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domingo, 30 de enero de 2011

LA VIOLENCIA

Es la nuestra una especie violenta, como todas las que nos acompañan en este planeta (concepto, por cierto acuñado por nosotros, que somos la dominante para definir lo que, en la naturaleza es simplemente supervivencia).
La violencia nos acompaña desde nuestros inicios. La historia de la humanidad está trufada de hechos violentos, personales o colectivos. Remitirse a nuestra historia es repasar la relación de guerras que el hombre ha hecho contra su propia especie y contra todas las que lo acompañan, desde los primeros tiempos hasta el momento presente.
Y la violencia, que es connatural con nosotros presenta múltiples gradaciones. Comienza con una expresión verbal, que en in crescendo paulatino termina en la agresión física y en su culminación, la anulación o la muerte del contrario. Y contrario es el que piensa o manifiesta ideas, costumbres o conceptos diferentes al individuo o al grupo por el que éste se siente arropado. Véanse las permanentes disputas, más o menos sangrientas por cuestión de territorios, ideas, religiones, etc.
Ahora que nuestra civilización (en los países que consideramos civilizados) se ha vuelto más selectiva en cuestión de conceptos, consideramos violencia los actos que producen daños valorables en los demás y promulgamos leyes contra ella, muchas veces inoperantes y por ello necesariamente cambiantes.
La esencia de la violencia, sin embargo, persiste. No hay más que echar un vistazo, por somero que sea, a las noticias con que nos desayunamos todos los días.
Dicen los maestros budistas que la única forma de resolver un problema es hacerse uno con él. En nuestro lenguaje, más pragmático: comprenderlo, aceptarlo, interiorizarlo en toda su profundidad, para así colocarse en la capacidad real de erradicarlo.
Mueren muchas mujeres todos los años a manos de hombres, sencillamente porque ellos pertenecen a un colectivo educado, ancestralmente en la violencia; mueren muchos hombres (en genérico) en las guerras actuales en nombre de creencias, religiones o razas. Y seguimos sin ir al fondo de la cuestión.
Basta encender la pantalla que preside nuestra vida cotidiana para apreciar la violencia en todas sus facetas y gradaciones: desde las “tertulias” en que se vocifera, insulta y descalifica sin más argumento que la sandez más palpable, hasta las películas, generalmente americanas, de persecuciones muertes y destrozos de automóviles a mansalva. Violencia por doquier.
La competencia también engendra una violencia de lo que ahora llamamos “baja intensidad”, como si eso le restara importancia. No, todo es violencia, incluso la que se ejerce contra uno mismo, propugnada por todos los tipos de religión que consideran imprescindible el sacrificio ante el dios inclemente y perpetuamente enojado; las competencias atléticas que fustigan el cuerpo como a un caballo de carreras, o la competencia del aula que sitúa a los individuos según un orden donde hay primero y último. Eso también son formas de violencia que antes o después han de manifestarse en formas lamentables.
Imaginemos un mundo sin competencia, donde todas las creencias y opiniones fueran aceptadas, donde todos los colores de espectro político o religioso  fueran complementarios y no excluyentes…desparecería entonces la violencia de la competición.
Pero, ¿seria posible? Me temo que, desde el punto de vista especifico resulta poco probable, porque vulneraria las leyes internas de nuestra propia esencia.
¿Queda algún otro camino?
Si de verdad somos racionales, pongámonos al trabajo cuanto antes.
Y el trabajo comienza pensando seriamente en el problema, cada uno iniciando, como diría Krisna Murti, “la revolución fundamental”, la que se gesta en el corazón de cada persona.

sábado, 22 de enero de 2011

¿Y USTED QUE LENGUA TIENE?

