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miércoles, 26 de diciembre de 2012

SEÑOR PRESIDENTE (XI) Felices fiestas


Había decidido, Sr. Presidente, interrumpir sine die estas misivas que, desde que tuvo Ud. el acierto de comenzar a dirigir los destinos de esta nación le vengo dedicando, a la vista del escaso eco que de ellas se ha hecho (o por lo menos a mi me ha llegado). Sin embargo, tras sesudas reflexiones (hasta donde mis posibilidades alcanzan), he decidido felicitarle las pascuas porque creo que Ud. se lo merece.
Tiene merito que nos haya liado la que nos ha liado después de hambrear dos legislaturas y ser elegido a dedo como candidato a Presidente por el superlíder mas atlético a este lado del Atlántico, tiene merito que se hiciera Ud. con una mayoría absoluta en unos momentos de crisis generalizada en que la reacción del pueblo es votar dictadores, como tantas veces se ha comprobado a lo largo de la historia. Tiene merito que haya Ud. logrado en solo un año, aunar las voluntades mayoritarias de los sectores más representativos de nuestra sociedad (laboral, enseñanza, sanitario, judicial, policial) en su contra y obligarlos a echarse a la calle como único medio de presión. Tiene merito que haya sido Ud. capaz de rodearse de los ministros mas antipáticos, agresivos y con menos don de gentes que se recordaban en este país, y tiene mucho merito que, con la ayuda de alguno de ellos (cuyo nombre omito por no contribuir a la publicidad de la que goza en exceso), haya Ud. logrado enconar las relaciones con Cataluña hasta extremos que nos costará años reconducir; tiene merito que un año después de su toma de posesión, nos haya conducido a una situación de desesperanza, y de tal pérdida de derechos que no confío en ver recuperados nunca, a golpe de decreto ley, como viene gobernando a imitación de otros regímenes que creíamos ver desaparecidos para siempre; tiene merito que haya Ud. logrado que su partido se mantenga en la más absoluta de las soledades contra el resto de los que integran la Cámara, que también miran por el bien y la prosperidad de este país.
Nos mintió, Sr. Presidente, por mitad de la barba, cuando nos prometió, si lo votábamos, seguir un programa que olvidó al día siguiente. Y nos sigue mintiendo cada día cuando culpa, a estas alturas, al gobierno anterior de los desastres que perpetra el suyo. Cierto que el malvado Zapatero fue culpable de muchos de nuestros desastres (he oído decir que se investiga en la actualidad su posible vinculación con los arcabuceros que acabaron con el general Prim), pero muchos nos preguntamos cuando va a empezar Ud. a tomar medidas que realmente sean capaces de levantar (en lo posible) este país y dejarse ya de echar las culpas al campanero, hace años difunto.
Si los logros conquistados por su gobierno durante este año eran los que se almacenaban en su magín cuando el jefe lo propuso para sucesor, le felicito, Sr. Presidente, los ha logrado plenamente.






viernes, 21 de diciembre de 2012

PAVA EN HUEVOS

Pues que queréis que os diga, me he puesto como "una pava en huevos".

