de mata. Y sucede con los libros como con las cerezas de un cesto: que tirando de una de ellas, salen las otras enganchadas en interminable racimo. Una referencia casual del periódico, me condujo al libro del historiador Pedro Voltes, “Historia de la estupidez humana”, con el que me hice a renglón seguido, leyéndolo con la avidez que se merece.
Repasa el autor, desde el nacimiento de las civilizaciones urbanas, las pintorescas circunstancias que se han dado en la historia de la humanidad, acabadas casi siempre en tragedia (o por lo menos en disgusto), ocasionadas por el comportamiento estúpido de uno o de unos pocos. Analiza casos como el de los ingenuos troyanos metiendo tras sus murallas el regalo, a todas luces envenenado, de los vengativos griegos; o la decadencia del Imperio Romano, ocasionada por el exceso de esclavos que sofocaba cualquier inquietud innovadora, ya que, según nos invita a considerar, si nosotros dispusiéramos de veinte criados de balde en casa, difícilmente nos sentiríamos inclinados a comprar ningún tipo de electrodomésticos.
Y de la lectura amable de este entretenido libro, sale enganchada la primera cereza; el del también historiador Carlo M. Cipolla, que Voltes cita en el prologo. La obra de Cipolla se llama “Allegro ma non troppo” y en el segundo de los ensayos que la componen, “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, el autor arranca del aserto bíblico stultorum infinitus est numerus para hacer su estudio. La cita es tan vaga que nos obliga – tercera cereza- a localizar su origen, lo que nos lleva a recorrer los libros del Antiguo Testamento donde encontramos una abundante y deliciosa colección de preceptos y comentarios sobre la sabiduría y su opuesta, la necedad (Eclesiastés, Proverbios, Sabiduría, etc.), localizando por fin, en Eclesiastés 1,15 la cita: Las almas pervertidas con dificultad se corrigen; y es infinito el número de los necios.
No sin hacer notar la licencia que supone imaginar un conjunto infinito (los tontos) albergado en uno finito (la humanidad), vemos que Cipolla divide a los hombres, según las relaciones de intercambio entre ellos, que cuantifica en términos de beneficio-perjuicio, en cuatro categorías fundamentales: los inteligentes, capaces de obtener un beneficio para sí y al mismo tiempo para los otros; los malvados que obtienen beneficio a costa del perjuicio de los demás; los ingenuos, que reciben, embobados siempre las piedras que cualquiera tire a lo alto, y los estúpidos (estultos, memos, tontos, sandios, badulaques, majaderos, botos, estólidos o necios, que por estos y otros nombres son conocidos universalmente). Estos, los estúpidos, son las únicas criaturas capaces de causar un perjuicio a otros sin lograr ningún beneficio para sí o incluso, las más de las veces, ocasionándose también un perjuicio.
Descubre, además, que el numero (e) de tontos es una constante en cualquier grupo humano que consideremos, sean éstos picapedreros, corredores de bolsa, hotentotes australianos, buscadores de perlas o premios Nobel, de cualquier sexo o condición.
Y enuncia después las cinco leyes fundamentales de la estupidez humana. Pero ese será nuestro objetivo en el próximo artículo.




viernes, 4 de febrero de 2011

PERROS DE TRINEO

Mi amigo Chosi, excelente fotógrafo e impar compañero de viaje, dice que se va unos días a las cataluñas en busca de la nieve, y si puede, a darse una vuelta en trineo. Como un resorte, se me dispara el mecanismo “abuelo cebolleta”:

Tropecé con “Colmillo blanco”, la novela de Jack London, cuando debía andar por los diez u once años, al principio de lo que entonces se llamaba bachillerato, donde nos iniciábamos en la lectura de los libros apropiados aquellos que teníamos la fortuna de acceder a ellos. Deslumbrado por el mundo que rodeaba a los protagonistas de la historia, el perro y su primer dueño, Nutria Gris, en las tierras vírgenes de Alaska de principios del S.XIX, me hice enseguida con otra novela del mismo autor: “La llamada de lo salvaje”.
Lo que más me impresionó de esos libros fue, además del exótico y desconocido mundo en que se desenvolvían buscadores de oro, tramperos, nieves y aludes, vida extremadamente dura, etc., el papel que los perros desempeñaban en aquella sociedad especialmente como elementos de defensa y animales de tiro. Después vino la película de la segunda novela, en la que se relatan las peripecias de dos hombres que arrastran un trineo con el cadáver de un Lord que los había contratado para el viaje, y van perdiendo sucesivamente los perros, perseguidos por una manada de lobos. No recuerdo si acaban comiéndose al fiambre o no.
La siguiente entrega, ya un poco mas adulto, me la proporcionó la novela “El país de las sombras largas” de Hans Ruesch que dio lugar a la inolvidable película, “Los dientes del diablo” dirigida por el polémico y escandaloso Nícolas Ray (autor, entre otras muchas de Rebelde sin causa, Johnny Guitar, Rey de Reyes, 55 días en Pekín, etc.), e interpretada por los inolvidables Anthony Quinn y Peter O’Toole.
Pero como decía al principio, lo que más me impresionaba de todos esos relatos era la especial relación que el hombre establecía con el perro, convertido en compañero imprescindible del que, a menudo, dependía su supervivencia.
Ahora se celebra cada año en los Pirineos una carrera de trineos que durante quince días los atraviesa. Participan perros de todas las razas y todos los países conducidos por sus mushers y atraillados por parejas, en una fila que puede ir desde dos hasta doce.
Los esquimales, jamás atan sus perros así: ellos ligan cada perro directamente al trineo por una cuerda de diferente longitud, de modo que todos forman un abanico, en el punto central del cual se coloca al perro guía.
Cuando se inicia la marcha, todos los perros ven delante de ellos la cola levantada del guía y eso les supone afrenta y desafío, así que se esfuerzan en alcanzarlo sin lograr otra cosa que tirar con más ímpetu del trineo. El perro guía por su parte, sabe que si lo alcanzan se llevará más de una tarascada y se esfuerza en seguir corriendo más que los otros. Resultado: el astuto esquimal ha utilizado de forma óptima los recursos de que dispone y obtiene el máximo rendimiento de sus perros.
Tiene este tipo de atalaje otra ventaja añadida y es que si cualquiera de los perros da un mal paso y cae en una grieta, los otros, que han quedado a salvo, pueden colaborar a sacarlo mientras que si hubieran ido en fila, se hubieran precipitado al vacío uno detrás de otro.
Supongamos ahora que en vez de colocar como perro guía al mejor de todos, al más fuerte, más preparado (y mas envidiado también), colocamos a uno que sea del “montón”.
El efecto sería devastador: los perros sobrepasarían al guía y faltos de líder que marcara la dirección adecuada, seguirían el rumbo que se les antojara, en distintas direcciones, con el resultado final de que el trineo podría llegar a cualquier sitio menos al destino que nuestro buen amigo esquimal tenía proyectado.
Moraleja: ¿No os hace pensar esto en algunos liderazgos establecidos en ciertos grupos profesionales, sociales o políticos? ¿Se coloca siempre al más capacitado en el lugar del “perro guía”?
Ya hemos visto las consecuencias posibles de un error en la elección.
¡Y no digo nada si hay grietas en lontananza!

El Chosi, a estas alturas, se ha quedado dormido, ¡angelico!
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