Los pinganillos, ya de uso común en todos los medios audiovisuales, han llegado al Senado. Y se ha armado la trifulca. Que si los nacionalismos, que si las lenguas autonómicas, la cooficialidad, la inmersión lingüística, etc. Mi amigo Fernández, ex emigrante a Cataluña y polemista empedernido, lidera nuestra tertulia vespertina enseguida.
-     Yo creo que todo lo que sea pluralidad, nos enriquece a todos. Me recuerda esto cuando Borges se alegraba, en una entrevista, de poder leer a Cervantes en castellano, a Nietzsche en alemán y a Shakespeare en inglés. Hablaba, además, francés, latín, italiano y portugués. No digo yo que todos tengamos que llegar a ese extremo (ni que podamos), pero sí que conocer otras lenguas es útil y provechoso. Más si son de nuestro propio país. Yo tuve suerte de poder aprender alguna en mi juventud, entre ellas el catalán. Y os aseguro que leer a Pla en su idioma es cosa que todavía me divierte; o entender lo suficiente de “Tirant lo Blanc”, escrita en el valenciano de la época.
Tercia Genaro, que se sitúa a la contra, sea cualquiera el tema de que se trate.
-     Pero tú crees que hay alguna necesidad de que, teniendo un idioma común, con los tiempos que corren es prioritario que se organice este bochinche que cuesta 12.000 € por sesión?
-     Pues te voy a decir. En este asunto creo que hay más una cuestión de oportunidad que de fondo. Por un lado estoy de acuerdo con la reivindicación que de las lenguas minoritarias se hace, colocándolas en el plano cultural al mismo nivel que el castellano. Agravios históricos que todos conocemos, bien merecen esta compensación. Pero por el otro, tenemos la suerte de disponer una lengua común, en la que podemos entendernos todos sin mayores complicaciones. Especialmente en los espacios comunes. Encontraría perfectamente lógico que se estableciera un sistema de traducción simultánea al castellano en un foro catalán, gallego, vasco, o incluso valenciano, pero me parece un poco forzado el uso de pinganillos en un espacio común, por más que sea Cámara territorial (inoperante hasta el momento, por otra parte).
-     O sea que ni sí ni no, como siempre.
-     No, Genaro, no. Digo que todas las partes tienen la suya de razón. Pero creo que se exacerban más los problemas que tocan ciertas cuestiones de lo que es el problema en sí. En lo que sí estoy de acuerdo es en que resulta un momento inoportuno para una cuestión que me parece menor menor. ¿Tú ves la tele valenciana, el canal nou?
-     Pues sí, aquí en el pueblo llega la señal muy bien, además echan buenas películas de vaqueros.
-     ¿Y tienes algunas dificultad en entender lo que dicen, aparte de las películas en castellano?
-     Hombre, cuando hablan en valenciano, no lo entiendo todo.
-     ¿Pero a que entiendes más que al principio?
-     Eso sí, que tampoco soy tan burro. Además, muchas cosas las dicen en español.
-     Español no, todas esas lenguas son españolas.
-     Bueno, pues castellano.
-     Pues ahí voy, que solo con buena voluntad y sin tantas reticencias de principio, esos problemas se van diluyendo hasta desaparecer. Basta viajar por el País Vasco, Galicia o Cataluña para, hablando castellano, no encontrar ningún tipo de dificultad. Por lo menos esa es mi experiencia. Todo lo demás son manipulaciones de nuestros políticos que nos tratan como si fuéramos tontos de baba.
-     Por algo será.
Nos quedamos todos pensativos. Y cambiamos de conversación.

miércoles, 19 de enero de 2011

MI PARIENTE JAPONESA

A la estela de los comentarios omnipresentes en estos días sobre el ataque perpetrado a un Consejero del Gobierno autonómico murciano, su repulsa clarísima por todas las personas biennacidas y la inmediata utilización política para seguir tirándose los trastos a la cabeza unos y otros, les contaba esta historieta a mis vetustos contertulios del Club:

Tengo una pariente japonesa. Es persona encantadora, delicada y dulce como su origen pide y experta en Ikebana (que como todos sabéis es el arte de colocar las flores). Al poco tiempo de encontrarse entre nosotros, le pregunté, de forma que reconozco absolutamente irrespetuosa por mi parte, cual era la religión que practicaba. Me dio una respuesta llena de cortesía, pero tan confusa que no entendí casi nada. Insistí, abundando en mi ausencia de modales, y acabé sacando la conclusión de que ella rezaba a cualquier dios de los muchos que pueblan su país y que entraba, si le salía al paso, en cualquier santuario para depositar la ofrenda que fuera propia del lugar: quemar incienso, colocar flores, encender velas o dirigir plegaria, fuera el templo, budista, sintoísta, seguidor de Confucio, taoísta, etc.
Todos los dioses son el mismo –decía.
Quizás por eso, nada le entorpece seguir las ceremonias católicas con todo respeto cuando la ocasión lo requiere.
Y os lo cuento porque he conocido muy pocos ejemplos de flexibilidad como este. Además de envidiar esa filosofía, que admiro aunque no comparta –mi creencia en los dioses, más que difusa es evanescente- me parece la quintaesencia de la tolerancia. Con un pensamiento de ese tipo es casi imposible reñir por cuestión de creencias. ¡Cuantas discusiones, peleas, incluso guerras se evitarían si cada grupo dejara de arrogarse la posesión de la verdad absoluta, considerando enemigo al que no la comparte!
Eso podría acercarnos a la buena, pacifica, convivencia de que tan necesitados andamos en los últimos tiempos.