martes, 18 de diciembre de 2012

LA CATEDRAL DE REIMS

La ciudad de Reims es capital del departamento del Marne, la zona vinícola más importante de Francia. Está situada al nor-este del país, por encima de la Borgoña y es famosa por ser la patria de Dom Pierre Perignon, cuyo nombre embotellado ha trascendido hasta nuestros días. El monje benedictino, amante de los buenos caldos, en el poco tiempo de ocio que le dejaban libre sus piadosas prácticas de clausura, descubrió (para su alborozo y el nuestro) que de un vino mediocre, con una segunda fermentación, podía obtenerse un excelente espumoso.
Pero, además de eso, la ciudad es también famosa por su catedral, llamada, como tantas, de Notre Dame (Nuestra Señora) cuya construcción se inició en 1211 sobre unas antiguas termas romanas que el obispo San Nicasio había sacralizado en el siglo V. Tiene la catedral una particularidad no ostentada por ninguna otra del país: en ella han sido coronados  veinticinco reyes de Francia, empezando por el fundador de la dinastía merovingia, Clovis o Clodoveo que inició la tradición de las entronizaciones reales a modo de legitimación imprescindible.
Entre las muchas peculiaridades de la catedral (más famosa por su historia que por su escaso merito arquitectónico, apuntalado por unas hermosas vidrieras de Marc Chagall) figura el hecho de que fuera reconstruida después de la I Guerra Mundial con fondos donados por el magnate judío norteamericano John D. Rockefeller.
Pero volvamos a Clovis: una leyenda que puede rastrearse hasta época medieval, aseguraba que María Magdalena, la supuesta compañera de Jesús de Nazaret, tras la muerte violenta de este, había emigrado a la Provenza francesa donde dio a luz un hijo sobre cuya paternidad se hacían múltiples conjeturas y del que descendería la dinastía merovingia, poseedora de una sangre especialmente real, de la que Clovis I sería el primer soberano reinante. A partir de ese momento, los reyes de Francia buscaron en la iglesia católica y en su máximo representante sobre la tierra, el Papa, la legitimación de su situación ante el pueblo siendo coronados en la catedral de Reims por el pontífice de turno. Clovis, arriano de origen como buen franco-salio, acabó convirtiéndose al cristianismo gracias a los oficios de su esposa Clotilde y a la ayuda divina recibida en la batalla de Tolbiac contra los alamanes (es bien sabido que, en las batallas, los dioses se colocan siempre del lado de los ganadores) y bautizándose en la catedral de Reims el 25 de Diciembre del 426.
Pasados los años, el fundador de la dinastía carolingia, Carlomagno, por exigencias del guión, tuvo que plegarse a que en la navidad del año 800 lo entronizara en Roma el papa León III, que le devolvía el favor de haberlo ayudado a recuperar los estados pontificios de donde lo había botado una conjura de infieles súbditos (hoy por ti, mañana por mí, colega). Así retomaba la línea imperial romana de la que se consideraba heredero.
El hijo de Carlomagno, Ludovico Pío, volvió a la tradición doméstica de la coronación en Reims en el 816, siendo recompensado de forma fehaciente en el momento álgido de la ceremonia por la aparición de una paloma (¿el Espíritu Santo?) que portaba en el pico una ampolla conteniendo un bálsamo milagroso con el que, en adelante, fueron ungidos los reyes que se coronaron en esa catedral. La ampolla se conserva todavía en la ciudad, custodiada con devoto esmero en un convento de discretas monjitas de clausura.
Tiempo después, Carlos VII, el Valois “bien servido”, fue el artífice de la reunificación de Francia después de la Guerra de los 30 años que mantuvo enfrentadas a las gentes de una y otra parte del canal de La Mancha, hasta que Juana de Arco, también por inspiración divina, terció en la contienda inclinando la balanza hacia el lado de los buenos cristianos franceses, que bien se lo merecían. Carlos fue coronado el 17 de julio de 1429, arropado por la santa de Orleans, cuya estatua preside en la actualidad la plaza a la que se asoman los tres hermosos arcos de la catedral de Reims. Sin embargo, de poco habrían de servirle a la combativa pucelle los importantes servicios prestados a la patria: entregada a los ingleses, fue condenada por bruja y achicharrada en una hoguera de sarmientos, lo que le valió, como compensación, su ascenso a los altares, donde permanece desde entonces.
¡Cosas de la Historia!                 



                           

martes, 11 de diciembre de 2012

PAPAS Y POLITICOS

Venía Fernández presumiendo de su vasta cultura autodidacta, y nos contaba su reciente lectura de los seis tomos que constituyen la saga de “Los reyes malditos” de Marcel Druon. (¡Con razón hace un par de semanas que se le echaba de menos en la tertulia!).
—Se pueden encontrar muchas cosas interesantes en esa colección de libros que cubren una época fascinante de la historia de Francia, entre los años 1285 a 1318, y unos personajes también fuera de lo habitual: el rey Felipe el hermoso, descendiente del cruzado Luis IX el santo; sus hijos y sucesores, Luis y Felipe; la malvada gigantona Malhaut d’Artois y su perverso sobrino Roberto; el tierno protagonista veneciano Guccio y su amada María; el final de los templarios a manos del rey, ávido de sus riquezas, etc.
(Aún no he descubierto -pensé yo- ninguna época de la historia que no esté trufada de hechos y personajes interesantes).
—Hay, en la obra, un relato que me parece de especial aplicación a los tiempos que corren; os lo contaré lo más resumido que pueda: resulta que a la muerte del papa Clemente V, con los líos que había entre el papado y el rey de Francia, los cardenales no se ponían de acuerdo sobre quien escoger para sucederle, si uno francés, uno italiano, si de los Orsini o de los Colonna … en fin, un guirigay del demonio (nunca mejor dicho, que éste, según parece, mete el rabo por donde puede). A la vista del asunto, que prometía convertirse en el cuento de nunca acabar, el regente en aquel momento, Felipe de Poitiers, decidió encerrar a los veinticuatro cardenales papables, junto con sus más fieles acólitos y servidores, en la iglesia de los jacobinos de Lyon, a la que para mayor inri amenazó con quitar la techumbre, no se sabe si con la aviesa intención de que los accidentes climáticos aceleraran el complicado proceso o para facilitar que el Espíritu Santo hiciera llegar por vía directa sus sabias indicaciones a los renuentes padres de la iglesia. Sea como fuere, la medida obtuvo el resultado apetecido y un mes largo después, no sin las habituales artimañas, salió elegido Jacobo Duzé, el cardenal francés que dirigiría la iglesia bajo el nombre de Juan XXII durante dieciocho años a pesar de que el colegio cardenalicio lo había escogido, como mal menor, confiando en que su mala salud (fingida, claro) lo mantuviera poco tiempo en el poder.
Y me sugirió la interesante lectura de este episodio, que si hiciéramos algo parecido con nuestros políticos, a los que pedimos de forma reiterativa que alcancen consensos, al menos en asuntos de importancia, a lo mejor lográbamos que se pusieran de acuerdo como les exigimos desde uno y otro bando.
Imaginemos, por un momento, que encerramos a los presidentes de los grandes (y pequeños) partidos en un campo de futbol, a la intemperie, sin más comida que unas hogazas de pan y unos litros de agua (mineral, eso sí) junto con sus inmediatos acólitos y pelotillas de primero y segundo nivel, con la amenaza no negociable de que no serán liberados hasta alcanzar pactos estables en una serie de cuestiones de interés nacional. Estoy seguro de que sus señorías no resistirían mas allá de los días necesarios para que sus barbas sin afeitar sombrearan de gris los adustos rostros, las chaquetas precisaran de urgente tintorería y las corbatas de seda se convirtieran en pingajos solo útiles para saltar a la comba convenientemente anudadas de dos en dos.
Es una idea que brindo desinteresadamente a los votantes en los que, según la teoría democrática, reside la soberanía de la Nación.
—Desde luego, Fernández, no sé que es más peligroso, si la ignorancia bienintencionada de que siempre has hecho gala o estas peregrinas ideas que te asaltan desde que has decidido ilustrarte a salto de mata.
—Ya me advirtieron mis buenos mentores que la cultura comporta numerosos riesgos…