Mis colegas daban cabezazos de asentimiento con toda seriedad, pero no sé si acabó de convencerles lo de mi pariente oriental. Noté que me miraban de reojo. Tener una cuñada japonesa, no es pelufa de caña.

sábado, 15 de enero de 2011

¿A USTED LE GUSTA EL GOFIO? (II)

A veces, como todos sabéis, pasa con los recuerdos como con las cerezas de un cesto: sacando la primera surgen detrás de ella las demás, como si tuvieran miedo de quedar olvidadas...
Volvamos a la ruta de Walata.
Aquella noche pasada en el desierto, para mí interminable y para mis compañeros un simple contratiempo indigno de mayor referencia, quedó anotada en la memoria, entre otras cosas, por el afecto protector que mostraron conmigo, a quien nada debían y de quien poco podían esperar.
Mientras el factótum encargado de los víveres amasaba las pelotillas que ya os he contado
En la primera parte, el jefe de la expedición, sin duda para entretener mi desasosiego, dio en relatar, al amor del fueguecillo que nos alumbraba en la noche fría, historias de su juventud; pequeñas anécdotas de cuando la tribu de su padre nomadeaba por el ancho Tiris, persiguiendo las nubes bienhechoras que engordan los animales y alimentan a los hombres:

Cuando cumplí los siete años, ya circuncidado, deje la tienda de las mujeres y pasé a depender de mi padre. No era un hombre fácil, nadie lo era entonces, aunque no se podía comparar con la rudeza de otras gentes: los Ulad Delim, por ejemplo. Uno de mis amigos de esa tribu, guerreros desde siempre, cuando cumplió mi edad, recibió de su padre el fusil y tres balas. Cuando falló el blanco a la tercera, la patada del padre le rompió una costilla. Os aseguro que acabó siendo un gran tirador.
Ese año había sido bueno. Alá, el misericordioso, envió las nubes y el pasto floreció. Las camellas parieron y las cabras engordaron. Mi padre escogió veinte cabritos de los mejores, aparejó su mehari y dos camellas de carga y me hizo un gesto para que lo siguiera. Íbamos hasta la ciudad de Dajla, a cuatro jornadas. Era final de la primavera y aun no hacía calor, así que viajábamos de día y podíamos acampar de noche para que las bestias pastaran. Nunca se alejaban demasiado de nuestro fuego. Yo era el encargado de vigilar los cabritos que encerrábamos en un pequeño cercado de red, durmiendo con un ojo abierto. Comíamos los pocos víveres que llevábamos y la leche de las camellas: unos cuantos dátiles y unos trozos de carne de cabra seca que daban mucho de sí hasta que lográbamos ablandarlos. A esa edad, todos los niños son capaces de comer como fieras, y yo no era una excepción. Muchas noches me despertaba el ruido de mis tripas ansiosas de recibir algo más consistente que leche y tasajo.
Acampamos fuera de la ciudad- entonces un poblacho. Yo quedé al cuidado de los camellos y mi padre fue a negociar. Al día siguiente recogimos nuestras mercancías y cargamos las bestias. Emprendimos la vuelta. Yo viajaba encima de la segunda camella, sobre uno de los sacos de gofio productos del trueque. Tomé contacto entonces, por primera vez, con aquella harina oscura y olorosa. El hambre y las largas horas de camino hicieron que, perforando discretamente con el dedo un agujerillo en el saco, pudiera irme empapuzando de aquel polvillo agradable y reconstituyente. Cuatro jornadas, bajo el sol, comiendo gofio en seco, pusieron mi estomago tirante como un tambor. Cuando llegamos al campamento, no hubo forma de bajar aquella barriga hinchada. Los masajes de mi madre y la leche de las camellas lograron, por fin, diluir la masa pétrea que a punto estuvo de mandarme al paraíso donde brotan, incansables, arroyos de leche y miel.
Aquello me enseñó a no cometer excesos de ningún tipo.
La velada transcurrió entre historias parecidas, y lo que había comenzado como un hecho desafortunado, se convirtió en un entrañable recuerdo.

jueves, 13 de enero de 2011

¿A USTED LE GUSTA EL GOFIO?

En Candelaria, Tenerife, un amable camarero me invita a probar el gofio.
¿Lo conoce?, me pregunta, deseoso de hacerme conocer las peculiaridades gastronómicas de las islas.
Sírvame una ración, me gustaría probarlo, le respondo con la cortesía del “godo” ignorante.
Pero si conozco el gofio. Es una harina de cereales (trigo, maíz o cebada), tostada, que alivió muchas hambres peninsulares en los tétricos años de posguerra y desdicha. Aún tengo en la memoria los anuncios murales, “Consuma gofio canario”, como los del Nitrato de Chile, aquel del tío a caballo con sombrero de ala ancha, en silueta negra sobre fondo amarillo; como los del negrito del África tropical que cantaba la canción del cola-cao en la radio, como tantos otros, ¿Recuerdan?
Me encontré con gofio hace tiempo, en el desierto de Mauritania.
Viajábamos hacia Walata, una de las ciudades perdidas, por una pista llena de trampas de arena en las que, con demasiada frecuencia el coche se nos quedaba atascado. Para colmo de peripecias, sufrimos una avería que nos dejo tirados en medio de ningún sitio, con la probabilidad poco esperanzadora de que nadie pasara por allí en muchas horas. Iba en compañía de tres beduinos que, lejos de atemorizarse como yo, se dispusieron a hacerle frente a la situación de forma alegre y sosegada, como quien está dispuesto a solventar dificultades de cualquier tipo, confiando en que el destino de todo hombre se encuentra en manos de Alá.
Previsores, llevaban agua suficiente, una vasija con grasa de cabra, blanca y olorosa, y un saco de gofio. Cuando llegó la noche, uno de ellos comenzó a amasar pelotillas con esos ingredientes que nos mantuvieron en forma hasta que, al día siguiente, un vehículo de pastores nos sacó del atolladero.
Dormimos esa noche como benditos, a la luz de las estrellas vigilantes, con el estomago trabajando a toda máquina. Bendito gofio.
El camarero me preguntó si me había gustado. Le dije que lo había encontrado exquisito. Estuve a punto de contarle que había vuelto a Walata.

sábado, 8 de enero de 2011

RESPETO

En un viaje por el desierto mauritano, uno de los amigos que me acompañaban dirigió la expedición a una zona de pastos, en el Tiris, controlada por un personaje significado de la tribu a la que pertenecía, y tio suyo. “No es persona de mi agrado”, me advirtió, “tuvimos serias diferencias en el pasado que aun no hemos resuelto y es posible que no resolvamos nunca”.
Cuando llegamos a la lujosa jaima donde el jefe se alojaba con su numerosa prole, todos los miembros de la expedición, en el orden establecido, lo saludaron ceremoniosamente. Incluso mi amigo, aunque sin besarle la mano como es costumbre y deber entre ellos, le besó ambas mejillas con muestras de la mayor cortesía. Yo asistí perplejo a la escena, pues no era mi acompañante persona proclive a fingimientos ni zalemas, así que le pregunté cuando la ocasión fue propicia por aquello que me parecía, como poco, “peloteo”. “Mira –me dijo- a mí, como sobrino carnal y Chej de la misma categoría, aunque sujeto a su autoridad por mi edad, me corresponde besarle la mano, pero esa muestra de pleitesía es voluntaria. No le he hecho ningún desprecio al besado en la cara, pero dejo así patente mis diferencias con él. No me hubiera importado faltarle al respeto, pero de haberlo hecho, me lo hubiera faltado a mi mismo, y eso si me importa”.
Y me viene a la memoria con frecuencia esta escena cuando veo –leo- los furibundos –vulgares- ataques que se dirigen a nuestros dirigentes políticos, o religiosos, de uno y otro sexo y sean del credo que sean, tanto de forma verbal como escrita. Las personas que ocupan los máximos puestos de la política –colocados allí, con mayor o menor acierto por mayorías constitucionales- se merecen un trato respetuoso, todo lo critico que se considere oportuno, pero sin descalificaciones ni faltas de respeto que solo a quienes las profieren denigran.
Y me causa mayor estupor todavía cuando las tales provienen de personas consideradas “cultas” que ocupan cargos relevantes en la administración o en la enseñanza, pero que cuando se refieren a personajes de su opuesta cuerda política o ideológica ceden a la tentación de recurrir al chascarrillo, la vulgaridad y la falta de respeto, que normalmente les son ajenos en sus actividades cotidianas, en las que se comportan con la elegancia propia de lo caballeros o señoras que son.
Me reconfortan sin embargo, los varios ejemplos que conozco en esta ciudad – que sin ser abundantes, si son suficientes, por ejemplares- de personas relevantes en la política y en la docencia cuyo proceder público y hasta privado se aleja considerablemente de los antes considerados. Me honro con la amistad de algunas de esas personas.  
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