martes, 4 de diciembre de 2012

RACISMO

Mi amigo Fernández es hombre de permanente inquietud. Su curiosidad raya a veces en la impertinencia pero él, lejos de avergonzarse, la justifica diciendo que solo la curiosidad hace progresar al género humano. Interpela sin el menor rubor, cuando se le ocurre y a quien se le ocurre. El otro día, en el curso de una conversación sobre los inmigrantes, me soltó a bocajarro:
—¿Tú eres racista?
La pregunta me hizo reflexionar, y le dije:
—Mira, yo no sé si soy racista o no. No me gustan las definiciones ni los alineamientos: si soy de tal partido, automáticamente estoy en desacuerdo con tal otro. Si profeso tal religión, me convierto en enemigo mortal de tal otra, a cuyos miembros tengo el sagrado deber de atraer a mi causa, de ignorar para siempre o de exterminar. No me gusta que me digan lo que tengo que hacer ni en qué dogmas debo creer. Te diré como veo yo el fenómeno de los inmigrantes y tú decides si soy o no racista, porque a mí no me interesa la definición: vivo en la zona que quiero vivir, con gentes a las que conozco y que pertenecen a mi misma cultura y formas sociales. Procuro no meterme con nadie y evito que nadie se meta conmigo. Deben tener su religión, pero no sé cuál es ni me importa; nadie me la impone ni me cuenta lo importante que es pertenecer a ella, y si lo intenta procuro detener cortésmente lo que me parece una intromisión inaceptable. En mi ciudad hay barrios donde viven mayoritariamente familias gitanas y seguro que allí, como entre nosotros hay de todo: gentes honradas y trabajadores, y la adecuada proporción de chorizos o drogatas. Pero sin embargo yo no he ido a buscar un piso al barrio de los gitanos, a pesar de que allí son mucho más baratos que en el mío. ¿Tú si has ido?
Creo que la generalidad de los hombres se siente muy a gusto entre los suyos, que necesita un grupo medianamente homogéneo que le proporcione cierta seguridad, y el que quiere cambiar de aires, lo hace y santas pascuas. Otra cosa es que gentes de países en los que se vive mal, animados por las noticias (a menudo falaces) de nuestro mundo de confort y despilfarro se acerquen a nosotros sin respetar, porque no pueden, ni saben, ni quieren, las normas sociales establecidas. están en situación ilegal, y desde ese aspecto no se pueden considerar en igualdad de derechos con el resto de los ciudadanos que sí cumplen con sus deberes sociales. Estos últimos trabajan, pagan sus impuestos y conquistan sus derechos (a veces a regañadientes) con sus obligaciones. Una parte (cada vez más importante) de sus ingresos, se emplean en  sufragar los gastos ocasionados por la asistencia médica proporcionada a esos inmigrantes ilegales que conviven con nosotros en condiciones difíciles, amparados por una especie de vacío legal que nadie se atreve a rellenar de  una forma satisfactoria y que a todos debería avergonzarnos.
A mí me gusta vivir en mi país (si no, hubiera procurado vivir en otro) y me importa bien poco que mis conciudadanos, nacidos aquí o venidos de fuera, tengan un color de piel más oscuro o más blanco que el mío, que practiquen una religión, otra o ninguna, o que se priven (o abusen) del cerdo, de los chorizos de Cantimpalo o del vino de Jumilla. Solo reclamo mi derecho a que se sometan a las mismas reglas sociales que yo; que respeten las instituciones, que asuman sus obligaciones de ciudadano para poder disfrutar de todos los derechos que les corresponden; que no me impongan sus costumbres para sustituir a las mías, que no pretendan colonizarme cultural ni religiosamente, que sean plurales y respetuosos con la Constitución de mi país, que ha de ser la suya.
Si se comportan así, los considero ciudadanos como yo mismo. Si no, creo que deberían quedarse en su país, que nadie los ha llamado a este. Yo, por lo menos, no.
           
Y ahora, mi querido Fernández, tú decidirás si soy racista o no.    




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